Capítulo 18: La confianza da asco
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Katrina alzó la mirada al cielo y pudo observar que la oscuridad había descendido dejando paso al amanecer.
Ambos se encontraban en aquel sombrío bosque enterrando el cadáver del individuo que quiso abusar de la muchacha. Ella jugueteaba con sus dedos nerviosa, sin poder evitar dejar de temblar ante tal horrible escena. ¿Cómo podía actuar con normalidad, con lo aterrorizada que estaba? Necesitaba una pastilla para calmar sus nervios, deseaba descansar en su habitación olvidando por unas horas lo sucedido. Sin embargo, cuando apreció el rostro de Vincent no pudo afirmar que se encontraba igual de mal que ella. El hombre estaba sosegado, muy concentrado en lo que hacía para no dejar rastro alguno de ello. Cuando ella vio la sonrisa en sus labios conforme hincaba la pala en la tierra, se preguntó qué razón lo llevó a sonreír en una situación tan peliaguda como aquella. Le resultó siniestro.
—Bien. Esto ya está —dijo, rompiendo el silencio.
—¿Nos vamos?
—Todavía no. Tengo que enterrar el arma del crimen. Dame unos minutos.
—Date prisa. Ya ha amanecido y debes volver al psiquiátrico.
—Ya lo sé, Katrina.
—Me preocupa que alguien tome en cuenta tu ausencia y empiece a indagar -comentó.
—No, no te preocupes. Comprendo que estés muy asustada con todo esto, pero los demás tienen mejores cosas que hacer como para preguntarse dónde estoy metido.
—Si tú lo dices...
—Voy a enterrar el vidrio, ahora vuelto.
Se alejó de la pelirroja y unos metros más adelante enterró muy bien el cristal roto con sangre. Shaddy continuaba a su lado, mirando abismado cada movimiento que hacía Vincent. Las manos del monstruo estaban metidas en los bolsillos del pantalón de su traje, denotando una actitud relajada conforme observaba
Podría decirse que estaba orgulloso de la fuerza de Vincent, afrontó la situación de una manera pacífica y sagaz. Se alegraba de que él, poco a poco, dejara su lado nervioso, receloso e intranquilo.
De pronto, Shaddy rompió el silencio.
—¿Sabes? Hace días que no como galletas. ¿Podrías hacerme un favor? Estaría muy agradecido.
—Te compraré galletas en la tienda más cercana. Solo espera —espetó.
—¡Gracias! A Shaddy le gusta lo que has dicho.
Cuando término, se acercó a Katrina y le hizo un ademán con su mano para que la siguiera. Era hora de marcharse de allí.
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Al aproximarse al vehículo, dejó la pala en el maletero para llevarla más tarde a donde pertenecía. La joven se había sentado en el asiento del conductor, resoplando por su boca con fatiga. Llevaba sin dormir veinticuatro horas. Dejó caer su cabeza en el volante, los mechones cobrizos tapaban su rostro. Vincent se subió al coche y la observo con detenimiento.
—¿Puedes conducir?
Ella tardó unos segundos en contestar y dijo:
—Sí. dame unos segundos.
—¿Qué te ocurre? Respiras muy agitado.
«Está claro que necesita su medicamento. Los nervios la están carcomiendo», pensó para sí mismo.
—Nada. Solo estoy cansada.
—Oye —puso su mano en el muslo de ella. La joven se tensó sin poder evitarlo—. Todo saldrá bien, no te preocupes.
—¿Por qué no actúas como un ser humano lo haría, Vincent? No te veo irritado, ni nervioso, ¡ni siquiera asustado! Te he visto sonreír en el bosque.
Él alejó su palma de sus piernas.
—Ya te lo dije: No puedo sentir ningún tipo de sentimiento por alguien que quiso violar a una mujer.
—¡Está muerto y sepultado por nosotros! ¡Hemos matado a alguien! —exclamó.
—No, tú has matado a alguien —corrigió—. Te he ayudado a solucionar algo, y la que debe de actuar con normalidad ahora eres tú. Si vas a ir por ahí con esa actitud, es probable que llames la atención. Te recomiendo que sigas siendo la misma chica de siempre.
—Necesito dormir.
—Pues conduce a casa.
Ella puso el motor en marcha rumbo a la dirección.
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Al llegar, la joven aparcó unos pocos metros cerca de su hogar y se apresuró en salir del auto. El piar de las aves se podía oír dando la bienvenida al sol mañanero. Ella ignoró el buen día que se había presentado, pues en su cabeza sabía que por mucho que radiara el sol, nada estaba bien con el crimen que cometió.
Vincent siguió a la chica para adentrarse en la vivienda.
Katrina dejó las llaves en el pequeño mostrador de la entrada y se apresuró en irse a su habitación. Él se quedó unos segundos observando a la nada, pensando qué hacer. Dado los nervios que ella tenía y lo poco estable que estaba, pensó en darle alguna pastilla para que lograra dormir en condiciones, sin que los pensamientos la hicieran levantar. Sin embargo, era reacia a tomarse cualquier pastilla y desconocía cómo la podía afectar si comentaba aquello.
Tocó con dos suaves golpes la puerta de su habitación esperando oír alguna respuesta por parte de ella, pero no lo hizo. No tuvo reparo en entrar, pues debía decirle algo.
La inspeccionó echada sobre el colchón, abrazando su almohada. Ni siquiera se había quitado la ropa del club, y aún llevaba puesta la americana que él le había prestado a causa del frío. Tenía los ojos cerrados, pero sabía que no estaba dormida.
—Katrina, tengo que irme —dijo—. Te aconsejo, como psiquiatra y amigo, que te tomes el medicamento que se te recetó, por favor. No estás en condiciones para sobrellevar esto sin ayuda.
—Lo pensaré. Gracias —espetó.
«No va a hacerlo», opinó Shaddy.
Vincent se marchó de la habitación sin decir nada más.
Miró el pequeño reloj de bolsillo, aún tenía minutos de sobra para irse al psiquiátrico, así que aprovechó para darse una buena ducha. Se sentía muy sucio de haber estado aupando a un cadáver.
Cuando término, se vistió tan elegante como siempre y agarró las llaves del auto de la muchacha para llevarse la pala al anochecer. No podía hacerlo a plena luz del día con la gente de la plaza, acechando cada movimiento. En la oscuridad se movía mejor.
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Conforme anduvieron por las calles hasta Hellincult, Shaddy insistió en que le comprara las galletas de mantequilla que tanto anhelaba, que comprara las más grandes que hubiera. Necesitaba saborear las galletas como un fumador la nicotina. Era su vicio.
—¡Aquí! —señaló el monstruo con su huesudo dedo—. Una repostería.
Vincent se detuvo observando la pequeña tienda.
—¿Cuántas quieres?
—¡Todas las que tengan!
—No. Una docena, nada más.
Entró y pidió las galletas. Shaddy continuó susurrando en su oído que comprara todas las que vendía logrando que Vincent colocase una expresión malhumorada en su rostro. El señor detrás del mostrador lo miró confuso.
–¿Una docena? —formuló el hombre, dubitativo.
«¡No! Pide más o Shaddy te atormentará»
—Eh...
—¿Caballero? —lo llamó dubitativo.
«Vincent, que me enfado».
—¡Cállate! —bramó.
—¿Disculpe? Si no va a comprar nada le pido que se marche amablemente. Es usted un desagradecido.
—Deme todas las que tenga.
El anciano alzó sus cejas con asombro.
—¿Todas?
—Sí, venga, que llego tarde al trabajo. Apúrese, por favor.
—Bien, ahora mismo se las doy.
«Shaddy está contento con eso».
—Seguro que sí... —murmuró entre dientes.
El anciano le tendió la bolsa con una considerable cantidad de galletas y sonrió con dulzura. Al ver la cifra de estas, Vincent apretó su mandíbula, le tendió el dinero y se marchó de allí. Al anciano se le iluminaron los ojos al ver lo que había ganado.
—¡Gracias, caballero! Tenga un buen día.
Vincent guardó silencio, alejándose de la tienda.
—Me has arruinado, Shaddy.
—¡Qué exagerado! Ganas más de psiquiatra que ese señor de repostero. Qué egoísta eres con el dinero.
—No vuelvas a hacerme eso mientras esté hablando con alguien. Ten modales.
—Suenas como un padre.
—Dios, a veces eres irritante.
—El sentimiento es mutuo, corazón. Dame mis galletas.
—Te las comerás en la consulta.
Shaddy no se quejó. Ya había conseguido lo que quería, por esperar unos minutos más no se moriría.
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Cuando entró en Hellincult, su hermanó lo acechó en los pasillos. Se acercó a él con una actitud malhumorada y le dijo:
—¿Dónde diablos has estado? Tienes una persona esperando en tu consulta.
—Estaba... comprando galletas.
Alexander miró la bolsa de cartón y soltó un suspiro largo.
—Centrate en tu trabajo, ¿quieres? No puedo estar todo el santo día pendiente de mi hermano menor. La próxima vez no te retrases.
—De acuerdo.
Imaginó que al entrar en su consulta se encontraría a algunos de los infantes con sus pequeños problemas. No obstante, se sorprendió cuando la madre de Ivy estaba allí, portando uno de sus lujosos y largos abrigos. La señora lo observó con aborrecimiento, su mirada fulminante lograba que él en cierta manera se inquietara. Días anteriores fue su suegra, ¿cómo podía aborrecerlo ella a él, cuando Vincent aún se alegraba de verla? ¿No significaron nada las muestras de afecto que un día se dedicaron? La consideraba de su familia.
El varón dejó las galletas sobre su escritorio conforme la mujer se acercaba a él. Tanto se aproximó, que lo tuvo a escasos centímetros, penetrando sus ojos avellanas.
—¿Dónde está la cámara? —indagó ella, malhumorada.
—¿Qué cámara? —inquirió, tragando saliva.
—¡La cámara de mi hija! ¿Dónde está, Vincent? ¡Dónde!
—Yo no tengo ninguna...
—¿Entraste en casa? ¡Maldito bastardo! ¿Cómo te atreviste sabiendo mi advertencia?
—¡Señora Varley! ¿De qué está hablando? No tengo ninguna maldita cámara, ¿me oye?
La señora le propinó una bofetada. Vincent ladeó su rostro, dejando caer su mirada. Apretó tanto su mandíbula que se tensó un pequeño músculo en ella. En otras ocasiones no hubiera levantado la mirada dedicándole el mismo odio con el que ella lo hacía, pero, en aquella ocasión, alzó la vista. Ella lo observo atónita, viendo sus ojos que radiaban una furia jamás vista.
«Nadie debe agredirte, Vincent, por muchas confianzas que se tenga», murmuró Shaddy.
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