Capítulo 13
LAURIE
Recibí otra carta como las otras la noche antes de dormir junto a mi esposo y darle las buenas noches a Ciro. Despedí a Virginia en la entrada del edificio, y le prometí que trataría de convencer a James de que Nila trabajase con nosotros en el penthouse.
Mi determinación la dejó más tranquila.
Observé que subiera a la limusina conducida por un hombre de confianza de mi esposo, y le dije adiós con la mano. No preguntaba por los apellidos de los trabajadores, y James tampoco me decía nada. Según él, así era mejor para mí.
Caminé con calma queriendo llegar al elevador, pero una de las señoritas de recepción me detuvo cuando dijo:
—Señora Brown.
A pesar de que conservaba mi apellido de soltera, todos me llamaban por el de James. En realidad, los apellidos de mi amor eran: «Brown Steele». Y los míos eran: «Wilson Dornan». Cuando me casé formalmente con él me convertí en: «Brown Wilson». Quise conservar el apellido «Dornan» de mi madre, pero al final decidí que no. Ella jamás aceptó a James como parte de la familia; no iba a mezclar su apellido con el de él.
Me volteé y fui hacia ella.
—¿Sí?
Me saludó con su sonrisa afable de empleada modelo.
—Un señor dejó esto para usted —extendió el brazo en mi dirección, y me entregó un sobre blanco en el que sólo se leía el apellido «Wilson»; justo como el anterior.
Mis arterias se congelaron. Era otro aviso como los pasados.
—¿Un señor?
—Sí, señora.
«Ella lo vio», pensé.
—¿Cuál era su aspecto? —pregunté con demasiada energía en el paladar.
—Am... No lo sé, creo que era alto, agradable...
—¿Era moreno, rubio, pelirrojo? —la interrumpí.
Eso la intimidó. De seguro pensó: ¿Por qué esta mujer me hace preguntas sobre un tipo cualquiera que entrega una carta?
«Vaya manera de culminar su día. Se lo acabo de echar a perder con mis exigencias»
—Am... Bueno, creo que tenía el pelo castaño... No lo sé, es que tenía puestas unas gafas oscuras y una gorra de béisbol, pero no sé qué equipo era porque no soy fan de esos deportes extremos.
—¿Era gordo o flaco?
—Yo diría que tenía mucho músculo, como si viviera en el gimnasio.
«Okey, eso me servía. Era de mucha ayuda»
—¿Dijo algo más? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—Sólo dijo...: Adiós.
Bueno, elegí no tomar ese mensaje como algo personal.
—De acuerdo. Gracias —me apresuré a correr al elevador.
♡♡♡
Comprobé que James durmiera plácidamente antes de encerrarme en el baño, meterme en la bañera, y ponerme cómoda para leer la información que el desconocido me ofrecería esta vez.
Inhalé hondo, y abrí el sobre que contenía un post-it azul, y un recorte de periódico casi viejo. Me di cuenta que era un obituario de hace trece años por la fecha. Yo tenía dieciséis años en ese entonces.
Leí las letras rojas del post-it con el corazón en la garganta.
«CLEMENCIA»
«Oh, no»
El título en letras grandes y negras decía:
«TE EXTRAÑAREMOS RITA SIMMONS»
—Mierda... —maldije en voz baja.
Ésta, al igual que la anterior noticia, iba dirigida a mí.
—Carajo.
Lo sabía. Lo sabía todo sobre mí aunque hubiera sido cuidadosa con la oscuridad que rodeaba mi alma.
Lo sabía. Él me conocía.
Recordaba a Rita Simmons como mi primera víctima. En realidad, ella fue una buena mujer, muy dulce y comprensiva, y siempre me trató bien. Jamás la consideré como una más en mi lista.
Entonces, ¿cómo terminó muerta bajo mi mano?
La verdad era esta:
Ella fue la abuela materna de Alberta Simmons, una antigua amiga del vecindario en donde vivía antes de conocer a James. Alberta tenía dieciséis años como yo, y su abuela setenta y siete cuando la conocí por primera vez. Rita Simmons sufría Alzheimer, y su enfermedad estaba bastante avanzada para cuando Alberta me la presentó. A menudo, Rita me confundía con una chica llamada Phoebe; quizá era una antigua amiga de ella.
Rita tenía una sonrisa amable y ojos cansados. La única cosa que jamás se le olvidaba era hacer sus famosas galletas de chocolate extra con chispas. No le gustaban las almendras, y yo agradecí internamente que así fuera porque a mí no me gustaba que el chocolate se juntara con ninguna semilla, fruto seco o bombón.
Era fuerte a pesar de su edad. Se perdía demasiadas veces por el vecindario, a veces se ponía agresiva con su bastón, y sólo soportaba dos minutos la información que le brindaran porque al minuto siguiente ya estaba preguntando otra vez por lo mismo. Alberta le hablaba, pero ella casi nunca la escuchaba. La madre de Alberta (Emily) tampoco tenía mucha paciencia con ella. No las culpaba, de seguro fue una situación desesperante y casi molesta la que vivieron en esa época.
Una vez, Rita golpeó a Alberta con su bastón en la frente; requirió seis puntadas. Emily por poco la mandó a un asilo después de esa fatalidad, y lo hubiera hecho de no ser porque yo adelanté mis planes la mañana después de que Alberta fuera al hospital.
Porque, a ver, no iba a permitir que Rita fuera a un asilo y quedase en manos de quien sabe quien con cuáles intenciones. Tampoco iba a dejar que Rita, la mujer amable de ojos sabios y cansados, tuviera un final postergado que sólo le daría angustia a su familia.
No, eso no podía permitirlo. A pesar de que lastimó a mi amiga, sabía que no lo hizo a propósito. Porque esa mujer ya no era la abuela que Alberta conoció o la madre que crió a Emily. Lo mejor para las dos era que Rita muriera y que la recordaran como la nana que fue en sus inicios.
Entonces, sí, yo la maté.
Le di pastillas para dormir, sufrió un paro cardíaco, y se quedó tiesa con los ojos abiertos en el sofá. Me miró fijamente como si yo fuera la parca, y perpetúe esa imagen en mi cabeza, sabiendo que me perseguiría para siempre.
Derramé mi culpa en silencio mientras la veía como una tabla, con saliva escurriendo de la comisura de su boca, y al final me acerqué a ella, puse mi palma temblando sobre su pecho que ya no latía, y le dije con una voz que no me pareció la mía por sonar tan fuerte y decidida:
—Descanse en paz, Rita. Su hija y nieta estarán bien. Lo prometo.
Me sequé las lágrimas de las mejillas y me alejé de ella, después grité «¡Auxilio!» por toda la casa, y Emily llegó corriendo hacia mí como alma que lleva al diablo. Alberta estaba en el patio trasero jugando cuando todo sucedió; nunca vio el cuerpo sin vida de su abuela, y eso me tranquilizó la conciencia.
«¿Fue clemencia lo que hice?»
Tal vez. Sólo quería que dejara de sufrir.
La mala noticia fue que Emily y Alberta se fueron después del funeral de Rita Simmons. Perdimos el contacto, y nunca más volví a saber de ellas.
Y la verdad: era mejor así.
Quienquiera que estaba mandando estos anónimos a mi nombre era conocedor de mis secretos más sombríos. Sabía quién era yo, y las cosas que había hecho. Me conocía; quizá era alguien cercano como un familiar: Ian. O tal vez alguien que me tenía rencor por algo que hizo James: Susan. Pero era obvio que ella no podía calificar en la lista porque mi amado esposo la mató con mi consentimiento; porque si lo hizo, ¿cierto? Él era James Brown, el hombre cuya mano era dura y sin escape de castigo o muerte.
Sí la mató, ¿verdad?
Sí, sí lo hizo.
¿Por qué mi esposo me mentiría con algo tan serio como eso?
La única manera de poder comprobarlo era preguntárselo directamente, pero... no. Aunque entre nosotros existiera una especie de conexión malsana que nos unía de una manera inexplicable, y sabía cuáles eran las intenciones de mi esposo en los negocios, y lo conocía mejor que nadie a pesar de que fuera un hombre de pocas palabras, no confiaba en que siempre me dijera la verdad cuando de beneficios turbios se trataba.
Además, él no era tonto, si lo cuestionaba por el asesinato de Susan se preguntaría el por qué, y entonces tendría que confesarle lo de las cartas en donde yo también estaba implicada tanto como él.
«¿Valía la pena el riesgo?»
♡♡♡
James no era de los que sufrían pesadillas.
Me lo quedé mirando mientras dormía boca abajo sin ningún problema o preocupación acechando su cabeza.
A veces envidiaba la capacidad que tenía de dormir profundamente.
Mi esposo no era la mejor persona que conocía, pero siempre trató de ser su mejor versión conmigo. Me amaba a su manera, y él sabía que yo lo amaba a la mía.
Personas como nosotros no eran del tipo perfecto que calificaba como normal en la sociedad. Ambos teníamos nuestros puntos débiles como fuertes. Éramos crípticos; curiosamente, no el uno para el otro.
Podía contarle cualquier cosa a mi esposo; ¿por qué me atemorizaba la idea de que se enterara de que ambos estábamos siendo amenazados? Quizá la misma razón por la que sabía que él era James Brown.
—¿En qué piensas? —Su voz ronca por el sueño y los cigarrillos fue la única que se escuchó a la luz de la luna.
—En algunas personas del pasado —mentí; al menos fue un buen inicio para una "agradable" conversación.
Ésta iba a ser una noche muy dura; ojalá sexual y no por la discusión que nos esperaba. Los dos sabíamos que era inevitable hablar de ciertos asuntos que teníamos que resolver.
—¿Y por qué te mortificas con algo como eso?
Me encogí de hombros.
—Sepa, sólo es algo que vino a mi mente —dije recostando mi espalda en el cabezal de la cama.
Él suspiró, y me siguió imitando mi postura. Tenía la vista clavada al frente, pero lucía ausente, perdido en algún recuerdo que mantenía sus ojos carentes de emoción.
Lo miré durante unos segundos que me parecieron eternos, antes de clavar la mirada en un punto inexacto de la pared que él también había elegido para perderse.
Sentí que el silencio pronto nos ahogaría si ninguno de los dos decía nada.
—¿En qué piensas?
—¿En qué piensas tú? —refuté.
—Pienso que ya no me amas.
Lo miré mal.
—No vuelvas a decir esa estupidez, James Brown.
No me respondió. Vi que hacía girar su anillo de casado, pero sus ojos volvieron a ese lugar oscuro del que creí que se mantendría cautivo.
Suspiré, y volví la mirada al frente.
—Estás actuando de un modo más extraño que el habitual —confesé.
—Necesito pensar en algunas cosas.
—¿Cómo en cuáles?
—Es personal.
Puse los ojos en blanco, pero ni se dio cuenta.
—¿En quién estabas pensando mientras me veías como si quisieras exprimir mi cerebro con la mente? —me preguntó con un toque de diversión en la lengua. O eso creí.
Le sonreí con sorna e incluso llegó hasta mis ojos mientras lo veía.
—Es personal —le respondí.
Un atisbo de sonrisa torcida apareció en su rostro cuando giró sus ojos en mi dirección.
—Nena... —me advirtió con una voz dulce y desafiante a la vez; una a la que ya estaba acostumbrada—... No me hagas enojar.
—Ni tú a mí.
—Vas a contarme por las buenas en quién pensabas mientras me veías dormir, señorita... O si no lo haremos a las malas. De igual forma, yo gano en ambas discusiones —agregó con una sonrisa de listo diablo que provocó una reacción inmediata en mi entrepierna.
Junté los muslos debajo de las sábanas y me controlé.
—A veces odio lo confiado que eres —dije en voz bajita.
—Sí, bueno, siempre me perdonas aunque no deberías. Eso no es mi culpa.
—No me voy a tomar a pecho tu comentario, James —le dejé en claro.
—¿Ves? Ahí vas otra vez, perdonándome.
—¿Ya no quieres que te perdone?
—No, no dije eso.
—¿Entonces qué es lo que quieres?
Se encogió de hombros, imitando mi anterior gesto.
—Me estoy cansando de tu tira y afloja en esta conversación James —lo puse sobre aviso.
—¿Me estás ocultando algo? —soltó cambiando de tema tan abruptamente.
Y ahí estaba: la pregunta del millón. Me prometí que si volvía a lo mismo, esta vez le sería honesta.
—Tengo algo que preguntarte antes —dije.
—¿Referente a qué?
—Susan... —susurré.
—¿En ella piensas mientras me ves dormir? —ignoré su demanda.
—¿Está muerta?
—Sí. Yo la maté.
Un silencio honesto se instaló entre nosotros. Casi suspiré en un alivio cuando lo confesó.
—¿Qué hiciste con...?
—¿En verdad quieres saber? —me interrumpió con una sonrisa maliciosa en la boca.
Asentí.
—La drogué, sufrió un coma en medio minuto y dejó de respirar después.
—¿Y su cuerpo?
—Maté dos pájaros de un tiro esa noche. Un contacto mío hizo el resto llevando sus órganos al mercado negro.
—Desapareció por completo —llegué a una conclusión.
—Ajá.
—Su familia aún la está buscando, ¿sabes?
—No es mi problema, y el tuyo tampoco.
—Recuerdo haberte pedido que no sufriera.
—No sufrió.
—Me juras que está muerta.
—Sí.
Le creí.
—¿Por qué tanto interés en una muerta?
—He estado pensando mucho en el pasado, en las personas que estuvieron en mi vida, y en las cosas que hice y dije.
—¿Y?
—¿Nunca te has preguntado si existe por ahí alguien que sabe todo sobre ti, además de mí? —cuestioné con la esperanza de que eso rompería el suelo antes de prepararlo para sembrar.
—No.
—Pero y si... ¿Y si alguien te vio? ¿Y si alguien vio algo de lo que tú...? Y no estoy hablando de Susan solamente, sino de cualquiera que hayas matado en general, puede ser...
—Yo nunca me equivoco —me interrumpió.
—Mi amor, pero...
—Sólo tú sabes todo sobre mí, todo el tiempo. Nadie más está invitado en nuestro mundo.
—¿Ni siquiera Ciro?
—Ciro no es como yo. Nadie, jamás, será como yo —dijo, convencido de sus palabras.
Sentí que un peso de mi espalda se desvaneció.
«Gracias por ser tan honesto», quise decirle. La verdad, parte de nuestro éxito en nuestro matrimonio se debe a su generoso lenguaje y directas palabras.
Pero entonces..., me sorprendió que de un momento a otro me preguntara:
—¿Tu inyección anticonceptiva no es esta semana?
—Sí, ya pasaron los tres meses —respondí.
James estaba más pendiente de mi ciclo y fechas que yo.
—Bien. Te acompaño —dijo haciendo girar su alianza de matrimonio otra vez.
—Siempre he ido sola. ¿Por qué quieres acompañarme esta vez? —No quise sonar como una interrogativa, pero no pude evitarlo.
—Sólo quiero ir.
No le creí.
♡♡♡
Mi esposo me estaba mirando de una manera extraña esta mañana mientras me duchaba. A cada momento nuestras miradas coincidían, yo le sonreía, y él ponía esa cara de serio empresario que me parecía atractiva.
Le lancé un beso, y él medio me sonrió. Pasé mis manos provocativas por mis senos, jugué con mis pezones e hice mi mejor intento de sonrisa coqueta para invitarlo a entrar.
No se movió.
Siguió mirándome con esa compostura de hombre fuerte y preparado para la batalla. Además, que tuviera los brazos cruzados sobre su pecho no ayudó a mi coordinación.
«Quizá necesita un empujón», pensé.
Abrí la puerta de cristal de la cabina, me aclaré la garganta, y mi sonrisa perdió un poco de confianza, pero no me acobarde.
—¿No quieres venir? El agua está perfecta.
Se acercó a mí con los brazos aún cruzados sobre su pecho, manteniendo el contacto visual conmigo, y...
—Hora de salir —dijo con su habitual tono frío.
Ni siquiera me rozó para cerrar las llaves de la regadera. Mi coraza sufrió una grieta. Bajé los ojos, él acercó una toalla para mi cuerpo desnudo y mojado, y envolvió mi piel aún caliente por su escrutinio.
—Hora de vestirse.
Con el ceño fruncido, confundido, fui a nuestro ropero y saqué un conjunto negro de encaje que me puse casi con apuro. No me voltee o comprobé que él estuviera ahí de pie en el umbral, porque sentí su mirada penetrante en la espalda incendiando mis músculos internos.
«Maldito, James, y su indiferencia»
Distraje mi mente poniéndome la crema corporal, arreglé mi pelo y me vestí de blanco. Decidí no maquillarme; total, ni falta me hacía.
Me miré en el espejo de cuerpo entero, también vi a James reflejado y a su cara de cínico empedernido. Por un momento creí que se mantendría callado, hasta que...
—¿Por qué te pones un vestido cuya tela se estira?
—¿Cómo? —Giré el rostro en su dirección.
—Ese vestido se estira.
—Sí, tontín, eso pasa cuando usas tela stretch —dije con obviedad.
El escrutinio de mi marido me estaba colmando la paciencia, y el que mirara específicamente mi vientre me ponía nerviosa.
—¿Por qué usas ese vestido en particular?
—¿Qué tiene de malo? —espeté, empezando a encabronarme—. Es sólo un puto vestido, James.
—Entonces, quítatelo. Ponte otro.
—No voy a cambiar mi vestido sólo porque a ti no te gusta que lleve éste.
Me ignoró. Vió otra tela colgando de un gancho y la sacó.
—Ponte éste. Es mi favorito.
Inspeccioné el vestido que sostenía: era de un bonito color morado, largo hasta cubrir tus rodillas, de escote cuadrado y sin mangas. El detalle: estrecho. A James le gustaba porque resaltaba mis curvas y ceñía mis caderas. Yo lo odiaba porque al caminar, mis rodillas se rozaban una con la otra y me lastimaba los muslos internos. Era un calvario llevar ese vestido puesto; sólo lo usé una vez en una fiesta de beneficencia, y jamás volví a tocarlo.
—No —dije.Me solté el pelo. Cuando se secara me haría una coleta de caballo.
Intenté irme, pero James me detuvo poniéndose en frente, obstruyendo mi camino.
—Muévete —ordené, cosa que a James le pareció divertida.
—Ponte éste.
—No.
—De esta casa no sales si no te pones este vestido.
—No voy a ponerme ese maldito vestido. Además, es muy elegante para ir a la oficina.
—¿Por qué no quieres obedecerme?
—Porque no soy una cachorrita faldera, James —casi grité.
—¿Es muy pequeño para ti? ¿Ya no te queda?
—Yo qué mierda sé, James. Hace ocho años que no me lo pongo.
—Quiero ver si ya no te queda. Póntelo —me ordenó.
—No. ¿Por qué te estás comportando de este modo? ¿Qué carajos te sucede?
—No me hables en ese tono.
—Y tú no me hables como si fuera una...
—Aumentaste una talla —comentó como si nada.
—¿Y? —espeté indignada—. ¿Ahora eso es un crimen? ¿Resulta que si soy una esposa modelo, querido? —pregunté con ironía.
Me puso los ojos en blanco.
—Jamás había pasado. Pero esta última semana...
—¿Qué pasó esta última semana? —lo interrumpí.
—El lunes vomitaste.
—¿Y? ¿Qué con...? —callé mi irritación y olvidé mi enfado, y lo entendí todo—. Crees que estoy embarazada.
—Sí.
—James...
Por instinto, me llevé la mano al vientre y lo palpé con temor.
«Oh, Dios»
—No, eso sería imposible —dije en voz alta, con la intención de convencerlo a él y a mí misma de las estadísticas lógicas—, yo... La inyección entraba en el tercer mes, no hemos olvidado la fecha.
—¿Sigues teniendo tu período?
—Sí, pero... —me callé presintiendo lo peor—... Bueno, una vez leí que es normal sangrar si estás embarazada.
«Ay, carajo»
—Te llevaré al médico. Hoy no iremos a trabajar. —Supuse que lo dijo a modo de despedida porque, después de decir eso, se fue por donde vino.
Me dejó sola, helada, triste y abandonada.
Con un dolor en el pecho que intuí como un corazón roto, salí de la habitación y me senté en la cama sintiéndome más pálida que un anémico o un enfermo. Mi corazón latió cuando lo vio salir del baño recién duchado y con una toalla envolviendo su cintura; pero no fueron saltos alegres de una enamorada, sino golpes violentos en mi tórax que comprimieron mi garganta y apretaron mi tráquea.
Me ardieron los ojos, y sentí que mis globos oculares estaban rojos como la sangre que bullía sin piedad por mi pecho hasta mis mejillas. Me toqué el vientre de nuevo, y me sentí tan jodidamente mal y desesperada que rompí en un sollozo impenetrable para el oído humano.
Lloré en silencio, cubriendo mi boca abierta con mis manos, cerrando los ojos, y deseando que al llegar al hospital la prueba que me hicieran saliera negativa. Sabía que en un matrimonio como el que tenía con James sería imposible la estabilidad para criar a un bebé; ingenuamente pensé que le alegraría la idea efímera de ser padre, pero...
Sentí sus pasos acercarse a los pies de la cama, y sus zapatos bien pulidos aparecieron en mi punto de visión. Me sequé las lágrimas y lo enfrenté. Me importó un bledo si me veía patética o con la cara hinchada por el llanto, porque tenía que ver la expresión en sus ojos cuando me hablara o siquiera se dignara a dirigirme la palabra los próximos cinco segundos.
Se arrodilló delante de mí, tomó mis manos con delicadeza, y me miró con amor y ternura mientras se llevaba mis frágiles dorsos a los labios. Me besó. Sus ojos no abandonaron los míos, y me sentí fuerte nuevamente.
—Perdón —musitó.
—Está bien... Yo...
—No quiero hijos.
Oírlo decir con convicción que no quiere hijos me resquebrajó. Ya lo sabía, siempre lo intuí y, por alguna razón, jamás habíamos tenido esta conversación.
—Nos casamos muy rápido. —No pude evitar decir.
—Te ate a mí muy rápido, querrás decir.
—Sí, bueno, igual elegí estar contigo como tu novia y esposa después de que me hicieras esa encerrona.
Hice que sonriera, al menos por un tiempo.
—¿Me amas? —me preguntó con la vista en mis manos; lució tan vulnerable que achicó mi corazón—. Entenderé si ya no.
—Te amo ahora.
—¿Y me amarás mañana?
Asentí, feliz.
—Toda mi vida. Toda tu vida —dije, recordando nuestros votos matrimoniales.
—Que se jodan todos, porque tú y yo estamos en una misma habitación —continuó.
—Que se jodan los perros que están ladrando, porque nosotros somos los lobos que se quedan callados.
—Haré lo que quieras, siempre que quieras, pero no soy tu esclavo y nunca tu sirviente. Soy tu marido y, por lo tanto, me comportaré como tal.
—¿O sea...? —lo invité a seguir con una sonrisa maliciosa.
—Te protegeré con mi vida, te amaré con mi alma, te sentiré con las mismas manos que no esperarías que le hicieran daño a otro ser humano. Ahora que eres mi mujer mis prioridades han cambiado, Laurie, tú eres mi tesoro, mi pedacito de cielo. Te amo más que a mí mismo; no creí que eso fuera posible, pero tú, nena, eres un milagro. Eres mi maldito milagro.
—Te amo.
—Y a nadie más que a mí, señorita.
NOTA: Dios, esa Laurie también tiene sus secretos escondidos debajo del colchón.
Pobre: ¿bebé a bordo o no bebé a bordo?
Nos vemos uno de estos días.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro