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(10 años atrás) Bandera roja

LAURIE

Lágrimas violentas corrían de mis ojos, como el aguacero desatado afuera de nuestra habitación favorita de hotel, mientras caminaba por el pasillo, apoyando las palmas de mis manos contra la pared, temblando de pies a cabeza, tropezando con mis propios pies por el escape que trataba de hacer, con él pisando mis talones y a punto de alcanzarme.

No debí golpearlo en las pelotas. Aun así, trastabillando y sujetando sus bajos, venía lo más rápido que podía detrás de mí, rugiendo, maldiciendo y vociferando como el maníaco que ahora sabía que él era.

Lanzó un objeto a la pared que impactó a un metro de mi cabeza. El jarrón estalló y sus trozos quedaron incrustados en mi pelo. Grité, presa del pánico, pero no me detuve. Cubrí mi rostro, llorando, pero continué con mi plan de correr o morir.

Estaba huyendo.

—¡LAURIE! ¡LAURIE! —gritó a mis espaldas—. ¡VUELVE AQUÍ, JODER!

Tenía que llegar a la puerta. Necesitaba irme de aquí, se estaba volviendo demasiado violento para ambos.

—¡VUELVE! ¡MALDITA SEA, NO TE ATREVAS A DEJARME!

Llegué al recibidor, en el centro había una mesa con un único florero, James lo tomó y lo lanzó a centímetros de mi sien, me encogí por el miedo y solté un aullido de terror, deteniéndome. Volví a cubrir mis ojos con mis manos, y él me alcanzó.

Su palma en mi hombro me dio la vuelta sin tiento. Me sentí pequeñita. No me atreví a encararlo cuando lo tuve delante, casi chocando su pecho sudado y airado contra mi trémula respiración.

Estaba temblando, ambos, él de ira y yo de miedo. Los vellos de mi nuca se erizaron, y creí que me había llegado la hora.

Lloré más.

—¡Mírame!

Me negué.

—¡Mírame, maldita sea!

Sollocé, afónica y temiendo por mis frágiles huesos. Quizá fue lo que hizo que James cambiara su actitud.

—Por favor... —rogó, transformándose de nuevo en el hombre que amaba con locura.

Me arriesgué a mirar al hombre que enloqueció hace una hora. Ya ni recuerdo por qué peleamos, cómo es que llegamos a esto, porqué nos dijimos las cosas que nos dijimos. Hubo gritos, insultos, palabras malsonantes que rompieron poco a poco las cadenas que nos unían. Todos los malos ratos y peleas que compartimos ofuscaron los maravillosos momentos que tuvimos.

Por un segundo me pregunté si estar con él fue una pérdida de tiempo. Tal vez intuyó el temor y la confusión en mis ojos, porque me empezó a besar, a abrazar, a estrujar mi cuerpo aún temblando contra él cuando nos empujó a los dos a la mesita del recibidor.

—James... —exhalé.

Me sentó en el mueble, respirando deliciosamente en mi rostro mientras devoraba mis labios. Mis piernas se abrieron para él por instinto. Llorando y tratando de hablar con él, lo oí bajar la cremallera de sus pantalones de vestir, callando cualquier objeción de mi boca. Sentí sus dedos entre mis muslos e hizo a un lado mi ropa interior.

«No, esto no es correcto. No lo dejes hacerlo»

—No... —jadeé—... James... No...

—Cállate... Cállate..., mi amor —gimió entre beso y beso.

—No está bien —alegué.

—Chiss... —Metió un dedo en mi interior. Gimotee, y él gruñó—... Cállate, nena. Por favor... Sé lo que vas a decir, y no quiero oírlo. Déjalo así, no lo hablemos, déjame hacerte el amor, mi vida. Por favor —suplicó desesperado.

Lo intenté. Quise hacerlo, sólo dejarlo estar e ignorar al elefante rabioso en la habitación.

Pero no pude.

Mi lado racional ganó esta batalla.

—Necesito irme.

Se detuvo. Me miró con horror, tremendamente asustado.

—No, no, no digas eso. —Se escuchó desconsolado, con lágrimas nacientes en sus ojos tristes y rojos—. No me dejes. Amor mío, no me dejes —imploró al borde del llanto.

—Necesito tiempo.

—No necesitas una mierda. Quédate aquí. Yo me iré, pero quédate tú.

—No puedo —negué—. No puedo estar aquí. No puedo pensar contigo cerca de mí. Tratarás de distraerme, y lo sabes.

—¿Vas a dejarme? —preguntó a un paso de entrar en pánico.

—James...

Negó de un lado a otro, frenético y con rapidez.

—No... No... No... —repitió en un bucle desesperado.

—Tienes que entenderme, por favor —pido—. James...

—¡Está bien! ¡Vete! —gritó, mutando de nuevo a ese ser iracundo que desconocía.

—Amor...

Intenté detenerlo, pero se alejó de mí. Estaba llorando, lo vi. Sentí su rabia, y la fuerza de sus manos peinando con saña su cabello ondulado y negro como la noche más fría de Nueva York.

—¡LÁRGATE! ¡QUIERO QUE ME DEJES SOLO!

Volví a sollozar, quebrada, y sintiendo el andamio de nuestra corta de historia de amor... a punto de caer.

—¡TE DIJE LARGO, HIJA DE PUTA!

No me acerqué más a él, me dio miedo.

—¡MALDITA! ¡MALDITA PERRA, DESGRACIADA! ¡TE ODIO, DE VERDAD, TE ODIO!

Se me fue la voz. Mi alma abandonó mi cuerpo.

—¡OJALÁ NUNCA TE HUBIERA COGIDO, PATÉTICA Y ESTÚPIDA NIÑA!

Las lágrimas cesaron, así, por arte de magia, porque ya no sentía esa asfixiante culpa en la garganta cuando lo miré con nuevos ojos. Sus palabras dolieron, retumbaron en mis oídos, resquebrajaron la cortina que estaba delante de mis ojos, ocultando al verdadero hombre que resultó ser la lechuga podrida en la cajita feliz, no el premio.

Limpié los despojos de mi pena en mis mejillas, y mi voz serena nos sorprendió a ambos cuando logré decir:

—Cuídate.

Salí corriendo. Huí de James.

Terminamos.




NOTA:

Holis. Chicas, chicos, recuerden que no apruebo esta clase de comportamiento o fomento a las parejas a practicarlo.

Recuerden que ésta es sólo una historia de ficción que es original y es sólo mía.

Maratón: 2/?

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