(10 años atrás) ¡Nos van a ver!
LAURIE
—¿Estás lista? —me preguntó.
—No, pero igual hagámoslo.
Acepté su mano cuando la extendió en mi dirección; bueno, lo que pude recibir de él, dado que James era un hombre de manos en extremo grandes y venosas. Formaba parte de su atractivo, y eso me fascinaba. Las mujeres Wilson tenemos debilidad por manos como esas.
—¿A dónde vas a llevarme? —me preguntó. Esta noche mandaba yo.
—Iremos a comer hamburguesas con queso y papas fritas con catsup, y beberemos un par de cervezas mexicanas que de seguro te encantarán.
—¿Y después?
—Después, si te portas bien, probablemente te deje dormir en mi habitación —le dije con gesto seductor.
Se vio intrigado, y se mostró juguetón.
—¿Sólo dormiremos?
—Tranquilo, nene. La noche es joven.
Vestido para la ocasión, con un traje oscuro que resaltaba su aura peligrosa, mis dedos se engancharon a los suyos mientras caminábamos en silencio a la salida de mi residencia. Bueno... No fuimos tan en silencio o con las caras largas o serias durante el camino, había una que otra sonrisita por ahí o por allá flotando entre ambos. Ignoré el hecho de que su tacto me resultó tan cautivador como cariñoso; casi me hizo trastabillar con mis propios pies. Me alegró no haberme puesto tacones.
Era la primera vez que me atrevía a tomarlo de la mano así. Parecíamos una pareja de verdad. Me sentí tan a gusto que por un momento me olvidé de adónde lo conducía por el campus.
Después de nuestra primera cita-cogida, lo invité a ésta. Había transcurrido una semana y media desde ese día en el mirador, pero en ningún momento perdimos el contacto o dejamos de vernos. Nuestros encuentros eran en hoteles de cinco estrellas, pero sólo cogíamos apenas cruzando la puerta, casi no hablábamos para saludarnos o preguntarnos por nuestro día. Platicábamos la mayor parte del tiempo cuando pedía servicio a la habitación; bueno, él preguntaba y yo respondía. Casi no sabía nada sobre él. James, en cambio, sí sabía ya varias cosas sobre mí, como el día que nací, cuáles eran mis alimentos preferidos, mi color favorito, entre otras cosas.
Mientras yo degustaba pizzas de cuatro quesos y malteadas, él me observaba en silencio con un cigarrillo a medio empezar en su boca o entre sus dedos índice y pulgar. A veces soltaba preguntas aquí y allá para conocerme mejor, a veces comía o no conmigo, a veces me sonreía —bueno, siempre me sonreía—. Y fumaba como una chimenea, pero sus excesos no me molestaban o cansaban; de hecho, me gustaban. Sus manías eran adorables.
Sus ojos perspicaces —también— me ponían nerviosa al principio: por el rabillo del ojo lo cachaba mirándome fijamente y ni se molestaba en apartar sus ojos de mí. Tiempo después, cuando comprendí que esa era su manera de disfrutar de mi compañía, me resultó más agradable su fijeza en cada movimiento que realizaba mientras estábamos juntos.
Me tomó dos días darme cuenta de que James era... un poquitín extraño. Era más raro que yo, eso seguro. Lo cual me pareció un hecho casi imposible de creer, dado que yo fui apodada la rarita en mi secundaria.
—Déjame ver si entendí bien: si me portó bien durante la cena, ¿me invitas a dormir en tu habitación?
—Ajá.
—Si sabes que igual haré lo que se me dé la gana, ¿no?
—Sí, lo sé.
—Entonces, ¿esto es una especie de experimento? ¿Me quieres dar el beneficio de la duda?
Me reí.
—No, sólo es una cita para conocernos mejor.
—Ya nos conocimos.
—Pero no como... —Me mordí la lengua. Carajo, estuve a punto de decir «pareja».
—¿Cómo qué? —James me miró con su ceja elevada.
—Como... Como... ¡Como dos personas que buscan más información del otro! —dije, y me oí tan patética que me dieron ganas de salir huyendo.
James lució confundido, pero intrigado. «Bien, al menos no se asustó.» No dijo nada, y yo agradecí su silencio. Aunque no fue eterno.
—¿Quieres conocerme un poco más?
«¡Mierda, sí!»
Quería conocerlo un poco más. Me hacía sentir rara, recibir placer de un hombre con el que a veces no entablaba una conversación normal.
Pero hoy eso iba a cambiar.
Mi plan era relajarlo con un par de chelas y hamburguesas, después lo abordaría con preguntas desde el nivel 0 al nivel 100.
—¿Eso es malo? —le pregunté.
—Depende de cuánto estés dispuesta a aguantarme.
Me crispé.
—¿Hay algo de lo que no quieres que me entere?
Su silencio fue efímero, pero tenso durante los pocos segundos que transcurrieron hasta que me respondió con un ceñudo:
—No.
♡♡♡
No sabía el por qué de su indumentaria tan elegante, comer hamburguesas en un restaurante cercano a mi universidad —que lucía como bar de moteros— no requería de una presentación tan distinguida; supuse que ése era su estilo cómodo para su día a día, y dejé de darle importancia. A mí me encantaba su porte despiadado empresarial, y si él se sentía bien de ese modo, entonces no había nada que objetar.
Ordenamos nuestras hamburguesas con queso y papas fritas mientras bebíamos nuestras cervecitas frías-frías.
—¿Cómo te fue en tu examen?
—Bien. Estoy cansada por el ensayo del que te conté hace tres días, pero ya lo terminé. Espero pasar —al menos— con nueve esa materia.
—Vas a sacar un sobresaliente.
—Sí, yo también lo espero.
—Yo no lo espero, yo lo sé.
—James, no puedes saber lo que pasará en un futuro. La vida es un juego de azar.
—Hay cosas que uno sí puede controlar, Laurie. Créeme.
En ese momento llegó nuestra comida, por lo que no pude pensar en una respuesta. Sólo tenía cabeza para morder mi hamburguesa con queso, tocino, catsup, mostaza, mayonesa, pepinillos, jamón y doble carne. Era una mega hamburguesa del tamaño de un melón, pero de poquito a poquito me la acabé toda.
Vi que James le quitaba los pepinillos a la suya, antes de darle el primer mordisco. Sus ojos no brillaron de gusto como los míos, pero sí noté que relajó el pecho mientras masticaba. Estaba disfrutando de su cena, a su manera, pero lo hacía.
—¿Está buena?
Asintió.
—¿Te diviertes?
Terminó de masticar y respondió:
—A mí manera, sí.
—No —me reí—, me refiero ahora, aquí y ahora: ¿te estás divirtiendo?
—No demasiado.
Odié la punzada de decepción en mi pecho, pero la ignoré.
—Hum... ¿Qué haces para divertirte?
—Ejercicio. —Me miró con una pequeña sonrisa coqueta, y añadió—: Ya te habrás dado cuenta de los resultados.
—Cálmate, presumido.
Sonrió aún más.
—¿No te gustan los pepinillos?
—No.
—¿A qué edad empezaste a fumar?
—Fumo desde los doce años.
Me atraganté con mi cerveza, tosí, y dejé escapar un poco del líquido amargo de la comisura de mis labios. Y James, ni se inmutó. Para él, su confesión fue como una plática unilateral sobre el clima. Me recompuse, y lo miré con ojos llorosos por mi casi ahogo.
—¡Guau, doce! —exclamé.
—¿Te sorprende?
Más calmada le pregunté:
—¿Tus padres nunca lo supieron?
—Están muertos.
—Ay, Dios, lo siento —dije en modo automático.
Me lanzó una sonrisa fría y torcida.
—Está bien. Luego te contaré cómo murieron, hoy es una noche especial para un interrogatorio.
—No te estoy interrogando —lo miré mal.
—¿Ah, no?
—No seas infantil, James.
—Quiero estar a solas contigo —dijo, autoritario, mirándome serio.
—¿Por eso te estás portando de este modo? ¿Estás haciendo una rabieta acaso?
—Yo no hago rabietas, Laurie.
—No, obvio no. Sólo lanzas improperios cuando te enfadas y yo tengo que absorberlos como si fuera tu maldita esponja.
—¿Te molesta eso de mí?
—¡Sí, James! Me molesta eso de ti.
Mi exabrupto provocó que un mesero con cara de pena se nos acercara y nos pidiera bajar el tono de nuestra discusión.
«Genial. ¡Lo que faltaba!»
Si no hubiese estado tan enfada con James, me habría importado más la posibilidad de ser vetada de ese restaurante.
—Perdonen, pero algunos clientes están un poco irritados con ustedes. Quieren que sean más discretos con los temas que discuten.
Listo, eso era todo: Chao hamburguesas.
—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó James al chico.
—Mark, señor.
—¿Mark? Okey. —Mi cita sacó una pluma y, algo que me pareció una libreta de su saco, y empezó a escribir en ésta antes de cortar ese pedazo de papel y entregárselo al chico. En ese momento me percaté de los hechos: era una chequera; o sea: ¡era un cheque el que le estaba entregando al joven empleado! Pero ¿por qué?—. Dáselo al dueño del restaurante. Y dile que James Brown nunca acepta un no por respuesta.
—Pero...
—Hazlo —ordenó.
El pobre Mark se fue con la cola entre las patas y desapareció trás una puerta que conectaba con —me imaginé— la oficina del dueño.
Mi curiosidad pudo más que mi enfado en ese instante:
—¿Qué hiciste?
—Tómalo como la bandera blanca de esta disputa, nena.
—¿Qué hiciste, James? —repetí.
—Tranquila, te va a gustar. En unos años me lo agradecerás.
—¿En cuánto tiempo me dirás la respuesta?
—Descuida, serán pocos años. Lo prometo.
Dejé caer mi peso en el espaldar del asiento, y suspiré como si me estuvieran desinflando los pulmones.
—No me gustas cuando te comportas así —dije.
Caviló por un segundo, pero no discutió conmigo. Comió en silencio, y yo me lo quedé viendo, intentando descifrarlo. Fue imposible.
El resto de la cena me pareció un sin sabor que apagó mis energías, y de repente anhelé ser la vieja Laurie, la chica aburrida que no tenía a su corazón y a su cerebro discutiendo constantemente por culpa de James.
—¿Me odias? —me preguntó, rompiendo el silencio.
Levanté los ojos de mis heladas papas, confundida. «¿Cree que lo odio?».
—No —respondí.
—Bien —sonrió de medio lado—. Sé que no mientes.
Suspiré. A veces, James era imposible de tratar.
—No soy una mala persona —habló de nuevo.
—Nunca he creído que lo seas.
—Lo sé. —Esta vez, me sonrió de verdad—. Lo siento.
—Yo también.
Me acerqué a él y tomé sus manos entre las mías, con la mesa de por medio, pero a James le pareció demasiada distancia entre ambos, y la acortó cuando se sentó a mi lado y acarició con sus nudillos mi mejilla. Amaba cuando hacía eso. Sus manos grandes y libres de culpa eran perfectas para mi rostro.
—Quiero estar contigo, Laurie. No me gusta nadie más que tú.
—Me gustas mucho, James.
—¿Sólo eso?
—Me fascinas —le confesé.
Mi James me miró como si quisiera decirme algo.
—Te...
Se me encendieron las mejillas anticipadas por el deseo.
—Te... diré en un mes lo que quiero decirte ahora.
Quise replicar, pero lo pensé bien y me dije: «Okey, un mes no es esperar demasiado».
—De acuerdo —respondí.
Sonrió más, como un niño embelesado, y me besó con ternura los labios. Me gustó.
—¿Nos vamos?
♡♡♡
Mientras ambos caminábamos tomados de la mano —bueno, él de mis dedos índice y el de enmedio—, revalúe mi vestimenta por un nanosegundo —desde la punta de mis pies metidos en esos tenis rosas, mis pantalones rasgados y acampanados favoritos, y una blusa sencilla color lila que dejaba al descubierto mi ombligo—, y me pareció de lo más divertido el desajuste que yo le provocaba a su imagen perfecta.
—¿Qué es tan divertido?
—Lo raros que nos vemos los dos juntos.
—Explícate.
Me lo quedé viendo, con una de mis muchas caras, mientras caminábamos de regreso a mi residencia. Fue una noche hermosa.
—Pues... Soy muy distinta.
—¿En qué sentido?
No supe si empezaba a enfadarme que no entendiera a lo que me refería, o que él se estuviera haciendo el idiota a propósito para después gastarme una broma.
—¿En serio? —Levanté una de mis cejas—. ¿Te estás burlando de mí?
—No.
—¿Entonces...?
—¿Entonces...? —me imitó—. Te juro que no sé de qué coño hablas, mujer. Sé exacta.
Me detuve, y él conmigo, a mi lado. A esas alturas me sorprendió que aún no soltara mi mano.
—Pues... O sea, hablo de ti y de mí. Somos muy... diferentes.
—Te llevo cinco años.
—Eso no me molesta. Es que... siempre eres tan arreglado, y yo... No soy de vestidos o tacones altos.
—Me importa una mierda.
—Lo sé.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Yo... Olvidalo. Lo siento.
—Laurie, ¿estás enojada porque siempre voy bien vestido?
—Dicho de ese modo suena muy idiota, ¿verdad? —me reí, nerviosa. Y James, como de costumbre, permaneció impasible.
—Dejemos algo claro: me gusta arreglarme para ver a mi chica.
Mis cejas se levantaron por el impacto de sus palabras.
—¿Soy tu chica?
—¿Lo dudas? —Su sonrisa pícara creció—. ¿Necesitas que te lo recuerde, nena?
—Ah...
«¿De cuándo acá la atmósfera se convirtió en esta roja y ardiente burbuja de sangre?»
—Estás loco.
—¿Creía que ya lo habíamos dejado claro en el club? —preguntó con ironía.
Me atrajo hacia su cuerpo de puros músculos y, su mano se posicionó detrás de mi espalda, casi abrazándome en la oscuridad de esta calle que de un momento a otro me resultó en verdad romántica. ¿Cómo un lugar sin ninguna atracción o fuente para los enamorados, pudo darme la impresión de ser el sitio adecuado para que dos par de peculiares se pusieran a bailar?
—¿Qué haces?
—Chiss...
—¡Nos van a ver!
—Que vean. A mí no me importa.
Reprimí las ganas que tuve de rodear su cuello con mis brazos y llenarle la cara de besos.
—Ni a mí.
Mi respuesta lo complació.
«Ay, me muero». Su sonrisa torcida era demasiado para mi frágil esternón. Sentí un hipo salido de quién sabe dónde, combinado con mis mejillas rositas y piernas torpes que apenas podían mantenerse en pie. Mi cuerpo entero era una trampa mortal ¡pero para mí misma!
Incapaz de seguir manteniendo ese contacto visual que rompía mis dulces huesos, que él aún no reclamaba como suyos, escondí mi cara en su pecho resistente a cualquier puñetazo que quisieran lanzar en contra de él, y James inhaló, exhaló y tembló antes de apoyar su mentón en mi mollera y tararear para mí una dulce y relajante melodía... que no reconocí.
—¿Cómo se llama esta canción?
—Mi secreto, nena.
—Nunca la he oído antes.
—Lo sé. No es Americana.
En realidad no estábamos bailando en sí, no como una pareja profesional que estuviera interpretando alguna pieza romántica en algún concurso para la televisión. No, esto fue mucho más íntimo, más sensual y excitante que cualquier postura o embestida que compartimos hasta ese momento. Fue otro tipo de conexión la que nos unió. Me sentí ligera ahí mismo, abrazada a él, oliendo su aroma a cigarro y menta, y muy feliz.
Era eso: estaba feliz.
—Sé a lo que te refieres cuando dices que somos diferentes, nena.
Cerré los ojos, embriagándome de él.
—Pero eso es lo que más me gusta de nosotros: que seamos el opuesto del otro.
—Apenas nos estamos conociendo, ¿cómo puedes saber lo que más te gusta de nosotros? —La palabra me supo rara cuando la pronuncié.
—Ya te lo dije, mujercita: yo nunca me equivoco.
—Perdóname por haberme enojado. No sé qué me pasa últimamente.
—Con el riesgo de sonar como un arrogante, ¿puedo suponer que tu frustración se debe a mí?
—Sí.
—¿Es porque te agobio?
—No. De hecho, me gusta que me agobies. Eres muy... No sé, me gustas mucho.
—¿Te gusta que te envíe mensajes a altas horas de la noche y sea un maldito fanfarrón que le gusta coger tu bonito coño en donde sea y cuando sea?
Asentí en respuesta, con la cara de color rojo borgoña.
—Bien. Porque a mí también me gusta eso de nosotros.
—Tengo que preguntarte algo.
—Dilo.
«Mierda...». Me preparé mentalmente para hacerle la pregunta que no paraba de darle vueltas a mi cabeza. Incluso practiqué frente al espejo y ensayé el tono que emplearía para preguntar al fin:
—¿James?
—¿Laurie?
—¿Qué quieres de mí?
—Quiero seguir bailando contigo.
Me relamí los labios, dudosa.
—¿Y después?
—Adoraré tu carita de joyería, después te llevaré en brazos hasta la puerta de tu habitación, te besaré, te verás obligada a dejarme entrar, haremos el amor, pensaré en lo afortunado que soy por estar vivo en un mundo en donde existe Laurie Wilson, veneraré tu precioso cuerpo, volveré a ser tuyo una noche más, te quedarás dormida en mis brazos y, a media noche, me despertaré con éxito de mis recuerdos para regresar a ti, porque he descubierto que observar a mi pedacito de cielo dormir a mi lado es mucho más placentero que descansar las horas perdidas sin ti.
Su declaración fue la cúspide de mis expectativas. Me estaba enamorando. Estaba cayendo en picada a sus pies, sobre sus zapatos lustrados y costosos, sin arrepentimientos.
Abandoné mi escondite de su pecho y nos miramos. Busqué sus labios, él los míos, y nos dimos un beso ¡dulce, dulce, dulce! Fue muy tierno. Creo que ese fue nuestro primer beso oficial como pareja.
—¿Te sientes mejor? —me preguntó cuando nos separamos.
Asentí.
—Bien —volvió a besarme despacito—. No te avergüences de nosotros, Laurie.
—Jamás.
—Bien —rodeó mi frágil cuerpo entre sus brazos, y su cálido abrazo me reconfortó—. No volveremos a tener esta conversación, si no sentirás lo que te haré.
Abrí los ojos, salí de mi escondite, y me lo quedé mirando con la palabra «¿Qué?» flotando en el aire.
—¿Vas a replicar, nena?
—¿Qué me harás si lo hago?
Sus manos se dirigieron a mis mejillas con extrema delicadeza, y besó la punta de mi nariz.
—Ya verás.
Creo que, a su manera, ese fue su primer «Te amo».
NOTA:
Tarde, pero actualicé.
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