Capítulo 12
LAURIE
En el aeropuerto, tomada de la mano de mi esposo, esperamos con paciencia a Ciro, a mi niño, mientras, veíamos a otros pasajeros del mismo vuelo que el suyo, caminando hacia sus familiares o seres queridos.
Como siempre, mi estómago estaba lleno de zopilotes violentos por los nervios. Me puse ansiosa. Y, como siempre, James estuvo ahí para cuidarme. Posó su mano grande y caliente en mi espalda, y me acarició con su pulgar.
—Oh, debí comprar algo más que sólo sus galletas de animalitos —dije, para romper el hielo. Ninguno de los dos había vuelto a abrir la boca desde nuestra pelea en el auto; bueno, mejor dicho: mi mini revelación sobre James en el auto.
«¿Será posible que entre broma y broma, la verdad se asoma?»
¿Y si todas las cosas que me dijo, cuando creía que me estaba tomando el pelo, al final resultaron ser ciertas? Eso explicaría muchas cosas. Pero, ¿por qué me estaba enterando de esto ahora? ¿Quién me estaba enviando esas cartas? Es obvio que quería que me enterara de las indiscreciones e imprudencias de mi marido, pero... ¿por qué ahora? ¿Qué ganaba ese desconocido con ello?
Lo peor era que teníamos demasiados enemigos, no podía simplemente señalar a un solo culpable y decírselo a James. Tenía que estar segura de quién era la persona que nos estaba acosando. Pero, ¿cómo?
Mi amado esposo me sacó de mi meditación:
—Él no es el mismo chico que conociste.
Pausé mi concentración, y le respondí como si nada pasara:
—Aun así, debí decorar con globos la sala, u ordenar su pizza favorita del lugar que le gusta, comprarle algo...
—¿Cómo qué? —me interrumpió.
—Un videojuego, tal vez.
—Creo que ya no le gustan las carreras de autos. Ahora prefiere las de perros.
—Oh..., se volvió raro —bromeé con él, esperando que no se lo tomara a mal.
—Como yo.
Bueno, sí se lo tomó a mal.
—Oye... —empecé a decir, pero él volvió a interrumpirme.
—No quiero una disculpa, mujer. Sé que no lo dijiste en serio. Además, te he hecho cosas peores y tú siempre me perdonas; no deberías perdonar mis idioteces y tú lo sigues haciendo sin cesar, ya parece costumbre.
—¿Estás aburrido? —le pregunté.
—No, jamás de ti.
—Entonces, ¿qué es? ¿Es por el sexo?
Me miró con severidad cuando terminé de formular la pregunta.
—No vuelvas a insinuar esa mierda, Laurie. Siempre desearé cogerte —aseguró con rudeza; pese al peligro de sus ojos, me sentí aliviada.
Asentí.
—A veces, me pregunto: ¿por qué sigues conmigo cuando nuestro matrimonio se asemeja a un campo de batalla?
—Así es nuestro amor.
—Sabes que no debería ser de esta manera. Yo no debería ser como soy, ni siquiera debería estar con alguien. Jamás te he amado como te mereces.
—Y según tú, ¿qué es lo que merezco?
—Algo tipo: La Bella y la Bestia.
No debí sonreír, porque estábamos hablando seriamente, pero no pude evitar que una pequeña sonrisa se dibujara en mis labios.
—¿Te divierte mi comparación?
—Un poquito.
—¿Por qué?
—A ver, ¿por qué será? —pregunté con ironía—. Primero: el asunto del Síndrome de Estocolmo; porque no puede faltar, obvio. Segundo: la biblioteca privada. Tercero: la Bestia tiene un temperamento torrencial que casi acaba con la vida de Bella. Cuarto...
—Está bien, ya entendí —zanjó mi enumeración.
—¿Entendiste mi punto? —envolví mis brazos alrededor de su cuello.
—Mmm... Puede.
—Eres mi esposo, esposo —le sonreí—. Te amo, porque te conozco, y sé que no eres malo. Estás un poco chiflado, pero eso no es noticia. Tienes la capacidad de hacerme tanto bien como mal, pero eso ya no me asusta. Te amo. Amo el paquete completo.
—No sirvo para amar bonito.
—Ni yo. Soy impulsiva, rara y desesperante. Y tú eres beligerante, irracional, y estás demasiado trastornado para el gusto humano.
—Qué alivio —dijo con ironía.
—Mi punto es que yo siempre he sabido cómo eres. No podría separarme de ti o alejarme permanentemente de este matrimonio por esa razón. No tendría lógica. ¿Me crees?
—Sí —dijo, pero no me quedé satisfecha.
Una de mis manos descendió y se puso encima de sus resistentes pectorales. Sentir el latido de mi esposo no tenía comparación; era el sonido más bonito que había escuchado. Y era mío. No era posesiva con él, ya no. Admito que hubo un tiempo en el que estaba constantemente dubitativa sobre nosotros, pero ahora había madurado y entendido que James nunca me traicionaría. Simplemente supe que no era algo que estaba en su sistema: engañarme; al menos, no de una manera sexual, porque sí me ocultaba cosas y tenía planes de los que no sabía, pero jamás había besado a otra o me engañaba con alguna de sus admiradoras.
Mi James me era leal.
—Te amo —dije.
Puse mi cabeza en su pecho, y escuché los latidos acelerados de su corazón. Sonreí.
—Me gusta el latido de tu corazón —musité, pero él me oyó.
—No te robes mis mejores frases, mujercita.
Me reí, impresionada.
—¿Cómo es que aún recuerdas todo lo que me dijiste en el pasado?
—Perdón por seguir enamorado de ti —me siguió el juego.
Fui más valiente: alcé los ojos hacia él y lo miré, echando la cabeza hacia atrás por lo alto que era mi gigantón malhumorado y atractivo. James acunó mis mejillas con ternura, y sus oscuros ojos sintieron mi alma.
—Lamento mucho lo que hice —dijo, y fue sincero.
—Yo también.
—Sé que siempre soy una persona difícil... —empezó a decir, pero se corrigió—: Por favor, no olvides lo mucho que te amo, que eres la canción que escucho en mi cabeza cuando despierto, que eres la razón por la que no dejo de hacer ejercicio cada mañana, que observarte se ha convertido en una obsesión más que en una necesidad, que por ti he conocido un nuevo tipo de locura, y que eres la mujercita más sexy, valiente e inteligente que he conocido. Te convertiste en mi persona favorita en tres horas, admitimos que nos amamos en tres meses, y decidí pedirte matrimonio tres minutos después de que me dijeras que amabas incluso mis cambios de humor.
—Ay, me vas a hacer llorar —sonreí con lágrimas nacientes en mis ojos.
Iba a llorar, me conocía. Iba a desatarse la inundación aquí en el aeropuerto, y él estaba dispuesto a sacarme cada gota; por lo visto, sólo me hizo falta que pronunciara su eterna promesa en el altar:
—Estoy enamorado de ti, Laurie. Moriré feliz, porque he vivido todos los días de mi vida desde que te conocí, perdido en tu mirada peligrosa y curvas de modelo.
Derramé lágrima tras lágrima hasta quedarme seca, riendo y luciendo como una loca mientras él me besaba, y yo lo abrazaba, y todos los ajenos y no dignos de entender nuestro amor se nos quedaban viendo como si fuéramos unos puercos exhibicionistas.
Me valió que alguien nos grabara, nos hiciera alguna burla o tomara fotos de nosotros demostrando el amor que sentíamos. Siempre me olvidaba del mundo cuando James ponía sus manos sobre mí. No podía esperar más, quería sentirlo, que me llenara, que fuera el hombre que siempre había sido desde el día que lo conocí aquella noche en su club nocturno.
El aclaramiento de una garganta, probablemente la de un oficial, rompió la intensidad de nuestro beso.
«Oh, no, sabía que nos iban a llamar la atención»
Ambos miramos en dirección al sonido y, descubrimos a un chico alto —no tanto como James—, guapo, rubio, luciendo un peinado con estilo juvenil hacia atrás, era delgado y de complexión fuerte. Nos estaba mirando con una expresión de asco en el rostro, como si hubiera cachado a sus padres dándose cariño. Tenía los ojos azules más suaves que había visto en mi vida.
—Carajo, tío, ¿cómo le haces para que tu esposa siga clamando tu pene? —bromeó con una sonrisa torcida... que me recordó demasiado a James.
Los ojos azules del chico se posaron en mi persona.
—Hola, mamá. Aún luces como una niña.
En ese momento, supe quién era este chico de dieciocho años.
—¡Ciro! —Mis brazos se extendieron por instinto y corrí a abrazarlo.
Mi lindo hijo aceptó mi amor de madre. Me sorprendió internamente el estirón y delgada figura, que ahora tenía el niño que conocí hace diez años como el Winnie-the-Pooh gordito y tímido. En algo James tenía razón, ya no era el Ciro que conocí. Físicamente hablando, estaba completamente cambiado. ¿Su interior dulce y bondadoso cambió también? Sólo el tiempo nos lo dirá.
Nos separamos y observé con más detenimiento su rostro.
—Oye, ¿esa es una perforación?
—Sí, y también tengo un par de tatuajes, ¿quieres verlos?
Demoré en responder un fingido entusiasmo: «¡Sí!». Lo que en realidad estaba pensando era en hacerle una cirugía con láser para que le quitaran lo que sea que se hubiera grabado en la piel. No me gustaba nada la idea de que mi hijo tuviera unos cuantos tatuajes encima.
«Sí, ya sé, muy hipócrita de mi parte»
—Mira —dijo. Me enseñó un pulpo que partía de su hombro y terminaba en su antebrazo. Era rojo y espectacular, no lo iba a negar—. Tenía dieciséis cuando me lo hice. Fue el primero. Después está éste. —El próximo que me mostró estaba en su otro brazo, en el radius, era una calavera bien hecha de tinta negra que lucía como una medusa—. Ese me lo hice a los diecisiete. Está cool, ¿verdad?
Fingí que sí.
—Es mi favorito —mentí.
James se rió con disimulo detrás de mí. Él me conocía demasiado bien, como para saber cuándo estaba llevando la máscara de «no crear discordias». Y yo odié que no me pusiera sobre aviso de cómo lucía ahora mi pequeño. Adelgazó y se puso altísimo, ¿qué le hicieron en ese internado? ¿Y si ya no le gustaban las galletas de animalitos? Bueno, tendría que averiguarlo.
—Oye, mira lo que compré para ti —dije, ahora sí, sonriendo de verdad—. Tus galletas favoritas.
—Gracias, mamá.
Okey... No me rechazó, y sí las tomó, tampoco dijo algo adolescente como: «Ya no soy un niño, mamá». ¡Bravo!, tal vez mi Winnie-the-Pooh seguía dentro de él.
—Te va a encantar el espacio de tu nueva habitación. No la decoré porque quise que tú mismo lo hicieras —le comenté de camino al auto.
—Gracias, mamá.
James se mantuvo en silencio durante todo el trayecto. Condujo con la vista al frente y estuvo callado. Noté la tensión entre él y Ciro, pero preferí no hacer preguntas.
No se saludaron o hicieron el mínimo intento de un abrazo cordial; me di cuenta.
Llegamos a casa, Ciro reconoció el lugar, pero notó algunos cambios que le hice al penthouse con el pasar de los años. Fue a su habitación equipada con lo necesario, y nosotros lo seguimos atrás. Dejé las paredes pintadas de gris, y el techo era de un blanco perfecto.
—Es perfecto —dijo, y me dio las gracias.
—Mañana podemos salir a comprar lo que necesites.
—No, me gusta así. —Puso su mochila negra sobre la cama—. Gracias.
—¿Pondrás algunos pósters o algo por el estilo? —bromeé con él.
Se encogió de hombros.
—Ya veré.
—¿Y el resto de tus cosas? Porque yo sé que los hombres ponen toda su vida dentro de una billetera, pero creo que todos necesitamos de una maleta de vez en cuando.
—Vendrán después —se limitó a decir.
Me mordí el labio inferior, y estrujé los dedos de mis manos, sintiendo la tensión en el aire y los nervios en mi barriga. Ciro ya no se veía como Ciro, pero me negaba a creer que el pequeño que conocí hace diez años, se había esfumado completamente. —Okey...
—Creo que quiero dormir —se excusó, y nos salvó el pellejo a los dos.
—¡Okey! —le sonreí—. Te dejaremos descansar. Llama si necesitas algo.
—Tocaré antes de pedirte algo.
—Bien.
Solté un suspiro que no sabía que estaba conteniendo hasta que cerré la puerta de la habitación de mi hijo, dejándolo solo.
—Eso ha ido... ¿bien?
Mi amor asintió en respuesta.
Nos dirigimos a nuestra habitación. James quería una siesta, y yo me uní a él con gusto.
—Estás muy callado.
Lo observé tumbarse con todo y corbata a la cama. Lució como si no hubiera dormido en días.
—Estoy cansado. Hoy es uno de esos días —me dijo, volviendo su cuerpo boca arriba y cubriendo sus ojos con uno de sus brazos.
No hablé más; ya conocía a la perfección sus malos días. Me puse encima de él con ambas piernas alrededor de su cintura, y deshice el nudo de su corbata en silencio. Bajé de su cuerpo y le quité sus zapatos. Cuando terminé, me pegué contra su pecho calentito.
—Cantame, mujercita —me pidió con una voz ronca por el sueño.
No era mala cantando; me defendía. Me resultaba más sencillo cantar en Latín que en Inglés o en Español. Además, sólo me hacía falta aprender un idioma más, para ser políglota.
Le canté su canción favorita en Latín:
Dori me
Interimo, adapare
Dori me
Ameno, Ameno
Latire
Latiremo
Dori me
Ameno
Omenare imperavi ameno
Dimere, dimere matiro
Matiremo
Ameno
Mi amado esposo se quedó dormido.
Sonreí.
Aunque, después de su reafirmación de votos en el aeropuerto, lo último que me apetecía era acostarme de cucharita junto a mi marido; sin embargo, fue lo que hice. Quería tenerlo y sentirlo, dentro y profundo en mi interior, pero de un modo menos lascivo y sólo cariñoso.
Obvio, eso no significaba que no deseara insertarme su verga en la vagina y conseguir mi propio placer a base de cabalgadas.
Junté los muslos y me contuve. James necesitaba mimos y apapachos, no sexo duro y salvaje, y eso fue lo que le di.
Me dormí viéndolo a la cara, y soñé con el vacío helado de sus ojos negros.
CIRO
No conocí a mi madre biológica: Alicia. Las hermanas de la misericordia fueron las que me criaron la mayor parte de mi niñez. No culpo a James por dejarme tirado en un internado cuando era un bebé; tuve suerte de que lo hiciera. Él no hubiese sabido qué hacer conmigo aunque lo intentara; algunas personas no nacen para ser padres o tutores. Mi tío no tenía el instinto o las capacidades sentimentales para brindarle a un niño necesitado lo que más le urgía conseguir de la vida: amor. Es más, algunas veces me preguntaba si de verdad lo sentía.
Jamás me dijo que me quería.
Laurie, sí. Laurie lo decía a menudo, de hecho.
Cuando cumplí ocho años, James me llevó a vivir con él y su novia.
«No vamos a ser sólo tú y yo —me dijo— hay alguien especial a quien quiero presentarte».
Yo sabía, a esa edad, que James no era de los que advertían, a menos que pasara una de dos cosas en su mundo: amenaza o aliada. Y me dio gusto saber que Laurie fue una aliada permanente en su vida.
Laurie fue una madre estupenda, cuidó de mí aunque no fuera su obligación, o su responsabilidad.
Y era mía, mi mamá, mi protectora y mi heroína. Siempre se preocupó por mí, incluso cuando era un problema tamaño mamut que nadie quiso proteger porque creían que era mejor que empezara a darme de golpes con la vida desde niño.
Pero ella no pensó igual que mi tío, no compartía sus métodos de enseñanza. Lo amaba y respetaba, pero cuando se trataba de mí... siempre enseñó los colmillos.
Laurie me amó en cuanto me vio, y yo a ella. Me dejó perplejo: su silueta, su rostro angelical, su sonrisa hermosa, sus ojos bellos e inteligentes. Entendí por qué mi tío quedó fascinado con Laurie Rose Wilson, y por qué haría lo que fuera por ella sin pestañear.
Cuando se trataba de Laurie, él olvidaba su moral y ética. No había nada que no hiciera por ella. La fina línea que lo diferenciaba de los monstruos que veía tras las rejas en documentales o revistas, no le llegaban ni a las suelas de los zapatos a mi tío. Esos hombres y mujeres eran asesinos; James era un psicópata.
Entendía la diferencia. Sabía quién era James Brown. A Laurie no le asustaba él porque mi bella madre tenía su propia oscuridad.
Como yo tenía la mía.
La pulsera en mi muñeca no era sólo un accesorio caro, sino un arma que mantenía oculta para mi protección.
Saqué la navaja bebé de su escondite, y contemplé la sangre seca en la hoja afilada de metal.
Si mi madre supiera lo que hice...
Recordé el corte que le hice a mi víctima como si lo estuviera haciendo en el momento. Fue una herida pequeña, pero había tanta sangre que el agua a mis pies de la lluvia se tiñó de rojo, y a mí los ojos casi se me salieron de las órbitas al ver la sangre que salía sin compasión del corte que provoqué.
James hubiese estado decepcionado de mí. No saboreé a mi presa, no fue algo planeado, sino algo forzado y carente de ingenio.
Me comporté como un estúpido, sin técnica o inteligencia.
Casi vomité por el olor. Nunca me imaginé que la sangre fuera tan... asquerosa.
Y me hizo preguntarme: ¿Cómo lo hacía James? ¿Cómo conseguía permanecer como un témpano de hielo?
Yo no me parecía en nada a mi tío. No era un monstruo sin escrúpulos o amor.
Yo era... yo.
Pero en esta familia, un Brown era sinónimo de resistencia, no de cobardía, y menos de culpa.
Creo que el no sentir era un beneficio que mi tío disfrutaba demasiado. Quizá su falta de apego era su ventaja contra un mundo de porquería.
Sin embargo, sí sentía una rara obsesión por Laurie... Era muy extraña la manera en cómo su matrimonio seguía a flote después de tantos años. Por muy enfermizo que se oyera, la oscuridad de su amor me daba esperanza.
«Si él podía disfrutar de una vida normal, ¿por qué yo no?»
La puerta se abrió sin previo aviso en ese momento. Me apresuré a guardar la navaja, y a ponerme la pulsera como si nada malo pasara. Levanté los ojos de mi muñeca, y vi a mi tío cerrar la puerta.
—James... —dije, alargando su nombre con una sonrisa cínica en los labios—... ¿A qué debo el honor de que al fin me veas con esos ojos acusadores?
—No me gusta el sarcasmo, sobrino.
Fingí sentirme herido mientras mi sonrisa divertida se ensanchaba.
James cruzó sus brazos por encima de su pecho, y se posicionó con una cara seria a los pies de la cama, frente a mí.
—Sí, pasa, adelante, ponte cómodo, queridísimo tío.
—Basta —me advirtió.
Me reí.
—¿Ves una sonrisa en mi rostro?
—Voy a tomar esa pregunta como una retórica.
—Ciro, me estoy encabronando como no tienes ni puta idea, así que mejor callate si no quieres que tu cabeza termine estampada contra la pared —dijo con voz atronadora, a lo que dejé de reírme—. ¿Tienes la mínima idea de lo que me costó no golpearte en cuanto te vi?
No respondí.
—Eres el niño más estúpido que he conocido en mi vida. Avergonzaste mi apellido, y tiraste por la borda los años de esfuerzo que empleé en ti, en tu educación, ¡en todo, carajo! —gritó; las venas de su cuello estuvieron a nada de reventar.
Aparté los ojos de los suyos, y tragué la molestia en mi garganta que comenzó a arder mis ojos.
—Me has decepcionado, Ciro.
«Sí, James, eso hago con todos: los decepciono»
Pero al monstruo no le importaron mis iris rojas por el llanto que trataba de contener, continuó lastimándome sin tocarme ni un pelo, porque a veces las palabras dolían más que los golpes o las autolesiones, y eso nadie lo sabía mejor que James.
LAURIE
Cuando desperté miré el despertador en la mesita de noche: apenas habían transcurrido tres horas. Me tumbé boca arriba y descubrí que James no estaba a mi lado.
Salí en su búsqueda, pero antes quise ver a mi niño. Quizá estaba despierto y tenía hambre.
Cuando me acerqué a la puerta de su habitación, escuché la voz de mi esposo y la de Ciro manteniendo una conversación bastante interesante. Pegué la oreja a la puerta como toda una madre metiche, y esperé.
—A partir de hoy, quiero cero contacto con tus amigos de Alemania —le exigió mi grandulón a nuestro hijo.
—James, yo no hice nada, carajo. ¿Cuántas veces lo tengo que repetir? Momento y lugar equivocado, la puta de Astrid me tendió una trampa. Está de patética porque la engañé con Karla.
—¿Y las drogas?
—Yo no inhalé, James —se defendió—. Fumé un poco de hierba, pero no me inyecté nada. ¿Por qué vergas no me crees?
—Cuida tu lenguaje —le advirtió.
—Ah, ¿mi tío loco de oro puede decir groserías, pero yo no?
—Detén el puto sarcasmo ahora —volvió a advertirle.
Di toquecitos a la puerta, y los gritos cesaron.
—Chicos, ¿está todo bien? —pregunté, pero no me atreví a entrar.
Pasó un momento de silencio, y mi amor respondió por los dos:
—Sí, bonita. Todo bien.
Su «bonita» se escuchó forzado.
Sentí una punzada de dolor en el pecho, pero no pude entrar y decir algo porque, en el peor momento, Virginia se anunció con su melodiosa voz cuando entró por la puerta principal del penthouse.
—¿Mi niña? —me llamó.
—¡Voy!
Me separé, dubitativa de la puerta, y me dirigí a la cocina en donde Virginia me esperaba con noticias sobre lo que discutí con James acerca de Nila.
Preparó la cena en silencio, mientras le contaba lo que James y yo hablamos, y cuando llegué a la parte de la historia en donde mi esposo le ofrecía un trabajo en el edificio «Adriel» con beneficios, se negó rotundamente. Me quedó claro que Virginia quería vigilar a su nieta, y cuando le pregunté por qué, ella sólo me dijo que quería pasar más tiempo con ella.
«Okey...», pensé. Esto se estaba poniendo cada vez más extraño. ¿Si mi abuelita consentida tenía problemas, por qué no decírmelo? Y con lo que escuché y ahora sabía de Ciro, estaba más perdida que nunca.
Tomé nota mental de tener una seria conversación entre madre e hijo con mi pequeño.
«¿Por eso se vino a vivir con nosotros? ¿Está en problemas? ¿Está consumiendo drogas?», fueron algunas de las preguntas que me consumieron en silencio mientras Virginia terminaba de preparar la cena.
Yo no era prejuiciosa, pero... ¿los tatuajes?, ¿la perforación?, ¿esa ropa negra? Todo apuntaba a que sí, pero no quise creerlo. Tenía que ser como él le había dicho a James: una trampa.
Y hablando de él...
—¡Hola! —lo saludé cuando entró. Me dedicó una sonrisa semi forzada, y agregué con sumo entusiasmo—: ¿Descansaste? ¿Quieres cenar pollo o bistec?
—Bistec, por favor. —Se sentó a mi lado.
—¿Ya saludaste a Virginia? ¿Te acuerdas de ella?
—Hola, Ginny —la saludó sin ánimos.
Virginia, en cambio, mostró una sonrisa genuina y contagiosa.
—Hola, joven Ciro. ¡Oh, a Nila le va a dar mucho gusto saber que estás aquí! ¿Te acuerdas de ella?
Pensó por unos segundos, pero al final negó con la cabeza.
—No —mintió.
—¿En serio? —le extrañó su respuesta—. Tenían nueve años cuando se conocieron, y te fuiste a los quince a Alemania. ¿No te acuerdas de mi dulce nietecita?
—Lo lamento, Ginny. Recordar rostros no es lo mío —volvió a mentir.
«Okey...»
Tomé (otra) nota mental: hablar con Ciro sobre Nila.
Según yo, estos dos eran los mejores amigos del mundo. ¿Ciro me mintió cuando dijo que seguían en contacto desde Alemania? Mi hijo me... ¿mintió?
James hizo acto de presencia en la sala, hablando por teléfono; no se escuchaba muy contento. Soltó un par de palabrotas que escandalizaron en silencio a Virginia.
Ni a mí o a Ciro nos hizo el menor daño.
Yo ya estaba acostumbrada y amaestrada a las groserías de mi marido; y Ciro, a su corta edad, también había oído un millón de blasfemias que rompería hasta los tímpanos de un sacerdote.
Ciro fue al baño, James colgó la llamada, y vino hacia mí con la vena furibunda que amaba punzando en su cuello. Se sentó a mi lado, y fumó su tercer cigarrillo del día.
—¿Problemas? —le pregunté.
—Fred me está jodiendo con eso de la inclusión en mi empresa.
—¿Eso qué significa?
—Que tengo que contratar a un anciano, otra mujer (de preferencia lesbiana), un homosexual, o a alguien en silla de ruedas en mi edificio, porque al parecer, soy un racista, misógino y discriminatorio como jefe.
—¿Qué pasará si no lo haces?
Exhaló el humo de su cigarro.
—Fred me joderá más de lo que ya lo hace.
—¿En cuál piso tienes que incluir a esta persona?
—En el tuyo —dijo, y me miró con una expresión... que no le había visto antes—. Será tu nuevo compañero de trabajo. Se llama Tremblay, Oliver Tremblay.
NOTA: Regrese...
Continuará... Y no olviden que en donde hay dos corazones felices, siempre habrá un tercero roto.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro