Capítulo 9
LAURIE
Boca abajo, dormí plácidamente en mi cama matrimonial, con la sábana de seda blanca cubriendo mis piernas y pelvis, pero no mis senos magullados y aún luciendo las marcas de sus manos bruscas en mi piel sensible. Lamí mi labio inferior lentamente, y lo mordí con suavidad. Al instante me arrepentí, olvidé que los amados dientes de mi esposo lastimaron mi carne hasta hacerla sangrar.
Recordé la noche anterior... Cada embestida, estocada, lágrimas solitarias que derramé sobre la almohada mientras me hacía venir, la sábana a la que me aferré mientras me cogía duro por atrás, el dolor que grité cuando le supliqué que se detuviera...
«Carajo, James. A veces odiaba cuando me hacía esto»
Me moví, incómoda y adolorida, fría y con un desconsuelo extraño en el corazón. Me sentí sola. Giré la cabeza y di con la causa de mi gélido malestar: mi esposo no se hallaba a mi lado en nuestra cama. Traté de ponerme boca arriba, pero fue un tormento que casi hizo que me brotaran lágrimas nuevas de mis ojos, entonces fui paso a paso hasta que conseguí incorporarme con un agudo quejido en la garganta. Me dolía el culo, la entrepierna y las tetas, y ya ni hablar de mis pezones.
Mis dedos acariciaron suavemente las zonas afectadas, y el dolor disminuyó... un poco. «James», pensé en él mientras seguía tocándome con tiento el pecho y los pezones que aún se mantenían erectos.
«Mi esposo era una bestia»
Anoche no me dio tregua, seguía furioso conmigo por haberlo desobedecido, a pesar de que pareció haberse calmado y me ofreció una disculpa, mi sumisión no aplacó su enojo, al menos no por completo.
Hice una mueca de dolor cuando llegué al borde de la cama, puse los pies en la alfombra, y me levanté de nuestras sábanas revueltas y con olor a su sudor y al mío.
Caminé con el tormento palpitando en mi entrepierna, y los fluidos y el calor de ambos aún en mis muslos internos, sintiendo un fuerte vacío que mantenía mis huesos temblando de excitación.
Llegué al baño, apoyé ambas palmas en el lavabo y observé mi rostro en el espejo. Mis mejillas estaban rosadas, mi pelo enredado, mi cutis resplandeciente, los morados de mi noche de pasión ni con corrector podría cubrirlos, y mis pupilas estaban dilatadas y negándose a volver a la normalidad. Aunque, pensándolo bien, después de James mis ojos nunca han vuelto a ser los que todos conocían cuando nací.
Me atreví a mirar las marcas en mi piel. Tenía unos chupetones del tamaño del mundo en mis senos, y mis pezones estaban morados e hinchados.
«Lo odiaba»
Odiaba que me gustara su rudeza en la cama, cuando se desquitaba conmigo en sus momentos de frustración, y el placentero dolorcito en mi zona erógena que hipnotizaba mi razonamiento lógico hasta el punto de fracturar los pedazos que mi adorado esposo tenía en su poder. Confiaba en él, y mi James me sorprendía rompiendo noche tras noche los trozos de mi corazón de cristal, pero que volvía a unir con destreza después de abrazarme segundos luego de una noche de sexo rudo.
El maldito sabía resolver todo con un simple abrazo.
Y hablando de mi violento marido... Lo encontré espiando mi silueta desnuda con orgullo en su postura, con los ojos traviesos reflejándose desde el espejo hasta conectarse con los míos. Nos observamos en silencio durante largos segundos que resultaron en un minuto.
Lo miré más.
Estaba sudando por su carrera contra reloj en la máquina de correr. Vestía unos negros pantalones deportivos, y sus tenis blancos de marca. Tenía el torso desnudo, y lucía unos ricos cuadros duros en su abdomen que me recordaban a una tableta de chocolate. Babeé al ver sus músculos en toda su gloria, y recordé cómo me poseyó hace unas horas. Me cubrí un poco con mis brazos, y exploté como una palomita de maíz en un microondas cuando él se acercó paso a paso a mí, y me miró las nalgas como si deseara volver a morderlas o, peor, a meter sus dedos en mi ano.
Recé para que no hiciera ninguna de las dos. El gran señor de allá arriba escuchó mis plegarias, mi James no me llevó a la cama, siguió avanzando hasta que mi espalda quedó pegada a su pecho. Me abrazó y me apretó con ternura mientras manteníamos nuestro contacto visual en el espejo.
Besó mi sien y dirigió sus labios a mi oído.
—Qué bonita —musitó—. Mi esposa es muy hermosa.
—¿Toda maltratada?
—No —frunció el ceño, y giró mi cuerpo hasta que quedé frente a él, con nuestras pieles desnudas tocándose y ardiendo a fuego lento, mientras los ojos negros de mi amor intimidaban los míos—. Estás marcada por mí.
Hice un mohín con mis labios, y suspiré con enojo.
—Te gusto así, ¿verdad? Toda dañada.
Me sonrió con malicia y puso su dedo índice en mis labios.
—No te va el sarcasmo, mi amor.
Golpeé su mano, y él se rió. Intenté alejarme, pero no me lo permitió.
Me dio un beso casto en los labios, que en lugar de provocar amor en mí, me resultó un calvario que amargó mi paladar. Quiso darme uno más, pero lo aparté con delicadeza. Acunó mis mejillas en respuesta y me dio un beso en la frente. Las caricias en sus labios continuaron atacando con moderación mi rostro, pero sin tocar mi boca. Respetó mi orden matutina, y sus besos bajaron por mi cuerpo hasta llegar a mi pelvis, en donde lo tuve arrodillado para mi disfrute mientras él continuaba repartiendo besos suaves por mis caderas.
—Me duele —casi susurré, y él se detuvo.
Mi amor me miró desde abajo con ojos de cordero arrepentido, y la culpa que conocía tan bien en él acaparó su mirada que no se atrevió a seguir sosteniendo la mía.
—Lo siento.
Sentí un cúmulo triste del tamaño de una bola de billar obstruyendo mi garganta. Peiné su revuelto cabello hacia atrás, justo como a él le gustaba.
—Está bien.
—No puedo evitarlo, ¿lo sabes, verdad?
—Sí.
Suspiró, sus brazos rodearon mi cintura, y descansó su cabeza en mi vientre plano. Le hice piojito a mi esposo, y me pregunté si su comportamiento extraño —bueno, más extraño que el normal—, se debió a que él ya sabía de la nota anónima, oculta en el fondo secreto de mi cajón.
Una parte de mí quería creer que no, pero... La verdad, sí, ya sabía que él lo sabía. Y él sabía que yo ya sabía lo que él me ocultaba. Los dos éramos unos mentirosos. Yo confiaba en él con mi vida, pero... James no confiaba en mí. Porque si el sentimiento hubiese sido mutuo desde el comienzo, me habría contado lo que le hizo a ese chico, Rafael Piero.
—Te amo.
Mi esposo asintió, sin dejar de abrazarme, y respondió con un honesto:
—También te amo.
«Bien»
♡♡♡
—Ven, nena, vamos a bañarnos —dijo conduciéndome a la regadera—. Después iremos al aeropuerto por Ciro.
No respondí, y él se desnudó delante de mí. Maldije a mi esposo en silencio, si mi cuerpo no hubiera estado tan dañado...
—¿Qué? —sonrió con malicia.
—Te odio.
—Puedo vivir con eso.
«Mentiroso»
—¿Algo más? —preguntó.
Acorté el espacio entre nosotros y rodeé su cuello con mis brazos.
—Mi esposo es muy guapo cuando miente —susurré en su oído como si se tratara de un secreto.
—¿Soy un mentiroso?
—Sí.
Besé y mordisquee su oído con calma, pero no con timidez. Chupé su cuello, y enredé los dedos en su pelo negro. James apartó mi boca de su piel bronceada y atlética con un tirón en mi nuca que calentó mis muslos. Ahora era yo la que le sonreía con malicia.
No me alejé, y tampoco dejé de sonreír mientras él me miraba a los ojos con las pupilas dilatadas.
—Tú también eres una mentirosa, nena.
Quise besarlo, pero me lo prohibió.
—¿Cuándo te he mentido? —lo provoqué.
—Ayer, cuando te pregunté qué era lo que tenías detrás de tu frágil espalda, y dijiste que no era nada importante —me recordó.
—Porque no era nada importante.
—Mentirosa, mentirosa...
—Los dos somos un par de mentirosos, mi amor.
Su sonrisa tambaleó ligeramente, pero no abandonó su papel. Sabía que James jamás permitiría que yo viera esa parte de él: ese temblor en los ojos de una persona cuando lo descubren en el acto y sabe que está acorralado. Eso era lo único en lo que James nunca explotaba, y por mí, bien. Quizá era egoísta y canalla pensar de esa manera, pero a mí me agradaba su silencio cuando se trataba de resguardar sus miles de secretos. Si así me protegía, entonces yo la aceptaba.
Él quería mantener su pasado oscuro en donde merecía estar: en las sombras.
Además, era mi matrimonio, yo sabía cómo manejarlo. Lo amaba demasiado, que la sola idea de intentar dejarlo... acababa conmigo.
Afortunadamente, el sentimiento era mutuo.
—Eres perfecta para mí, muñeca. No pude haber elegido mejor.
♡♡♡
James me cuidó y se encargó de bañarme. Lavó mi pelo, y talló con delicadeza mi piel marcada por sus labios.
Nos sonreímos con el ruido del agua cayendo y salpicando de fondo, sin imaginar que éramos tan felices y no lo sabíamos.
—¿Qué? —preguntó, sonriente.
—Te quiero mucho, esposo.
—Y yo la amo mucho, esposa.
El momento romántico terminó. Metió dos dedos en mi interior, y yo odié que mi cuerpo le respondiera de inmediato. Estaba excitada. Gemí cuando separó mis labios vaginales, y él introdujo un dedo en mí con precaución.
Jadeamos a la vez, y cerré mis ojos.
—¿Quieres?
—Siempre —respondí.
Nos besamos más. Me di la vuelta, pegué el pecho en la pared transparente de la cabina, sus manos se posaron en mis caderas y puse el culo en pompa. Entró en mí con moderación por mis dolencias, y nos oí gemir a los dos por la unión. Me hizo el amor con lentos y suaves movimientos por detrás, golpeando con ligereza mi trasero, produciendo un sonido rítmico de carne contra carne que tensó mis músculos internos mientras me mantenía ahí de pie, con las piernas separadas, y las tetas aplastadas en la cabina de baño.
♡♡♡
Desayunamos vistiendo únicamente nuestras batas de baño. Degusté mi pan francés con mi jugo de naranja natural en silencio, mientras James fumaba y me observaba como si fuera la primera vez que me veía, como aquella noche en su club, el cual fue el pilar de nuestro comienzo.
¡Qué bonita historia de amor!
Terminó su café, me dio un beso en la sien, y fue a vestirse. Me quedé viendo sus posaderas escondidas en la bata de baño, y la loca —nunca satisfecha de mí— se lamentó de no estar a solas con él, y tener compromisos que cumplir. Amaba a mi abuelita consentida, y a mi sobrino-hijo, pero me gustaba estar a solas con mi James todos los días de mi vida.
Virginia, que hasta ese momento se había mantenido callada —algo que me pareció extraño—, me habló en voz baja, como si temiera que James nos escuchara:
—Mi niña, con la presencia del joven Ciro aquí, el trabajo será el doble.
—No te preocupes. Haré que Ciro limpie su habitación y lave los platos que use. Tendrás que cocinar el doble, eso sí, porque sabes muy bien que a mi hijo le encanta comer.
—Sí, era un niño muy gordito y alegre cuando vivía aquí —sonrió con nostalgia—. ¿Cuál era el apodo con el que te referías a él de niño?
—Winnie-the-Pooh.
—¡Ah, sí! Incluso mi nieta Nila le decía así —volvió a sonreír, cuando mencionó a su única razón para seguir adelante, después de la muerte de su única hija.
—¿Cómo está Nila?
—Bien. Aunque... —Sostuvo la palabra, sopesando si decir lo siguiente sería buena o mala idea.
—¿Qué? —le pregunté, y me terminé el resto de mi café.
—Necesita un empleo —dijo, lo que me hizo fruncir el ceño. Nila era una estudiante becada, con un tutor estable.
A no ser...
—¿La colegiatura subió? ¿Necesitas un adelanto? —Me puse de pie—. ¿Está en problemas? Porque puedes decirme, eh. Cualquier cosa.
—Oh, no, nada de eso —dijo, pero no le creí, porque ni ella misma estaba totalmente convencida de sus propias palabras—. Sólo quiere ganar su propio dinero. Ya sabe cómo son los adolescentes, ¿no? Quieren independizarse rápido. Dice que quiere su propio departamento, que ya no tiene dieciséis años... —suspiró—... No lo sé. Tampoco me cuesta nada darle permiso de conseguir un trabajo como el mío para empezar, ¿o sí?
Lo pensé, y asentí llevando mis platos al lavabo.
—Okey, hablaré con James. Siempre está contratando mensajeros sin experiencia o sin títulos universitarios en su compañía.
—Oh, pero... —dijo de pronto—... La verdad, es que yo me sentiría más cómoda si Nila estuviera aquí conmigo.
—¿Que trabaje aquí, junto a ti?
—Sí. Bueno, es que tampoco me siento convencida de que ella se la pase lejos de casa en un lugar extraño para trabajar. ¡Porque es muy joven! —se apresuró a decir—, y... Quiero vigilar a mi nieta.
—Bien... Entiendo. Hablaré con James —dudé en aceptar.
—¿Y si dice que no? —Lució preocupada ante esa posibilidad, y de verdad me pregunté si estaba pasando algo que ella no estuviera diciéndome.
—No te preocupes. Ya veré cómo contentarlo después —le sonreí para que sintiera mi apoyo.
—Okey, pero podría hablar con él hoy, por favor. Quisiera hablar esto lo antes posible, por favor.
No me contuve y le pregunté:
—Virginia, ¿estás segura de que todo está bien?
Ella asintió con nervios contenidos en sus cuerdas vocales, y me respondió:
—Sí.
No le creí, pero tampoco insistí.
Fui a mi lecho matrimonial. Cuando cerré la puerta, me quité la bata y fui a nuestro armario. Me puse un encaje bonito y rojo, y un vestido del mismo color. Me veía sexy, y a la vez, profesional, pero lo más importante de todo, el vestido cubría los chupetones y las marcas de los dientes de James en mis hombros y muslos. Estaba lista para ir con mi esposo a recoger a Ciro del aeropuerto.
Salí, y mi amor estaba bien vestido y peinado hacia atrás en nuestra habitación, cerca de la cama que aún no arreglábamos, delante del espejo de cuerpo entero. Lucía como un lobo solitario disfrazado de un hombre de negocios. Estaba perfecto. Lo amé más. Recliné el peso de mi cuerpo en el umbral del armario, y lo admiré en silencio.
—Estás preciosa —dijo de espaldas a mí mientras arreglaba su corbata.
—No me estás viendo —sonreí.
—Siempre luces preciosa.
—Mi amor —caminé hacia él cuando lo llamé—, he estado pensando que... Bueno, ahora que Ciro vivirá aquí, Virginia trabajará el doble en el penthouse.
—Estará bien. Es su trabajo.
—Sí, pero... Quizá, Nila pueda ayudarle con el trabajo extra.
Mi esposo me miró con un gesto gruñón.
—¿Por qué? Si no puede con el cargo, que renuncie. Varios matarían por este empleo, básicamente soy la jodida madre Teresa de esa mujer y su nieta.
—Ella no va a renunciar, James. Y tú no vas a despedirla —le advertí—. Y el nombre de esa pequeña es Nila.
—Si necesita un empleo, pues que venga a mi empresa y le conseguiré uno.
—Me gustaría que ella trabajara aquí con nosotros.
—No meteré a una adolescente hormonal con otro conflictivo en este penthouse, Laurie.
—¿Por qué? —lo reté—. Nila es responsable, jamás pondría en peligro su futuro o el de Virginia. Podemos confiar en ella. Y Ciro es...
—Ciro ya no es el niño que conociste —me interrumpió con severidad—. Aunque confío en Nila, sé que Ciro buscará la manera de joderla. Es lo que siempre hace.
Lo miré mal, casi desconociendo a mi marido por primera vez. ¿Por qué se refería a mi niño de ese modo?
—Oye, ¿qué te pasa? No lo insultes, recuerda que ese chico es nuestra responsabilidad. Yo lo quiero como si fuera mío desde que nos presentaste.
—Me alegro por ti —dijo con sarcasmo, sin dejar de mirarse en el espejo como un maldito narcisista.
Me crucé de brazos e hice un mohín de «No me lo puedo creer» con los labios.
—¿Qué? —espetó, mirándome al fin. Sus ojos eran dos par de cubitos de hielo que puso mis pelos de punta, pero no me dejé intimidar.
—No puedes ni decirlo, ¿verdad?
—¿Qué cosa?
—Que lo quieres —dije lo obvio.
Bufó como un adolescente malhumorado, pero no respondió.
—¿Y bien? —insistí.
—Claro que lo quiero.
Ahora era yo la que actuaba de forma inmadura. Lo que fue una mala idea, porque sólo logró molestarlo más.
—¿Qué? ¿No me crees? —espetó.
—La verdad, no.
—Mira cómo me importa —se burló de mí.
Pasé por alto su acto ridículo, y no pensé antes de hablar en mis siguientes palabras. O tal vez, sí. A lo mejor sólo quería lastimarlo.
—Sí, ya lo veo. Y por cierto, lo noto todos los días. Eres un experto del engaño, siempre finges tus emociones y engatusas a quien tiene que caer para mantener tu maldita fachada normal.
—Aww, ¿herí tus sentimientos, amor?
—Vete al carajo, James.
Se le borró la expresión burlona de la cara, y frunció el entrecejo, confundido. Sonreí con malicia y me dirigí a la puerta.
—¿Qué me dijiste?
Giré, lo miré desde el umbral y le enseñé el dedo de en medio, ofendiendo su ego.
—Ve-te al ca-ra-jo.
Cerré la puerta detrás de mí, dejándolo a solas con su berrinche.
Caminé con prisa y me dirigí a la cocina. Virginia aún estaba limpiando la isleta de granito. Me sonrió apenas me vio.
—¡Mi, niña! ¿Ya hablaste con el señor Brown?
—Sí, algo así.
Ambas oímos el impacto de un vidrio estrellándose contra alguna pared o suelo, seguidos de más estruendos que pusieron la puerta de mi lecho matrimonial a temblar, así como los hombros de Virginia.
—Abue, ¿te puedo encargar limpiar la habitación, por favor?
—Am...
Ambas escuchamos a James gritar, gruñir y blasfemar mientras continuaba lanzando y moviendo objetos con furia dentro de la habitación.
—Claro que sí, mi niña —respondió con ternura.
—Bien.
Platicamos con el escándalo de mi marido como ruido de fondo.
—Por cierto, llegaron un par de cartas a tu nombre.
Contuve un suspiro, pero no permití que la existencia de otra carta me asustara.
—¿En dónde está el correo?
—Lo dejé en el mueble de la entrada.
Me dirigí allí, busqué debajo de las revistas hasta que hallé el sobre blanco en el que venía escrito mi nombre y apellido de soltera. Todo estaba como la última vez, excepto el futuro contenido que de seguro me dejaría con la boca abierta, de nuevo.
Ya no oía la rabieta de mi esposo a lo lejos. Me apresuré a guardar la carta en mi escote, y a arreglar mi vestido por el nuevo objeto entre mis tetas.
—¿Qué me ocultas?
Giré sobre mis talones al oír la voz áspera de mi marido. Me encontré a James a dos metros de mí con cara de pocos amigos.
Tragué, aunque intenté no delatarme, pero fue imposible. También quise que no me temblara la voz, pero no supe si al final lo conseguí.
—Nada.
Asintió repetidas veces, pero supe que no me creyó.
Se acercó a mí con pasos calmados, casi acechándome, y me sentí como a mis dieciocho años, cuando nuestra relación recién empezaba a funcionar después de descubrir sobre sus ataques de ira.
Estuvimos cara a cara en el pasillo.
—¿Lo hacemos por las buenas o por las malas, nena?
—Preferiría de ninguna forma.
Me sonrió de esa manera tan fría que puso mi corazón tieso.
—Elegiste a las malas, bonita.
—James, si me tocas...
—Laurie, Laurie, Laurie —repitió mi nombre, saboreando cada letra—. Recuerda la única cláusula de nuestro arreglo matrimonial.
—James... —le advertí.
—Si no quieres que te registre yo mismo, está bien. Te respetaré. Igual lo averiguaré por mi cuenta.
Tomé mi bolso del perchero y me lo colgué en el hombro, zanjando la conversación.
—¿Nos vamos?
No me respondió, pero igual me siguió.
NOTA:
Maratón: 1/?
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