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Capítulo 1


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Capítulo I

LAURIE

«Sin él, no sería yo.»


«Ritmo.»

¿Quién sería hoy sin la bendición de esa palabra? ¿Quién sería yo sin su aliento? ¿Sin el despertar cariñoso de sus brazos? ¿La fortaleza de sus músculos detrás de mí?

—Te necesito —gruñó entre embistes que nublaron mi pensamiento—. No me dejes.

El aliento irregular de mi boca escapó de manera estrepitosa en respuesta.

Moría de calor mientras cada acometida me impulsaba a alcanzar el orgasmo.

—Eres mi esposa, Laurie. —Sus bolas golpeaban frenéticamente mi periné mientras respiraba como un toro sobre mi nuca—. No me abandonarás —lo afirmó en un siseo dominante que reforzó su agarre a mi cuello.

Su otra mano se escabulló por debajo de mi pecho para manosear mi teta.

—Te amo —musité como tregua antes de que volviera a atacar mi trasero como un salvaje.

Una lágrima solitaria se deslizó por mi pómulo enrojecido.

Me dolía cada músculo del cuerpo: la carne de mis senos, la delicada piel de mis nalgas, mis trémulas rodillas por permanecer en posición de perrita...

«Sus manos en mi cuello, su tacto desesperado...»

Entre el placer y el dolor: él era la mezcla perfecta.

Yo recibía sus impulsos, su odio, la inquietud de sus manos, la ansiedad de su pecho cuando se agobiaba, el rencor de una pelea, sus deseos, el apego a lo que no podía controlar...

Porque él no podía controlarme.

Era yo.

Aún era esa virgen que se apenaba cuando su esposo la veía desnuda; la que se ponía nerviosa y ejecutaba torpes movimientos en las duchas; la que mojaba el encaje cuando él masturbaba su entrepierna; la que se dejaba dominar por su imponente figura; la que temía, amaba, odiaba y respetaba todo de él.

Esa mujer era yo.

Hemos vivido diez años de intensas batallas en el lecho matrimonial; dos o tres veces al día, en el trabajo o en noches como estas...

—James, por favor. —Me dolía... Sus acometidas eran tan fuertes y rápidas que mi cara se estampaba con rudeza en el colchón.

—¿Quieres que pare, mujercita?

Lo sentía tan cerca de mi cuello uterino que...

—¡No! ¡Sí! ¡Ah!... ¡No lo sé!

—¡Espera! —Una sacudida de placer corrió por mis extremidades mientras él continuaba empujándome al abismo—. Hagámoslo juntos, nena.

«¡Sí, amor mío, cuando quieras y en donde quieras!»

—¡Ahora! —ordenó en un bramido ensordecedor.

Cuando le sentí derramarse dentro de mí, me dejé ir con un grito que ahogué con la almohada, disfrutando del calor de su hombría. Y cuando se terminó la inherente sensación que viene antes del clímax, y sólo nos quedó la perpetúa conexión que sabíamos mantener fuera de la cama, cayó con gentileza sobre mi sudoroso y caliente cuerpo.

Estaba agotada.

Me abrazó apasionado. Amaba esa energía con la que siempre me envolvían sus maravillosos brazos. Era arrasadora.

Sus besos recorrieron la pegajosa piel de mi espalda, omóplatos, y los característicos lunares en mi cuello. Me reí, y él sonrió. Esos monstruos chiquitos eran lo que más le encantaban de mí. «Porque parecen marcas de vampiro», me dijo una vez.

Hizo el largo de mi pelo a un lado, y tuvo un mejor acceso a mi nuca. Reí en bajito cuando lamió el sudor de mi cuello y besó mis lunares.

«Oh... James.»

—Laurie... —musitó mi nombre.

La calidez de sus besos me alegró la noche que tuvimos que compartir —por obligación— junto a mi familia hacía apenas dos horas.

Las visitas a mi casa de la infancia eran un suplicio riesgoso y desalentador que siempre terminaban en pleito.

Mi madre y hermano odiaban a James. Mi padre lo toleraba por amor a mí, pero el resto de mi familia lo detestaba. No les caía bien mi controlador, quejumbroso y neurótico esposo. Mi tío Dexter y la abuela (que en paz descansen), eran los únicos que apoyaban nuestra relación. Ambos murieron hace dos y seis años; Dexter, en un accidente de auto; y la abuela, de una aneurisma cerebral mientras se cepillaba los dientes.

Fue una pena perder a mis cómplices. Y que el resto del legado familiar tampoco lo quisiera, no ayudaba a subir mis ánimos. Pero trataba de sobrellevarlo día sí y día también.

Me hubiera gustado parecerme a James en ese aspecto: porque a él poco le importaba la opinión que la familia tuviera sobre él. Pero sí que se ponía como don Remilgos cuando le recordaba de nuestros compromisos (obligatorios) con ellos.

A James le gustaba mandar a la mierda a la gente que no le caía bien. La única razón por la que toleraba los desplantes, educadas groserías (que al fin y al cabo sí eran insultos) de mi madre: era por mí.

Walter y Robin Wilson (mis padres), creían que James era inestable. Yo siempre lo defendía cuando alguien hablaba mal de él, cuando mi madre lo atacaba haciéndole cientos de molestas preguntas respecto a sus negocios, o acerca de las misteriosas desapariciones de sus clientes.

Le daba miedo, y no se mordía la lengua cuando se trataba de repetirmelo:

—James es un hombre guapo, sí; pero también es frío, neurótico y soberbio. No entiendo cómo pudiste casarte con él, Laurie —dijo.

Para ser honesta, yo tampoco.

Papá (a veces) opinaba igual que ella, creía que yo merecía a un hombre más carismático, o a alguien que quisiera tener hijos. Pero no los teníamos porque jamás falló la píldora anticonceptiva. Además, no nos urgía formar una familia. Y, para ser sincera, no me veía criando una pequeña copia de James en ninguna etapa de nuestras vidas.

Estiré la mano, abrí el cajón de mi mesita de noche, y saqué mi marcador negro de punta fina. Busqué su mano escondida debajo de mi seno, pero él la estrujó en señal de advertencia.

—Oye... —protesté.

—No.

—Por favor, quiero dibujar en ti —le pedí con voz de ruego.

Sabía que odiaba mis dibujos poco estéticos sobre su piel libre de imperfecciones; creo que por eso lo hacía con frecuencia. «¿Qué podía decir?» Mi lado infantil y travieso lo necesitaba.

Suspiró. De mala gana, pero cedió. Sonreí victoriosa, y él me dio una palmada en el trasero que me hizo lanzar un grito. Encogí los dedos de mis pies por el regaño, y volví a esconder la cara en la almohada.

—Cambia esa cara —advirtió.

—Me dolió, idiota —me quejé.

Lo sentí poner los ojos en blanco, y volvió a recostar su cabeza en mi espalda. Me concentré en dibujar en el dorso de su mano, mientras, la respiración de James se volvía pausada y regular. Su cuerpo estaba aplastando mis débiles extremidades, pero no me importaba sostener el peso de mi esposo. Era cautivador.

Se me cerraban los ojos, pero me negaba a dormir. No quería que nuestro sábado acabase. Además, no sabía por cuánto tiempo le iba a durar el buen humor. Con James todo era impredecible: día sí y día no.

Terminé mis pequeñas obras de arte, enorgullecida de mi trabajo, abandonando sus manos para dejar el marcador en su lugar. James despabiló y regresó mi mano a su sitio, entrelazando nuestros dedos. Me encantaba saber que perder mi contacto lo ponía en estado de alerta. Volví a sonreír.

—Oye...

—¿Mmm?

—¿Quieres un baño?

—No, estoy muy a gusto.

—Pero tengo calor —alegué.

—No voy a moverme, Laurie. Quiero quedarme dormido así: dentro de ti.

—Moriré de hipertermia, eh —bromeé con él, y me gané una embestida como recompensa.

—Chiss... A dormir, mujercita. —Ni caso me hizo la muy bestia.

Sonreí internamente. A veces me gustaba llamar a James «mi bestia».

No lo compartía todo con él; tenía mis secretos.

♡♡♡

No abrí los ojos.

No levanté la cabeza de su pecho cuando lo sorprendí llevándome en brazos al baño.

Sabía que al final me complacería.

Nos metió dentro de la tibia agua. Mi espalda quedó apoyada contra su pecho, pero no me sentí lo suficientemente cerca de él. Me moví y quedé de costado contra su cuerpo. Mi oreja escuchaba los latidos de su corazón, mientras su mano mimaba mi cabecita con suaves movimientos.

—Te amo —le susurré.

—Y siempre lo harás.

Me entró un placer en el cuerpo que sólo pude saciar cuando lo monté como una amazonas, rodeados de burbujas y aromas que enfatizaron el ambiente. Saboreamos el éxtasis. Y nos quedamos así: abrazados. Su mano ascendió por mi espalda en una caricia que encendía mi piel. Pero estaba demasiado cansada como para responderle.

Me quedé dormida.

♡♡♡

Desperté esa mañana en nuestra habitación, pero estaba sola. Olía a sexo. Me encontraba en nuestra cama, boca abajo, desnuda, con la sábana cubriendo mi trasero y piernas, oliendo a él, sintiéndome él, sonriendo por sus dulces acciones secretas de la otra noche.

Fui al armario, busqué mi bata de seda púrpura, peiné las ondas naturales de mi pelo frente al espejo y cepillé mis dientes. Salí y me dirigí a la cocina. Sabía que James se encontraba en el gimnasio a esa hora del día; por eso no me preocupé en ir a buscarlo.

El exquisito olor a waffles me recibió cuando puse un pie en la cocina abierta al comedor con isla. Me gustaba esta parte de la casa porque me parecía elegante y familiar a la vez. Nuestros pisos eran de piedra; las paredes lisas y de color crema; y contábamos con el equipamiento necesario para abastecernos y complacer cualquier apetito que sintiera mi barriga.

Era muy glotona. Desde siempre fui la chica que, si llevabas a un restaurante, y en el menú leía «pizza de cuatro quesos», la ordenaba sin culpa o remordimiento. Jamás fui una mujer que se sometiera a estrictas dietas o contase las calorías de su plato.

Me gustaba mi curvilíneo, bajito y manejable cuerpo; y ya ni hablar de mi trasero rechoncho y respingón.

Me senté en el taburete de la cocina y observé a Virginia Yang, cocinera y confidente, trabajar picando la fruta para mi desayuno.

—¡Buenos días, mi niña! —me saludó con su característica sonrisa chueca, cuando se dio la vuelta.

—¡Buenos días! —respondí feliz.

Sirvió el desayuno y le di las gracias. Degustaba el sabor de los waffles mientras ella me contaba sobre su fin de semana con su nieta. Nila se quedó a su cuidado cuando sus padres murieron en un accidente de auto. Con mi ayuda y la de James logramos que entrase a una buena universidad.

Era una buena chica, preciosa e inteligente, con un futuro por delante.

En ese momento, James apareció en la cocina con su pantalón deportivo, luciendo sus abdominales radiantes de sudor. La V permanecía firme al final del elástico, maravillando a mis ojos con una vista digna de esposa enamorada.

Mi cara se volvió rosita cuando detallé su figura esculpida en mármol. No entendía cómo un hombre de su magnitud, sentía algo verdadero por una chica como yo.

Me lo preguntaba de vez en vez cuando me venían bajones de autoestima.

—¡Buenos días! —lo saludó Virginia.

Como sucedía cada mañana, la ignoró.

Buscó sus cigarros y cerillos con la cara seria y brillando en sudor, haciendo ruido mientras abría y cerraba los gabinetes en un mini ataque de ira que divertía a mis ojos.

—¿En dónde está mi cajetilla? —se preguntó malhumorado.

Oculté mi sonrisita burlona detrás de mi espumoso frappuccino.

—En esta casa no se puede fumar. —Dirigió su mirada asesina a Virginia y espetó—: ¿Por qué no compró mis cigarrillos?

—Porque no los anotó en la lista.

—¿Qué lista? ¿De qué mierda habla?

—La lista que está en el refrigerador, señor Brown —le contestó, igual de molesta que él, pero educadamente.

A veces, el malhumor de James afectaba hasta un Santo.

—Yo anoté mis toallas femeninas, amor —tercié.

Él me miró mal, y yo le sonreí.

—¿Y desde cuándo tenemos una lista en el refrigerador? —le preguntó a Virginia con una sonrisa falsa.

—Yo se lo sugerí —intervine.

James volvió sus ojos hacia mí.

—¿Y por qué no me consultaste antes?

—Ups, lo olvidé. Tonta de mí.

Su mirada no me erizó ni un pelo. Estaba acostumbrada a que James se mostrase tal y como era: con ciertos instintos peligrosos y homicidas en las pupilas. Esos ojos pondrían de patitas en la calle a cualquiera que no lo conociera lo suficientemente bien, como para saber, cuando estaba hasta la coronilla de mis bromas.

«Te estás pasando, mujercita», juro que le oí pensar.

Tuve que reprimir una risa nerviosa.

Mi amado esposo se acercó a mí como un cazador. Sentí un cosquilleo en la entrepierna que apenas logré contener. Me aguanté las ganas de abalanzarme sobre él y llenarle el cuerpo de besos.

Seguía mirándome, pero no le hice caso.

Se posó a mis espaldas. Actué con indiferencia: permanecí inamovible en mi taburete. Su mano me tomó por sorpresa cuando se prendió de una de mis tetas. «Maldito James.» La amansó por encima de la bata, dejando en evidencia la excitación de mis pezones.

«No vuelvo a usar seda en mi vida.»

—Mmm... Qué bonita —musitó en mi pómulo rosita, antes de darme un besito.

Era difícil comportarse cuando tus hormonas se mantenían centradas en las manos de tu hombre. Deslizó los dedos por mi pecho hasta colocarlas en mi cuello. Sus dedos me apretaron levemente.

No pude contenerlo más, me arrebató un silencioso jadeo.

Odiaba cuando hacía ese tipo de cosas, con Virginia tan cerca. Pero estaba demasiado ocupada preparando el café de James como para prestarnos atención.

Mi esposo se inclinó, y sus labios rozaron mi oreja.

—¿No vas a detenerme? —susurró.

—¿Por qué debería?

Su aliento me erizó la piel:

—Quizá Virginia no apruebe que ensuciemos delante de ella la isleta, mujercita.

«La madre que lo...»

Volví a respirar cuando me soltó. Fui discreta con las bocanadas de aire, no quería que mi esposo me sonriera con ese pliegue orgulloso que caracterizaba su sonrisa.

—Siéntese, señor Brown. Ya está listo su café —lo interrumpió Virginia.

A diferencia de mí, James no desayunaba huevos, waffles o pan francés. No acompañaba el placer de su adorada cafeína con harina o proteínas.

Ningún alimento era suficiente para él.

Rara vez lo veía comer.

Su desayuno se limitaba a tomar su café mientras fumaba un cigarrillo matutino. ¡Ah! Y siempre con sus ojos en mí. Formaba parte de nuestra rutina. Bueno, de su rutina.

Qué alguien le jodiera sus planes era algo que él detestaba.

Como esa mañana...

Tomó mi plato y su taza, y se dirigió con ellos al lavabo.

—James... —le advertí cuando adiviné sus intenciones.

Sin culpa que sentir, tiró su contenido a la tarja y abrió la llave para que corriera el agua.

Éste era mi esposo siendo mi esposo, en todo su esplendor.

—¡¿Qué hizo?! —se exaltó Virginia con los ojos fuera de sus órbitas.

Nunca supe por qué le sorprendía que James hiciera lo que quisiera cuando le complacía.

Así era él.

—¡¿Está consciente de que eso pudo haber alimentado a un ejército?!

—Virginia, no me estés jodiendo —La mandó a callar con una mirada amedrentadora.

Entonces me miró, y le cambió la expresión. Vino hacia mí, tomó mi muñeca y me levantó. Nos guió a nuestra habitación. Cerró la puerta, y me aprisionó contra ésta. Sus cálidos brazos me envolvieron mientras me besaba apretando mi cuerpo, pegando la pelvis a la mía, maniobrando mi cuerpo a su antojo.

«Calor... Amaba su calor.»

Sus besos eran recordatorios que calentaban mi autoestima: Me perteneces. Te deseo. Te amo.

Por mucho que su rabia me irritara hasta el punto de descomponer mis ciclos, yo era suya.

«¡Lo juro, se me adelanta el período de tanto coraje!»

El beso finalizó, pero no se alejó.

—Ciro vendrá.

Oír eso me enterneció el corazón. Amaba a ese niño como un hijo. Ciro era el sobrino de James, su único familiar con vida. Cuando nos casamos, nos hicimos cargo de él; pero al cumplir quince años decidió ir a un internado en Alemania. Hace un mes cumplió dieciocho años. Quisimos ir a visitarlo, pero no nos lo permitieron. ¡Y ahora iba a regresar a Nueva York! ¡Qué emoción!

Mis manos acunaron las mejillas de mi esposo y le di un besito esquimal.

—Tiraste nuestro desayuno —susurré contra sus labios.

—Lo siento. —Besó la palma de mi mano y me preguntó—: ¿Me perdonas, nena?

Suspiré.

James no era normal, eso estaba claro. Lo supe desde que lo conocí. Me gritaban la verdad sus acciones, los temblores de sus manos, sus ataques de ansiedad cuando no podía localizar mi celular, el temor en sus ojos cuando me veía dormir mientras él creía que yo no lo sabía... Tenía problemas: le costaba hablar de sus secretos. Y era un poquito... Bueno, no sabía cómo describirlo.

Para él, un granito de arena, era una bola mayúscula y en picada que iba acumulando toda la basura a la que él se enfrentaba.

James se volvía peligroso cuando se transportaba a ese estado de inconsciencia.

Ese hombre no me gustaba, pero aceptaba que fuera parte del James que yo adoraba.

Detrás de esa belleza inmaculada e imponente: sí se ocultaba algo oscuro y mortal.

—Sabes que sí, amor —le respondí con honestidad.

Me sonrió, de esa manera que sólo tenía reservada para mí, y besó la punta de mi nariz.

Ese era el James que a mí me gustaba; sabía que tenía que aprovechar su buen humor cuanto pudiese. Días así eran impredecibles. «¿Cuánto le iba a durar el buen humor?». ¿Quién sabe?

—Pero llévame a desayunar. ¡Muero de hambre! —exageré las últimas notas de la oración, pero me dio igual.

Se inclinó a rozar mi nariz con la suya, robando mi exhalación con un nuevo beso.




📝📝📝
Nota:
Capítulo editado de mis nuevos bebés: Laurie y James.

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