(10 años atrás) 1... 2... 3...
JAMES
No dormía en la misma cama que mi supuesta novia, Natalie DiLaurentis. Me hacía sentir incómodo. Hablaba demasiado para tener veinticinco años de vida, se comportaba como una niña de dieciséis, y me costaba mantenerla contenta y calladita con lo cara que me resultaban sus ropas y accesorios.
La miré otra vez, frustrado por sus sueños profundos. Natalie dormía, regularmente, hasta pasadas las dos de la tarde, con el culo operado en pompa y las tetas desnudas. Tenía demasiada carne en lugares que me resultaban antinaturales rellenar o modificar. No es que no me gustara, o disfrutara de un buen o firme trasero o senos voluptuosos, pero no me convencía la idea de que una mujer se pusiera por vanidad de más en las nalgas o en las tetas.
Tocarla me la ponía dura, sí. Pero no gozaba estar dentro de ella. No la sentía real. Además, se inyectaba bótox en las cejas y en los labios. Parecía una mujer de treinta y tres años, en lugar de veinticinco.
Era aburrida, cretina y mimada, sólo me servía para satisfacer mis necesidades día sí y día no. Acostarme con ella fue un desperdicio de tiempo, pero no de dinero. Su compañía era una inversión a largo plazo que era mejor tener de mi lado. Era la niña de papi, una ingenua que creía en las felices palabras que decía su novio actual.
«Yo era ese novio»
La verdad, la vida personal de Natalie me daba algo de pena ajena. Su padre sabía quién era y cuáles eran mis verdaderas intenciones con su único "tesorito", y aun así, no le importó que siguiera "pretendiendo" a su hija bajo el ojo de su propia empresa. Creo que ella también, en el fondo, entendía que esto sólo fue un negocio desde el comienzo. No tenía nada personal en contra de ella o de su padre, pero a veces a algunos nos toca ser peones y a otros reyes en los tableros de otros, o incluso en el de nosotros mismos.
«Yo era ese rey. Yo siempre fui el rey»
Natalie suspiró, complacida, en algún sueño que tendría, y su cuerpo desnudo debajo de mis sábanas azules, giró en mi cama king size con su cara aún dormida en mi dirección. Menuda cucaracha.
«Es por el negocio», me repetí, cansado de esta rutina que ella consideraba normal en nuestra "relación".
La ignoraba, ella venía a mí, me la cogía y después volvíamos a empezar con lo mismo de siempre, cuando se despertaba como a las tres de la tarde: «¡No me prestas demasiada atención, James!». Estaba empezando a joder mi cabeza.
Estaba harto, hastiado de ella y de sus esqueléticas caderas que no permitían una misera rebanada de pizza. ¡Y para rematar! Era alérgica a las anchoas.
Respiré para tranquilizarme.
1... 2... 3...
Inhalé y exhalé por una hora en la ducha, con el agua cayendo por mi espalda, de cara a los azulejos, con los antebrazos apoyados en estos.
1... 2... 3...
Tuve la extraña sensación de que pronto me quedaría sin oxígeno.
Terminé, me vestí, vi por última vez a la heredera de varias compañías que necesitaba unir con las mías, y me fui de mi penthouse para visitar a la querida señorita Franco. Me gustaba esa asiática de piernas kilométricas y faldas cortas. Además, tenía un negocio pendiente con ella.
Estacioné mi discreto Audi cerca de una residencia, y salí en busca de mi pago carnal. Si no podía cobrar mi dinero, entonces lo haría con su cuerpo.
Entendería a las malas que era un hijo de puta.
Pisé el aula de sus seminarios vacía, y ahí estaba ella, con su rostro virginal y bastante sorprendido, mirándome con ojos de cervatillo iluminado por los faroles de un auto.
—¿S-Señor?
Activé el seguro de la puerta, y me aproximé a ella como un tigre rodeando a su presa.
—Señor, Brown. Lo siento —se apresuró a responder, rodeando el escritorio en busca de mantener su distancia con su inminente castigo—. Sé que le debo dinero, pero... Por favor, no me mate, se lo ruego.
Le sonreí, cínico. Pero no respondí.
—Por favor, yo... Es que mi hermanito, nadie lo quiere, yo lo cuido. Soy todo lo que tiene. ¡Lo quiero!
—Es un bastardo, Selena —dije—. Ten los ovarios de decir las cosas como son: «Lo siento, no tengo su dinero porque a Tomy lo internaron otra vez por el soplo en su corazón». Blah, blah, blah... —Me burlé de ella, riendo e imitando su voz patética de mujer dolida—... Es un bastardo.
—Es mi hermanito.
—Medio hermano —la corregí—. Tu padre se cogió a una perra que no quiso al niño cuando lo dio a luz y, tu padre, con cara de culpa, llevó al niño a la casa bonita y adinerada en la que vivía su verdadera familia, con la intención de que su esposa (tu madre), lo cuidara como a una estúpida samaritana. Cosa que no hizo. ¿Me equivoqué, Selena?
—Por favor, piense en él. Si yo muero, se quedará solo —rogó con las manos en penitencia—. Mi madre lo odia, mi padre se suicidó, ¡soy lo único que tiene!
Su espalda chocó contra la pared lisa de color pastel.
—Por favor... —imploró de rodillas cuando la tuve delante.
«Perfecto...»
—No me mate. Haré lo que usted me ordene, lo juro.
—Ábrete la blusa —le ordené con expresión neutra.
Su cara se descompuso por una menos asustada, pero sí sorprendida.
—¿Cómo?
—Perdonaré tu deuda si me la chupas —dije—. Ahora: abre tu blusa.
No se movió.
—Pero...
—Te la arrancaría yo mismo, pero no creo que sea conveniente para una maestra como tú tener que dar explicaciones sobre por qué su ropa está desgarrada.
Me miró con esos ojos asustados de cervatillo.
—Señor...
—Selena, así está la cosa, puedes tener un plazo de tres meses para pagar, o, saldar tu deuda justo ahora con una buena mamada. —Le sonreí, fingiendo inocencia—. ¿Lo tomas o lo dejas?
Cabizbaja, derrotada y patética, miró la cremallera de mis pantalones con un profundo asco. Ahogó un sollozo, y sus manos indecisas y trémulas fueron al botón de mi pantalón de vestir.
Se le saltaron las lágrimas de repente, y no pudo continuar. Cubrió su rostro empapado en deshonra, y fuertes quejidos lastimeros llenaron el aula, junto a sus espasmos chillones.
Volví a abotonar mis pantalones y a subir la cremallera de estos. Me incliné en una rodilla delante de ella, y la miré serio y con una pizca de compasión.
—Tienes tres meses para pagarme, Selena. De lo contrario volveré y te obligaré a separar los labios y a abrir las piernas —prometí—. ¿Entendiste?
Lloró de forma ahogada, y asintió en respuesta.
—Bien. Ahora lávate la cara, me das vergüenza, Selena.
Me fui de ahí.
Respiré el aire libre de culpa que venía de las conversaciones de estudiantes, el olor único a polen, la sensación de libertad en los afortunados que podían relajarse con sus amores sentados en la hierba fresca, y las carcajadas escandalosas de chicas de dieciocho años con planes en mi club nocturno.
Caminé hacia mi Audi cuando escuché una conversación ajena bastante peculiar:
—¿Te enteraste de lo que le pasó a Harry Lerman?
—¿A quién?
—Harry, el chico de la clase de Astronomía, el que siempre tiene todas las respuestas —le explicó.
—Ah, sí, ya sé quien es.
—Pero, ¿qué, con él? ¿Qué le pasó? —le preguntó a la que parecía estar enterada del chisme.
En total eran tres chicas las que estaban cotorreando cerca de mi Audi. Las ignoré, pero no subí a mi auto y me fui. Una parte de mí quería oír lo que le sucedió al desafortunado llamado Harry.
—Lo asaltaron —dijo—. Al pobre le enterraron una navaja cerca de las costillas y casi muere desangrado.
Las otras dos se escandalizaron cubriendo sus bocas o ahogando una exclamación.
—Por suerte, alguien llamó al 911 a tiempo y lograron salvarlo.
—¿Quién?
—Se mantuvo anónimo. Bueno, anónima, dicen que era la voz de una mujer.
—¿Cómo te enteraste?
—Mi tía trabaja como enfermera en el lugar en donde atendieron al pobre Harry. Dice que oyó cuando la policía lo interrogó, y él confirmó que sí fue una mujer la que lo hirió.
—¿Supo quién fue? ¿Ya señalaron a la maldita que le hizo eso?
—No. Y no pueden hacer un retrato de su atacante porque, según él, estaba muy oscuro.
—Oh, pobrecito.
—Sí.
—¿Quién haría algo así? ¿Atacar por la espalda como un cobarde, para apuñalarlo?
—Lo más probable es que fuera una ex novia ardida.
—Sí, ¿no estaba saliendo con esa rara de pelo moreno? ¿Cuál era su nombre? ¿Suzy? ¿Samantha?
—¿Y a quién le importa?
—Las mujeres somos armas letales —bromeó una de las tres, lo que provocó un reguero de carcajadas que no pude seguir oyendo por migraña.
Metí mi cuerpo a mi Audi, y llamé a mi detective privado de confianza: Ron.
—Dime, hombre —saludó.
—Investiga a un chico llamado Harry Lerman, fue apuñalado cerca de las costillas en la universidad de Washington D.C.
—Bien —respondió como despedida, y le colgué.
♡♡♡
Ron me entregó la carpeta cuya información pronto cambiaría mi vida.
—Su nombre es Susan Henry. Tiene dieciocho años, estudia para ser veterinaria, es hija única de padres divorciados, y tiene una seña particular en su espalda, un lunar del tamaño de una moneda de cinco centavos.
—Bien.
—El joven Harry Lerman fue su novio. Terminaron hace dos semanas. Al parecer, Harry la engañó en varias ocasiones. Ella fue consciente de cada una de sus infidelidades.
Leí su expediente, pero no me dijo mucho. Era normal, casi aburrida y de aspecto altivo. Nada fuera del otro mundo.
Ron me entregó otra carpeta dentro de su camioneta negra, estacionada cerca de la residencia en donde dormía Susan Henry.
—Su círculo de amigas —dijo cuando me hizo entrega de la segunda carpeta que le pedí.
La abrí y le di una ojeada al primer informe de la chica que apareció. Se llamaba Holly Baker, y encontré más de la misma mierda aburrida y monótona de una vida universitaria en su expediente. No había nada raro.
Frustrado, cerré la carpeta de golpe y casi me ganó el instinto de tirarla por la ventana de la camioneta. Pero no lo hice.
—Yo nunca me equivoco —hablé entre dientes.
—Es cierto. Lea el último archivo. Ése sí le parecerá interesante —prometió, complacido.
Le hice caso y... Vaya, vaya, vaya... Guau, esa sí era una mujer que estaba poniéndome con sólo leer sobre los misterios que escondía su tierna sonrisa, y sus ojos color miel. Y ese brillo extraño en su mirada..., como si estuviera satisfecha de algo... muy malo que hizo, o, le hizo a alguien.
Sonreí, lascivo, y me toqué el mentón, pensativo.
«¿Cómo te llamas, muñeca?»
Me pareció gracioso que no fuera su nombre lo primero que notase en su expediente, sino el contenido.
—Laurie... —Saboreé su nombre mientras mis dedos acariciaban las letras que lo componían.
—Tiene dieciocho años —habló Ron—. No los aparenta, ¿cierto? Parece de catorce.
Tenía razón. Tenía una carita delicada como la de una niña, boca pequeña con labios hinchados y rosados, piel blanquita que no parecía conocer la existencia de los poros, pelo denso color castaño, y una sutil máscara de indiferencia en su sonrisa que le daba una malicia que me encantó.
—¿Quieres mi opinión, hombre?
—No.
—Ésta será una acusación muy seria, pero... creo que fue ella quien hirió al chico Harry.
—No te equivocas.
—Es muy extraño. No noto ningún rastro de arrepentimiento en su vida personal como académica. Su rutina es normal, como si lo del chico Harry no hubiese cambiado nada en ella. Es casi...
—No lo digas —le advertí.
—Bien.
Miré más a la niña de ojos color miel, escondiendo lo mejor que pude mi sonrisa libre de apariencias.
—No lo hagas —dijo Ron, devolviendo la atención a mi entorno.
—¿Qué cosa?
—No te metas en donde nadie te necesita, James. En serio.
Volví a usar mi máscara inocente mientras le sostenía la mirada.
¿Cómo escribió el Marqués de Sade?
Ah... Cierto:
«Los perversos siempre se deleitan cuando encuentran un alma parecida a la suya».
Esa tarde, cuando llegué a mi penthouse, Natalie se había ido. Dejó una nota con un corazón meloso en mi mesa de noche que tiré a la basura y ni me molesté en leer.
Me senté a los pies de mi cama desarreglada con olor a perfume comprado desde París, y abrí la carpeta que contenía el expediente de la chica de ojos color miel.
«Laurie. Laurie. Laurie»
Leí el informe psicológico de su antiguo terapeuta, las notas de sus antiguos maestros, testimonios de algunos chicos con los que salió, sus gustos musicales, películas favoritas, me aprendí de memoria su rutina diaria y preferencias en lecturas personales, entre otros puntos que venían anotados en el expediente detallado que le ordené a Ron que me consiguiera.
«Laurie. Laurie. Laurie»
Miré su foto, la estudiantil y las que Ron le tomó a lo lejos durante su investigación en la universidad. En varias de ellas estaba caminando con un deje solitario en la postura, en otras se le veía bastante animada con sus amigas, y en otras cabizbaja y estrujando sus manitas.
Me levanté con su foto en mi poder, llamé a Natalie, la cual contestó al primer timbre, y fui al grano en cuanto ella empezó con sus saludos coquetos.
—Hola...
—Terminamos. No vuelvas a buscarme o a llamarme o a intentar ponerte en contacto conmigo.
Sentí que liberé una enorme y pesada carga de mis pulmones que me permitió volver a respirar.
Natalie, por otro lado, soltó una risa nerviosa y medio divertida cuando terminé de hablar. Creyó que era un chiste, pero no, era el verdadero James quien emergió a la superficie.
—¿Qué...? Pastelito...
—No haré negocios con tu padre. A él tampoco lo quiero volver a ver.
Silencio total al otro lado de la línea hasta que...
—Estás bromeando, ¿verdad? —Puse los ojos en blanco. Ésta estúpida no aceptaba ni un rechazo directo—. Pastelito, ¿me quieres jugar una broma?
—Ya no tengo nada que decirte, Natalie. Adiós —le colgué.
Llamó una y otra vez después de mi renuncia a un trato jugoso con su padre, pero no atendí, borré sus patéticos correos de voz e incluso bloqueé su número. Informé a seguridad de que ya no se le permitía entrar, y contraté a un servicio de limpieza.
—No quiero que ningún rincón de mi penthouse huela a ese perfume que me causa migraña. ¿Entendido?
—Sí, señor Brown —respondieron, obedientes.
—Desháganse de ese sofá, el colchón king size de mi habitación, las mantas y las toallas de baño. No quiero que siga oliendo a mujer aquí.
Se miraron confundidos por un momento, pero cumplieron mis órdenes.
—Sí, señor.
Salí en busca de una mejor vista que la que me ofrecía la fotografía en mi poder, yendo a la universidad. Quería verla de cerca, detallarla, aspirar su aroma, y de ser posible... tocarla. Sabía que hacer lo último sería casi imposible pero, con el tiempo, quizá podría lograrlo.
Y lo conseguí.
Me tomó cinco semanas llegar a ella, hablarle, estar cara a cara con sus ojos color miel que me tenían tan hipnotizado. Pero lo hice. Fui valiente.
Y valió la pena.
♡♡♡
Ella era todo lo que soñé. Fue la primera mujer que me tomé en serio, por la cual enloquecía y me volvía idiota cuando no estaba a mi alcance o bajo mis ojos.
Sabía que tenía que ir con cuidado, me daba miedo asustarla o presionarla. Hice mi mejor esfuerzo por ella, para que siempre pudiera ver lo mejor de mí, pero como de costumbre... lo arruiné.
Ahora trataba de compensar ese error. Otro error. Y fue una espiral de error tras error que terminaron por delatar mi verdadera naturaleza. Supongo que fue bueno para ambos al final, ¿no? Se quedó conmigo a pesar de que vio lo peor de mí, de las pesadillas, de mis cambios de actitud y paranoia.
Me miró como a una persona cuando le confesé mi único secreto, el que me avergonzaba que supiera, y no escapó. Estuvo conmigo en las buenas y en las malas.
¿Me odiaba? No lo sabía. Tal vez sí, tal vez no. Quizá se conformó con estar conmigo. Quizá se sintió obligada.
Como sea, no me interesaba.
Ella estaba aquí, junto a mí, y eso era lo único importante.
Su belleza natural y delicada me atrajo a besar sus labios entreabiertos y rosados. Lucía bellísima por las mañanas, desnuda, debajo de mis sábanas, con su maraña castaña enredada que cubría la mitad de su rostro tierno, con la sábana blanca en su cuerpo apenas tapando lo necesario de sus atributos naturales que disfrutaba lamer para despertarla.
Me posicioné encima de ella, moví con cuidado su cuerpo de medio lado para tenerla boca arriba. Aún dormía. Era tan hermosa. Mientras admiraba a la mujer que era mía, recordé las sabias palabras de Ron cuando se enteró de que ella se convertiría en mi obsesión.
—No creo que sea una sociópata, hombre. Sólo es una chica solitaria que llegó a un punto crítico en su vida: o te defiendes o te mueres. Después de todo, ¿quién no prefiere una cárcel a la morgue?
Sus largas pestañas se movieron ligeramente antes de abrir los ojos. Se despertó. Me ubicó frente a ella, y me dedicó una tierna sonrisa perezosa que puso mi corazón a latir.
—Buenos días, campeón.
—Hola.
Cerró sus ojos, pero no durmió. Besé su clavícula con suavidad para no molestar su calma, y sus brazos me rodearon mientras aún la besaba. Jadeó cuando pesqué uno de sus senos en mi boca, y lamí la protuberancia que se erizaba en mi lengua. Aun así, mi nena consentida quiso conversar.
—¿Por qué eres feliz? —me preguntó.
—Porque estás aquí.
Su hermosa boquita se mantuvo abierta, soltando ligeros gemidos de placer. Creí que se detendría con eso, pero no. Mi novia no era madrugadora, pero le gustaba hablar conmigo cuando se despertaba.
—¿Me quieres por algo más que no sea mi cara de angelito? —bromeó conmigo, mientras yo aún continuaba con su pezón en mi boca.
—No.
Fingió indignarse, y me dio un golpe juguetón en la espalda. Se echó a reír como una niña traviesa, y sus ojitos color miel brillaron con diversión.
—¿Por qué eres así?
—Así nací.
Jugamos un poco más.
—¿Mmm...? ¿Debería temerle, señor Brown?
—Jamás. —Hablé muy en serio. Ella siempre estaría a salvo junto a mí.
La besé más. La adoré más. La quise a cada segundo que nuestros labios se fundían más y más, deseando su inocencia y oscura belleza oculta detrás de esa sonrisita tierna de muñeca que, encubría esa temible sombra que la atormentaba día con día.
Ella era como yo.
Nos quedamos todo el día en la cama, jugando debajo de las sábanas, divirtiéndonos a nuestra manera, yo fumaba mientras la miraba comer desnuda en la cama, con un enorme trozo de pizza en la boca que casi manchó la sábana que se mantuvo a la altura de su pecho durante nuestra plática en la tarde.
Se veía salvaje, sexy, y natural con ese aspecto de recién cogida. Y por un segundo, me la imaginé de blanco o boca abajo en nuestra futura cama matrimonial en las islas del caribe, o en donde ella deseara celebrar nuestra luna de miel.
«Carajo...»
Estaba loco. Definitivamente, estaba enloqueciendo.
Yacíamos en silencio en nuestra cama, ella dormía tranquila y desnuda encima de mí, con mis mimos en su pelo y deslizando las yemas de mis dedos con suavidad en su espalda como arrullo. Besé su coronilla, y la noche nos envolvió como un manto protector de la sociedad en la que ninguno de los dos era bienvenido.
Ella fue mi escape favorito. Una ficción hecha realidad.
—Te amo —le susurré mientras dormía.
NOTA:
Oh, my Dios! Aquí una pequeña dosis de mi James, mi esposo favorito.
Perdón por haber tardado tanto en actualizar. Prometo hacer una maratón en pocos días.
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