Capítulo 10
CIRO
No dormía, porque esos momentos que suponían un túnel oscuro y vacío lleno de paz, en realidad, para mí, eran la junta a llamar para todos los calvarios que ignoraba desde que era un niño, o, durante mi crecimiento... Mi enorme crecimiento.
Fui un niño muy gordito y tímido por años. Ahora ya no. Tampoco era tan optimista como antes. Pero eso estaba bien, son cosas que sueltas cuando descubres tu nueva identidad.
Tenía problemas personales que no le contaba a nadie porque no los consideraba demasiado importantes, además, no me convenía que nadie supiera (nunca) lo que pensaba. Las mejores sorpresas eran las que venían sin una advertencia al principio.
Había cosas que nadie sabía sobre mí, tenía mis pequeños secretillos que era mejor mantener en las sombras que compartirlos. Aprendí bien de mi único tío James, no es que él me enseñara como el típico profesor al alumno en un salón de clases, no, James jamás hizo eso. Pero supe memorizar lo importante de él, lo más valioso, las pequeñas cosas que sabía que me serían de utilidad cuando creciera.
Manipular, usar el atractivo como una ventaja, creer en tus propias mentiras antes de expresarlas, no reír, ni sonreír, nunca confíar en quien duerme a tu lado...
Incluso él tenía algunos secretos que no le confiaba (nunca) a Laurie, su esposa. Ella también tenía un poco de malicia en el corazón, no era hipócrita, nunca le reclamaba a James por sus negocios o sufría de ataques morales cuando la verdad estaba en sus narices. No... Ella era como nosotros: fuerte, veloz, inteligente, tenía su propia máscara infalible de la que nadie (nunca) sospechaba. Por eso James la amaba. Por eso yo la quería como a una madre.
Pero incluso a una madre, no se le puede contar todo.
Resguardaba mis palabras de cualquiera que se atreviera a intentar que olvidara mi origen. No era bueno perdonar a aquellos que se burlaban de mí, o a los que fueron malos conmigo en mi niñez.
La vulnerabilidad no fue hecha para ningún «Brown», o estabas de nuestro lado o estabas en nuestra contra.
James solía decirme —con frecuencia— que sólo los idiotas perdonan a quien les hizo daño. Por eso me agradaba él, era fuerte, tenaz, implacable, serio, un buen estafador y un excelente negociador. Era un sobreviviente.
Él sí era digno de usar el apellido «Brown».
Yo no. Yo era muy miedoso y necesitado.
Con el tiempo, me acostumbré a estar solo, y a no ser tan dependiente de los que me rodeaban. Entendí que, no porque estuviera a salvo y con un futuro por delante, debería bajar la guardia. James siempre supo que lo imperativo era joder antes de que te jodieran.
Nadie era más listo que el diablo. Y sabía que James no lo era, pero se le asemejaba demasiado. Ambos tenían la costumbre de guardar algunos ases bajo la manga.
James nació para este mundo, pero yo no. Creía que podía solo. Me decía: «Tú puedes», y fingía que sí para mantener contento a mi único tío. Además, se lo debía, James era lo más parecido a un padre que tuve por muchos años. Fue el único que se quedó conmigo cuando todos adquirieron la costumbre de abandonar al más débil de la manada.
Pero no mi tío.
Tampoco Nila.
«Nila. Nila. Nila»
Nila fue mi amiga. Bueno, fue más que eso, le confesé mis escasos secretos, sospechas e inseguridades a los nueve años. Y ella siempre estuvo ahí para mí, y yo para ella. Nos besamos dos veces; una, cuando tenía nueve años; y la otra, cuando cumplí quince años.
Me fue imposible intentar ignorar lo que sentía por esa niña. Cuando llegué a ese internado en Alemania, y creí conocer a alguien que me haría olvidar sus besos tiernos, sentí su recuerdo más persistente que nunca en mi piel. Despertaba con sobresaltos dentro de mi pecho, como si algo quisiera escapar lejos de mí, como si este cuerpo ya no fuera habitable para ese malherido corazón que sólo ella podía consolar.
No podía volver al descanso que me exigía mi cuerpo cuando abría los ojos en la noche. Algo me molestaba. Había algo dentro de mi cabeza que no me dejaba conciliar el sueño.
Me sorprendía haciéndome preguntas infantiles hasta las cuatro de la madrugada: «¿Por qué no la besé más?», «¿Por qué no la abracé más?», «¿Por qué no la toqué más?», o... «¿Por qué no disfruté más su sonrisa?».
La furia hirvió mis manos, las mismas que tantas veces tomaron las suyas, las que acariciaron sus mejillas, las que se posaron sobre sus caderas sin forma mientras ella me enseñaba a bailar. Nada sexual, nunca la toqué con una doble intención o para incomodarla. Sólo quería... estar con ella.
«Me debes un baile», quise escribirle por pura espontaneidad a las dos de la mañana, cuando llegué a Alemania.
Pero no pude.
«Sería... raro», pensé.
Nila... Nila... Nila...
Carajo... Era tan pequeña, tan bonita, tan flaquita, tan adorable, tan... tan... tan... ¡Era la maldita Nila!
Fue mi primer amor, mi única amiga, y la extrañaba.
Quise escribirle cuando desperté por primera vez desde Alemania, pero tampoco pude. No tuve las bolas de mandarle un maldito mensaje, porque temía hacerlo, porque creí que escribiría una tontería como: «Me gustas. Bueno, no, no me gustas, ¡me fascinas! Te amo. Casemonos, muñeca».
Seguramente pensaría que me había vuelto loco.
Además, no tenía derecho a mandarle un puto WhatsApp después de tres años de silencio. Ya no éramos unos niños, tampoco teníamos quince años. Ahora los dos contábamos con dieciochos años en nuestro rostro, nuestras anatomías, y en las licencias de conducir que ambos poseíamos.
Nila era diferente a la chica que yo conocí.
Pero yo también.
Me aferraba a los recuerdos, era lo que existía, y también lo que me tocó vivir por haber sido tan estúpido, tan cobarde y poco maduro sobre lo nuestro.
La quería.
Y quería tenerla.
Iba a ir trás ella.
NOTA:
Maratón 3/3
Dios, aquí está el nuevo integrante de la familia llamado Ciro. Veremos cómo se comporta el adolescente.
Ya sé, ya sé, no hubieron diálogos, pero pronto los habrá. Promesa.
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