6
ROMEO
Ni te necesito ni te quiero,
te sobreestiman por ser Romeo.
Félix se ha recuperado completamente tras días de reposo combinado entrenamientos diarios con su batallón y conmigo, puesto que cada tarde seguimos practicando técnicas de lucha cuerpo a cuerpo en el gimnasio de la planta superior del palacio. En la última semana he mejorado mucho; tanto que incluso he ganado a Félix en algunos duelos a los que me ha retado. Aunque, evidentemente, todo el mérito es suyo por haberme enseñado a maniobrar y ser paciente con el aprendizaje a diario.
Una tarde, sin embargo, me veo obligada a saltarme nuestro religioso horario de ejercicio porque tengo que hacer un proyecto práctico de Arte y Pintura que consiste en pintar un cuadro inspirado en el Realismo del siglo XIX. No tengo una idea muy clara de qué podría hacer, por lo que saco el lienzo, la pintura y los pinceles al patio interior de arcos con el propósito de encontrar inspiración. Pero lo único que logro es hallar más confusión en las sólidas estructuras curvadas y perder quince minutos de mi vida observando el blanco lienzo, como si esperara que empezara a llenarse de colores y formas por sí solo.
Hasta que un elemento blanco y borroso pasa rápidamente atravesando el patio. Se trata de Félix, que se dirige fugazmente hacia la cocina. Seguramente vaya a rellenar su cantimplora de agua para entrenar en el gimnasio.
—¡Eh! —exclama desde la otra punta del patio para llamar mi atención antes de adentrarse en la estancia—. ¿Nos vemos en cinco minutos?
—Hoy no puedo —digo con una mueca de fastidio.
Él frunce el ceño y retrocede los pasos que ha dado para recuperar el campo de visión completo del patio. Yo señalo el lienzo con mi dedo índice para darle explicaciones.
—¿Trabajo? —cuestiona.
—Sí —me lamento—, me llevará unas cuantas horas y creo que no me dará tiempo de acabarlo hasta mañana, así que...
—Puedo ayudarte —me ofrece. Su voz crea un poco de eco en el espacio desde su posición y, tras formular esas palabras, se aproxima a mí con pasos decididos—. Explícame, ¿en qué consiste?
Sus ojos marrones examinan el lienzo y las pinturas, estos últimos situados junto a la fuente central.
—Tengo que hacer un cuadro realista —empiezo—, pero no se me ocurre nada que pueda cumplir con mis expectativas.
Él toma asiento en el borde de la fuente y se queda pensativo. Es entonces cuando todo encaja.
—¡Lo tengo! —profiero a voz de grito. Él me lanza una mirada interrogativa—. No te muevas —le advierto mientras cojo un pincel y la pintura.
Coloco el lienzo delante de él y yo me posiciono detrás, de manera que, con esta distribución, comprende mis intenciones.
—Con que ahora soy tu modelo personal —comenta con una sonrisa de las suyas—. ¿Estás segura de que quieres desperdiciar un lienzo entero y pinturas para que mi rostro quede grabado en él para siempre?
—Para siempre es demasiado tiempo —objeto distraídamente mezclando algunos colores—. Eres perfecto para esto, créeme. Estoy segura. Vas vestido de blanco, tienes enredaderas y arcos detrás, la iluminación es ideal...
Ambos enmudecemos a lo largo de varios minutos con tal de encontrar la concentración en el silencio del ambiente, el lejano canto de los pájaros o el remoto zumbido de algún que otro autoavión que se alza a kilómetros por encima de nosotros.
Las líneas definidas de su rostro empiezan a tomar forma sobre el lienzo poco a poco hasta que, al cabo de unos instantes, me dedico a observarlo con detenimiento para fijarme en todos y cada uno de los detalles. No obstante, momentáneamente, reparo en él con desaprobación, hecho que percibe.
—¿No lo estoy haciendo bien o qué? —cuestiona seriamente.
—No —niego con despreocupación—, está genial. Solo que...
Avanzo unos pasos hacia donde se halla sentado y, con toda la delicadeza que soy capaz de ejercer, elevo su barbilla con la punta de mis dedos lentamente. Percibo una leve exasperación a modo de suspiro por su parte cuando entramos en contacto.
—Ahora sí —dejo ir casi en un susurro—. Intenta mantenerte recto, por favor.
Vuelve el silencio. Centro toda mi atención en su retrato, aunque, en esta ocasión, como tengo muy claro qué y cómo tengo que hacer las cosas, este trabajo es mucho más sencillo y atractivo que hace media hora.
Trazo las líneas principales y decido empezar por su nariz recta. Posteriormente, el pincel se desplaza hacia mi parte favorita de su cuerpo: sus ojos marrones. No me gusta admitirlo, pero es así. Me encantan y no puedo evitarlo, así como sus cejas enarcadas y oscuras sobre ellos.
—Cuento con que sepas qué estás haciendo —suelta con una sonrisa breve.
—Te garantizo que sé lo básico para hacer un buen cuadro —le aseguro—. Si temes que acabe dibujando una cabeza con cuatro extremidades rectas, tranquilo, no será el caso.
Sus carcajadas bendicen el espacio.
—Confío en ti.
—¿Cuántas veces hace falta que me lo repitas? —pregunto.
«Confío en ti» es una expresión que Félix no ha dejado de recordarme desde que empezamos a entablar nuestras primeras conversaciones. Y no es que me disguste, simplemente no estoy acostumbrada a que nadie lo reitere tantas veces, especialmente cuando se trata de mí misma. Ni siquiera yo confío en mí.
—Tantas veces como para que me creas.
—Te creo.
Él hace un gesto negativo con la cabeza acompañado de una sonrisa en su boca.
—No funciona así, Seven.
—¿Y cómo funciona, entonces? —cuestiono distraídamente.
Ya casi he terminado con sus labios entreabiertos, que muestran algunos de sus dientes perfectos y blancos.
—Haciendo las cosas por ti misma, creyendo en lo que haces y demostrando que así es cada día. No es difícil.
Frunzo el ceño a la vez que cojo un pincel más fino para retocar su mandíbula.
—No he entendido nada de lo que has dicho —confieso abiertamente.
Él vuelve a sonreír y se muerde el labio inferior a lo largo de varios segundos inquietamente, como si estuviera pensando en la manera idónea de explicarme exactamente a qué se refiere.
—¿Has leído Romeo y Julieta, de William Shakeaspare? —pregunta finalmente.
—¿Sí? —contesto con confusión. No comprendo a qué viene esto ahora—. ¿Y quién no? Puede que sea una obra del siglo XVI y que no nos identifiquemos con los personajes puesto que son heterosexuales, pero sigue siendo el referente de la temática romántica hasta el día de hoy, diez siglos más tarde. Aunque —añado inclinando la cabeza—, en cierto modo, esa historia de amor imposible no se aleja tanto de nuestra realidad, dado que siento que la separación de Femtania y Homotania es una historia de amor prohibido constante. ¿No crees?
—Lo cierto es que sí —responde con cierto asombro ante mi intervención—, me parece un punto de vista bastante original —puntualiza con leves asentimientos—. Pero quiero ir más allá de la trama. Me refería al interés propio, a lo que hacemos cada uno de nosotros creyendo que es lo correcto.
—¿Interés propio? —pregunto retóricamente—. No creo en el interés propio —niego mientras retoco su cabello rubio cobrizo y destellante sobre el lienzo—. Todo lo hacemos por los demás. Por las apariencias.
Félix pone los ojos en blanco momentáneamente y resopla por lo bajo.
—Nunca nada es por los demás —replica divertidamente.
—¿Quieres decir que Julieta se suicidó por interés propio? —recalco esas dos últimas palabras.
—Claro que lo hizo por ella misma —declara como si se tratara de una obviedad—. Lo hizo por ella, como cuando Romeo creía que Julieta estaba muerta. Ambos lo hicieron por ellos mismos, por temor de quedarse solos. Ambos fueron egoístas.
Mi mano se detiene en el aire y mis ojos se posan directamente en él. Para no tener que admitir que su argumento me parece más que válido, decido que la mejor opción que me queda es escuchar el rastro que ha dejado su última intervención y limitarme a enmudecer mientras realizo mi tarea disimuladamente.
Pero Félix no lo pasa por alto, aunque creo que ha percibido mi actitud molesta y no dice nada al respecto.
—¿Cómo vas? —cuestiona señalando fugazmente el cuadro con su dedo índice tras varios minutos de afonía en el patio.
—Me quedan un par de detalles —comento casi en un susurro causado por la concentración a la que estoy sometida.
Concretamente, estoy trabajando en el fondo: defino bien los arcos con las enredaderas verdes rodeándolos, intentando pintar las líneas exactas de cada ladrillo que se alza del suelo.
Pero no es hasta en cuestión de casi treinta minutos más tarde cuando realmente doy la obra por terminada, justo cuando el sol está poniéndose.
—Diría que ya está —concluyo al fin.
Él continúa pacientemente en su sitio pese a haber estado sentado durante casi dos horas y yo giro el lienzo ciento ochenta grados de modo que, así, quede frente a él.
Félix posa sus ojos en el cuadro y percibo cómo sus cejas se enarcan inmediatamente.
—Dios mío, Seven —empieza con asombro—. ¡Eres toda una artista!
—Bueno...
—No —replica—, lo digo totalmente en serio.
—Gracias —agradezco con franqueza mirándome las manos con restos de pintura reseca—, la verdad es que parte del mérito también ha sido tuyo.
Ahora mis ojos se colocan sobre los suyos y aún advierto la emoción en ellos.
—Yo me he limitado a sentarme aquí —se resta importancia—. ¿Por qué no me habías dicho antes que dibujabas así de bien?
—Mmm... —Me encojo de hombros—. No lo sé. Supongo que no ha surgido en ningún momento, pero ahora ya lo sabes.
Se levanta del borde de la fuente y, admirando el cuadro con su propia imagen, pone los brazos en jarra y deja ir:
—Cuánto me queda por descubrir de la misteriosa Seven.
Mis ojos se niegan a cerrarse en la madrugada. Estoy tumbada en mi amplia cama, tapada con un edredón blanco y dando vueltas desde hace más de dos horas. La luz de la luna atraviesa los cristales, permitiéndome tener una visión mínima del conjunto de la estancia.
Pese a estar agotada físicamente, mi frustración va en aumento con el paso de los minutos porque lo cierto es que quiero dormir. Quiero cerrar los ojos y no pensar en nada durante unas horas. «Incluso me puedo permitir soñar», pienso.
Pero realmente sé cuál es el problema.
Soy una de esas personas que, a lo hora de acostarse, por más duro que haya sido el día, tienen que hacer un repaso mental de todo lo que ha sucedido durante la jornada en la que se encuentran y las tareas que tendrán que llevar a cabo durante la siguiente. Este fenómeno deriva en un bucle de pensamientos que puede terminar en recuerdos de la infancia o percatarse de la existencia de personas a las que no has visto en años y de las cuales habías olvidado su presencia.
Y eso es exactamente lo que está sucediendo: estoy reflexionando profundamente sobre la conversación que he tenido esta tarde con Félix. Sí, esa conversación sobre el interés propio y Romeo y Julieta. Solo que esta vez no me deja dormir. Hay algo que me inquieta por dentro y desconozco de qué se trata.
No sé si son sus ojos, su tono, su personalidad... No lo entiendo. No puedo concebir el hecho de que una conversación de cinco minutos cause tantas horas de insomnio. No me cabe en la cabeza. Así que, por todos esos interrogantes abiertos, decido rendirme y alzarme, consciente de que estoy a punto de cometer una estupidez. «Pero quizá esa estupidez ayude», me digo a mí misma con el propósito de animarme a hacerlo.
Saco toda mi fuerza de voluntad para abandonar la calidez del edredón y atarme una bata negra en torno a mi cuerpo. Seguidamente, abro la puerta de mi habitación con toda la delicadeza posible y examino el patio interior con determinación antes de atravesarlo en medio de un silencio sepulcral tan rápido como puedo.
Con mucha precaución, me detengo en la puerta de Félix, mi objetivo, y tardo un par de segundos en reunir la valentía para girar el pomo suavemente mientras me exijo a mí misma, para mis adentros, no echarme atrás.
Me adentro en su estancia sigilosamente al fin y encuentro que todo está oscuro, tal y como preveía. Avanzo tras cerrar la puerta nuevamente hasta llegar al interior de la habitación. Félix tiene los ojos cerrados y está cubierto por su cálido edredón. Puedo reparar en su rostro, que transmite paz bajo algunos mechones de su pelo rubio cobrizo deslumbrando vagamente por la iluminación que proporciona la luna.
Sin saber muy bien qué hacer, me quedo plantada allí, observándolo dormir, sintiéndome inmediatamente idiota.
—¿Piensas quedarte ahí de pie mirándome toda la noche?
Su voz repentina, pese a haberla proyectado en un susurro, hace que me quede atónita a lo largo de varios segundos.
Ante mi reacción, las comisuras de su boca se curvan y sus ojos se abren.
—Tú también estás despierto —afirmo en un murmuro cuando se me pasa el sobresalto.
—Sí. —Se incorpora posando su espalda en el cabezal de la cama—. Soy muy sensible a cualquier sonido, por mínimo que sea. He rastreado tus movimientos con mi oído desde que has salido de tu habitación.
—Pero si he sido muy silenciosa —me quejo poniendo los ojos en blanco.
Félix suelta un par de carcajadas silenciosas para mostrarme su oposición a mis declaraciones.
—Con tal de que no hayas despertado a tus madres, por mí todo genial —dice encogiéndose de hombros—. Aunque, bueno, no es que me queje de tu compañía, pero, ¿qué te trae por aquí a estas horas de la madrugada?
Sonrío levemente y me atrevo a avanzar hacia la cama y tumbarme junto a él con mucho cuidado. Mientras lo hago, él estudia cada uno de mis movimientos con detenimiento y, cuando alzo la vista hacia sus ojos marrones, estos parecen tener una chispa de incertidumbre y confusión mezcladas.
—He estado pensando demasiado —empiezo acomodando mi cabeza en la almohada— sobre Romeo y Julieta y creo hay un cabo suelto en toda la conversación que hemos tenido hoy.
Durante mi intervención, miro al techo para evitar la tensión de sus ojos sobre los míos a tan poca distancia.
—¿Y cuál es ese cabo suelto? —cuestiona pausadamente.
—¿Por qué sigue liderando las historias de amor? ¿Por qué es el referente de todas?
—Y todos —me interrumpe—. En Homotania también es la historia de amor más conocida de todos los tiempos. Pero, tú misma has respondido esta tarde a la pregunta que me estás planteado: has dicho que la División del Mundo en Femtania y Homotania te parece una historia de amor imposible constante.
—Ya —acepto frunciendo el entrecejo—, pero me refiero a que individualmente no tenemos ninguna similitud que haga que nos identifiquemos con los protagonistas. El sistema en el que estamos nos fuerza a ser homosexuales y nuestro mundo es completamente distinto al mundo en que ellos vivieron.
—Quizá no sea por el amor —sugiere. Ahora le echo un vistazo de reojo y descubro que él también tiene la vista posada en el techo—. Quizá sea porque a Romeo y Julieta les gustara llevar la contraria a su familia. No hicieron caso a la enemistad familiar porque simplemente no les daba la gana.
Le lanzo una mirada interrogativa que capta en menos de cinco segundos.
—¿Quieres decir que la gente hoy en día se identifica con Romeo y Julieta en el sentido de que se dejan guiar por sus impulsos en vez de obedecer o pensar racionalmente?
Él se encoge de hombros.
—No hay nada más humano que llevar la contraria sin justificación.
—¿Estás diciendo que el tema principal de Romeo y Julieta es la negación? —pregunto con un tono desafiante.
—Exactamente —afirma abiertamente—, eso es precisamente lo que quiero decir.
Se vuelve para mirarme y advierto cómo frunce los labios a modo de satisfacción por su respuesta.
—Le acabas de quitar toda la gracia a la historia —replico cruzándome de brazos exageradamente—. El amor es el tema central y lo acabas de desgarrar.
Félix me muestra nuevamente otra de esas sonrisas tímidas.
—No —niega—, esa no era mi intención. Solo quería expresar mi opinión y destacar que, pese a que la obra de William Shakespeare haya conquistado a miles de personas, hombres o mujeres, para mí ni Julieta ni Romeo son un ejemplo. Yo solo quiero ser libre.
—No creo que nunca lleguemos a ser libres, Félix. —Pronuncio su nombre suavemente y nuestras miradas colisionan—. Pero a veces podemos saborear pequeños momentos de libertad.
—¿Y cómo sabe la libertad?
Creo que lo que voy a hacer rompe todas las reglas, pero, por un momento, parece que no soy yo la que es responsable de mis actos. De algún modo u otro, mi rostro se alza de la almohada y se inclina con lentitud hacia el suyo, haciendo así que, cuando compartimos el aliento a causa de nuestra proximidad, pueda apreciar cómo sus ojos marrones se cierran justo un segundo antes que los míos. Vacilo un poco antes de tomar el liderazgo definitivo del que -ahora sí- soy consciente para juntar mis labios con los suyos.
Esa leve presión me transporta a algún lugar de mi mente en el que ni la velocidad de los autoaviones me ha hecho sentir algo así en mi breve vida. Y no quiero que pare. Nunca.
Pero nada es infinito, así que, para la sorpresa de Félix y la mía propia, retiro mi cara de la suya, como si aquel impulso inicial volviera a apoderarse de mí y me obligara a retroceder.
—Si este es el sabor de la libertad—susurra Félix—, ahora entiendo por qué todos la persiguen.
Tras proferir un suspiro, asiento por el mero hecho de hacer algo y dirijo la vista hacia la ventana. A través de los cristales reparo en que la noche no es tan oscura; el color negro está esclareciéndose poco a poco.
—Está a punto de amanecer —me excuso aún sin dirigirle la mirada—. Mis madres se levantarán en breve para ir a trabajar. Lo lamento, Romeo, pero debo irme.
Mis pies se ponen en contacto con el frío suelo y, cuando me alzo de la cama, al fin poso mis ojos en los suyos y aprecio emoción, lástima y empatía. Él me sigue a medida que bordeo la cama para dirigirme al exterior y, antes de perderme de vista, se incorpora con el pelo levemente despeinado para ver cómo desaparezco entre la casi cada vez más minoritaria oscuridad.
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