4
AGUA
Tus labios en una copa,
Bébeme como una droga,
Resbalándome en tu boca,
Secándome, allí, sola.
Las clases se han cancelado durante dos días a causa de todos los destrozos de las protestas armadas de ayer. La mayoría de calles del centro de Greenhouse están devastadas: los asfaltos están quemados, algunas paredes están despedazadas e incluso hay trozos de cristales desperdigados caóticamente por las vías de circulación. Por tanto, es un poco difícil desplazarse, aunque sea aéreamente, porque la ciudad es un verdadero campo de batalla abandonado, hecho por el cual mi madre Astrid ha decretado dos días de parón general de la metrópolis para reparar los daños y volver a la normalidad.
Mientras tanto, a muchos kilómetros del centro de Greenhouse, en mi casa, Félix ya está a salvo y en las últimas horas se ha recuperado. Ayer, después de dejar que la Doctora Selene efectuara su trabajo a sola, la última salió de su habitación y, tras ducharme y esperar expectantemente en el salón principal con mi madre Elsa, nos dijo que ya le había retirado la bala, pero que estaría débil durante unos días porque había perdido demasiada sangre.
El General Erland volvió a altas horas de la noche acompañado de mi madre Astrid. Estaba lleno de rasguños, tenía el uniforme sucio y unas ojeras muy pronunciadas; estaba exhausto, pero, aun así, se había tomado la molestia de revisar personalmente el estado de Félix, uno de sus soldados.
—Podríamos haberle llamado —señaló mi madre Astrid mientras ambos cruzaban el patio—. La protesta ha sido dura, tendía que estar descansando.
—Lo sé —admitió—. Su mujer, Elsa, me hizo una llamada de emergencia en medio de la manifestación, cuando ya estaba allí de vuelta, y me comunicó que Félix se encontraba bien. Pero quiero verlo con mis propios ojos. Es uno de mis hombres, compréndalo.
—Por supuesto —concedió Astrid—. Adelante, le acompaño a su habitación.
Y desde allí, desde el marco de la puerta de mi habitación, vi cómo ambos accedían a su estancia. Acto seguido, me metí en mi cuarto y me fui a dormir con múltiples dificultades pese al agotamiento físico y mental. Además, tal y como había indicado el General Erland, quería ver a Félix bien con mis propios ojos.
Me fiaba de la palabra de la Doctora Selene, pero no era suficiente. No desde que el último recuerdo que tengo de él es su respiración entrecortada, su cabello cobrizo entre mis brazos, mis lágrimas de desesperación y mi ropa negra manchada de sangre. Sin embargo, a pesar de todos esos hechos que se reproducían en mi mente una y otra vez, contenía mis ganas de salir de la cama, descalza, y abrir la puerta de su habitación para comprobar que, en efecto, estaba bien.
Hasta que, a la mañana siguiente, después de asearme y vestirme, aunque sea para estar en casa, encuentro a mis madres cruzando el patio de arcos en dirección a la salida.
—Seven —formula mi madre Astrid—. Te has levantado antes de lo usual. ¿Estás bien, hija? Además, hoy no hay clase.
Asiento y sonrío forzadamente.
—¿Vais a trabajar?
—Sí —afirma Elsa—, tenemos que poner la ciudad en orden, porque desde ayer todo va de mal en peor.
Percibo una mirada potente por parte de Astrid dirigida a Elsa, como si quisiera comunicarle que esa última valoración está totalmente fuera de lugar.
—Pero, tranquila, todo está a punto de volver a la normalidad, no te preocupes —intenta arreglar.
—Eso espero —coincido.
—Bueno, cariño. —Astrid revisa la hora en su reloj digital—. Debemos irnos, aunque, antes, quería pedirte un favor. Iba a llamarte en media hora, dado que ese es tu horario normal y pensaba que te despertarías más tarde, pero, aprovechando que estás aquí, nos gustaría que echaras una mano a Félix.
—Por supuesto —accedo sin pensármelo dos veces.
—Está muy débil y, según lo que ha dicho la Doctora Selene, duda que vaya a salir de la cama en los próximos días —añade Elsa—. Si necesita cualquier cosa, llámame o llama a la Selene, aunque la doctora no podrá venir presencialmente hasta mañana a hacerle una revisión como tal porque hay muchas pacientes ingresadas a raíz de los incidentes de ayer.
Hago un gesto afirmativo con la cabeza.
—Cuídate, Seven —se despide mi madre Astrid antes de dar unas cuantas zancadas más hacia la puerta—. Nos vemos por la noche.
—Hasta luego.
Mis madres se van y, hasta que no dejo de oír el zumbido de su autoavión, no me dirijo a la habitación de Félix.
Cuando abro la puerta lentamente y me adentro unos metros en la estancia, bajo la leve luz que se filtra a través de las densas cortinas rojas, veo a Félix tumbado y sumido en un sueño profundo, esta vez con las sábanas pulcramente blancas entorno a su pecho desnudo y su brazo vendado.
Con ese rostro que, a mi parecer, es angelical, decido que lo mejor es retirarme a hacer otras tareas como ordenar un poco mi cuarto y disfrutar del día soleado que hace hoy mientras él duerme en paz.
Pasado el mediodía, voy a la cocina a hacer un poco de arroz hervido entretenidamente. No suelo cocinar habitualmente, pero los días que lo hago tardo más de lo normal porque soy bastante novata y tengo mucho cuidado con que los alimentos no se me quemen, puesto que odio el hecho de tener que tirar comida.
Justamente cuando termino, cuando empiezo a servir mi plato, escucho unos pasos a mi espalda. Me vuelvo inmediatamente y encuentro a Félix con su característica sonrisa, aunque ahora viste con una camiseta negra que se ajusta perfectamente a su cuerpo esbelto y bajo sus ojos hay unas ojeras notables que ensombrecen un poco su aspecto. Sin embargo, después de haberlo visto ayer a las puertas de la muerte, su apariencia es más que aceptable y sana. Pese a las ojeras, sus ojos siguen siendo atrapantes y adictivos; pese a que su cabello esté levemente despeinado, su tono rubio cobrizo continúa brillando bajo las luces de la cocina.
—¿Qué haces en pie? —cuestiono apresuradamente.
Dejo la olla en la vitrocerámica y me aproximo a él. Paso su brazo sano por mi hombro y lo ayudo a llegar hasta una de las sillas.
—No tendrías que haberte levantado de la cama —insisto—. La Doctora Selene dijo que tienes que quedarte en reposo por completo. Podrías haberme avisado y...
—Tranquila —me interrumpe suave y despreocupadamente—, estoy perfectamente. Ni me he mareado cuando me he puesto en pie, en serio.
Frunzo los labios para mostrarle desaprobación.
—¿Te apetece comer? —pregunto tras confiar en su palabra—. He preparado arroz.
—Claro —acepta—. Huele bien.
Sirvo el contenido en dos platos y le tiendo los cubiertos cuando termino y me siento frente a él.
Ninguno dice nada a lo largo de lo que estimo que podrían ser cinco minutos, solo tintinean los tenedores contra los platos y las miradas indiscretas que sienten curiosidad mutua y no se atreven a dar el primer paso.
—Al final —me decido por intervenir—, has sobrevivido.
Él hace un gesto afirmativo y tímido con la cabeza.
—Al parecer sí —afirma—. Por un momento, pensé que no.
—Por un momento —reitero—, yo tampoco.
—Sí, como ya predije, fue una batalla dura.
—¿Recuerdas algo después del disparo? —pregunto por mera curiosidad.
No sé si él también recuerda el momento crítico en el que, entre mis brazos llenos de sangre, su rostro profería respiraciones irregulares y su pulso amenazaba por cesar para siempre.
—Partes sueltas —confiesa casi en un susurro—: la puerta de un autoavión abriéndose, las baldosas del patio de arcos, un rastro de sangre, las sábanas manchándose de blanco, un dolor indescriptible en mi cabeza, mucho silencio...
—¿Nada más?
Él se queda pensativo durante unos instantes, mirando fijamente el plato de arroz.
—Eh —profiere a la vez que alza la vista lentamente hacia mí—, creo que recuerdo algo más, pero es posible que lo haya soñado porque dudo que sea real. Es como muy —se lleva las manos a la cabeza, confuso—, lejano. Y distorsionado.
—¿De qué se trata? —presiono—. ¿Pasó aquí, en esta casa?
Félix asiente.
—Sí —chasquea los labios—. Pensarás que estoy loco, pero recuerdo cómo tú estabas a mi lado y me abrazabas. Y mi nombre sonaba a lo lejos, muy lejos. Y entonces solo había sangre y más sangre, y tus manos estaban empapadas de rojo. Mi nombre sonaba cada vez más fuerte y más lejos.
Enmudece de golpe.
—¿Y después? —lo animo.
—Después todo era oscuro, pero mi propia voz pronunciaba tu nombre por algún extraño motivo. Horas más tarde, me despertaba y el General Erland y tu madre Astrid se encontraban delante de mí.
Ahora soy yo la que no habla.
—Lo sé —dice Félix—, sé que es una completa estupidez. Tú a esa hora estabas en el instituto, ¿verdad?
Lo miro fijamente a los ojos y, no sé por qué, me incitan a serle sincera.
—No —niego—, había llegado antes. Todo lo que recuerdas fue real. Yo estaba contigo. Estaba contigo cuando estabas a punto de morirte y no quería dejarte solo. No... —se me corta la voz—. No podía dejarte ahí solo.
Conmovido y perplejo, Félix me mira como si fuera la primera vez. En su mirada descifro un debate interno que lucha por intentar pronunciar algo mínimamente decente y comprensible, como si estuviera deshaciendo un cúmulo interminable de pensamientos mezclados con sentimientos.
Finalmente, se decanta por no hablar. No dice nada. Desliza lentamente su brazo por la mesa y hace llegar su mano a la mía. Su tacto me ruboriza ligeramente y sus dedos acarician pausadamente mis nudillos, haciendo así que mi respiración se dispare.
—Siento haberte hecho pasar por algo así —masculla con sinceridad—. No te merecías ver una situación tan trágica, y menos vivirla a mi lado de primera mano.
—La sangre no me afecta —me excuso torpemente.
«¿La sangre no me afecta?», pienso. ¿No se me ha ocurrido nada mejor? Quiero decir, es cierto que la sangre no me molesta ni me resulta un escándalo como a otras personas, pero no me parece lo más acertado que podría haber dicho.
—En serio, Seven —su tacto persiste sobre mi mano—, no sé cómo agradecerte el hecho de haberme acompañado en lo que podían haber sido mis últimos suspiros.
—Estás vivo: eso compensa todo.
Él me mira cálidamente y empieza a retirar su mano de la mía tan lentamente como la ha introducido.
—Y todo por un experimento —comento.
Ante mis últimas palabras, Félix se levanta de la mesa con una expresión seria y se dirige a un rincón de la cocina, donde hay una chimenea –elemento que decidimos conservar del palacio original- con leña consumiéndose. Toma asiento en el suelo, frente a la chimenea, dándome la espalda.
—Disculpa —expreso con confusión y delicadeza—, ¿he dicho algo que...?
—Grace y Alan —interviene antes de que pueda terminar—. Se llamaban así.
—¿Cómo?
Abandono la mesa y me acerco a él. Mantengo una distancia de unos centímetros y me incorporo a su lado, también en el suelo.
Félix vuelve su vista a mí y dice:
—Los jóvenes a los que ejecutaron en el experimento se llamaban Grace y Alan —aclara—. No fueron un experimento, fueron personas.
—Perdón —me disculpo—, no lo sabía específicamente. Solo había oído algunos rumores.
—Los rumores solo explican lo justo; lo necesario para hacer daño.
—Estoy totalmente de acuerdo —coincido—. Pero, ¿sabes algo más de esa experimentación?
—También sé lo básico —niega con la cabeza, tiene la vista puesta en las llamas—: un experimento, dos ejecuciones y mucha crueldad. Solo eran dos jóvenes enamorados después de la Semana del Permiso.
No sé qué decir exactamente. Considero que no tengo la información necesaria para formular una opinión al respecto, aunque, siendo honesta, he de admitir que en el fondo me dan lástima.
—No acabo de comprender por qué las Autoridades de Femtania temen tanto que nosotras sepamos la verdad —me decido a compartir en voz alta—. Juraron transparencia y protección y confianza y...
—Y no hay nada de eso —complementa él—. Ya —hace una breve pausa—, lo sé. Pero tienen un motivo. Siempre hay razones.
—¿Qué motivo?
—¿Crees que la situación aquí, en Femtania, está yendo de mal en peor? —cuestiona a modo de explicación, a lo que yo asiento—. Ahora imagínate que estos rumores llegan a Homotania.
—¿Los hombres no lo saben? —pregunto con asombro—. ¿No saben nada acerca del experimento y las ejecuciones de —vacilo antes de pronunciar sus nombres con delicadeza— Grace y Alan?
Félix niega con la cabeza un par de veces.
—¿Y cómo lo sabes tú? —vuelvo a las andadas—. ¿Cómo conoces tanta información como sus propios nombres?
—Obviamente —justifica—, para poder acceder a esta misión de ayuda a Femtania han tenido que informarme de ciertos temas confidenciales. —Rebaja el tono de voz de manera considerable—. No nos han dicho gran cosa, naturalmente, solo lo necesario. Aunque, para tu información, sus nombres se desvelaron desde el principio, cuando se filtraron esos informes en la ciudad de Thorn.
—Entonces, ¿no ha llegado nada de nuestra situación actual de protestas y manifestaciones armadas a Homotania?
—No, claro que no. Esa es precisamente la jugada: han enviado batallones de hombres a Femtania para retener la difusión de los rumores. Si llegan a Homotania, estaremos todos perdidos.
—¿Por qué?
—Porque harían alianzas con las mujeres y posiblemente estallaría una revolución enorme y difícilmente se podría oprimir.
—Pero eso no sucederá, ¿verdad?
Creo que mi rostro adquiere preocupación, dado que su mirada sigue la mía con el ceño fruncido.
—A decir verdad —admite con franqueza—, no lo sé. Tenemos que estudiar con determinación cómo evolucionarán las siguientes semanas.
—Pero es imposible que se difunda lo del experimento —objeto—: las fronteras están totalmente cerradas y no está permitida la comunicación entre hombres y mujeres. Salvo las Autoridades, por supuesto.
—Créeme —advierte—, lo último que les preocupa a las Autoridades, tanto de Femtania como de Homotania, son las fronteras. Están mirando fijamente hacia un objetivo común: cómo negar los hechos y hacer que todo el mundo esté en contra de Alan y Grace. Quieren ensuciar su imagen y probablemente ahora mismo estén trabajando en ello.
Resoplo en el silencio que dejamos entre los dos.
—El mundo está fatal.
—Puedes verlo desde esa perspectiva —comenta él—, pero yo opino que sencillamente está cambiando.
Acto seguido, se alza de nuevo torpemente, echa un vistazo rápido al fuego y dirige su mirada al suelo, donde yo estoy sentada todavía. Me tiende una mano.
—Gracias, pero soy yo la que tiene órdenes de cuidar de ti —aclaro con una sonrisa. Me levanto sola, sin vacilar, y me posiciono frente a él—. Además, me has ofrecido el brazo herido.
Señalo su mano aún tenida en el aire, entre su cuerpo y el mío, y reparo brevemente en la venda blanca que cubre su musculoso brazo.
—¿Adónde te apetece ir? —pregunto—. ¿Quieres volver a tu cama?
Él niega con la cabeza y sus labios se curvan en una sonrisa misteriosa.
—Prefiero aprovechar el fabuloso día que hace hoy.
—De acuerdo —accedo—, aunque lo mejor es que no salgamos de casa. Vayamos al patio, allí todavía hay sol y podemos sentarnos en el borde de la fuente.
Sin proferir queja alguna, rodeo con un brazo a Félix y deja que un poco de su peso se apoye en mí mientras recorremos el corto tramo de la cocina a la fuente. Cuando llegamos allí, ayudo a que se incorpore en el borde y me siento junto a él.
Ninguno de los dos pronuncia una sola palabra y, entre el sol resplandeciente, me vuelvo hacia él durante unos instantes para examinarlo: los rayos de sol hacen que su pelo rubio suelte destellos; su piel, ayer pálida, ya ha adquirido color y parece aceptar abiertamente la radiación que está recibiendo; sus ojos marrones, sí, esos tan atrapantes, están ocultos bajo sus párpados cerrados. Parece estar en paz y serenidad, todo lo contrario que ayer, cuando casi fallece y su rostro estaba cargado de sufrimiento. ¿Quién iba a decir que esas dos facetas pertenecen a la misma persona?
También observo cómo su pecho se llena de aire y lo deja ir pesadamente en forma de suspiro.
—¿Vas a decirme ya en qué piensas cuando me miras a hurtadillas? —cuestiona aún con los ojos cerrados.
Yo aparto mi mirada de él, ruborizada, aunque, cuando él se vuelve a mí abriendo los ojos y yo le correspondo, vuelvo a vislumbrar su sonrisa tímida.
—Yo también te miro cuando creo que no te das cuenta —deja ir de manera divertida—, pero después me percato de que tú lo sabes. Y me pregunto en qué estarás pensando.
Con el color subiéndome al rostro, vuelvo a desviar mi mirada hacia el frente, donde las enredaderas envuelven los arcos.
—¿En qué piensas tú? —respondo—. Cuando me miras y piensas que no me doy cuenta. ¿En qué piensas?
Ahora es Félix quien enmudece y se queda pensativo. Antes de hablar, cuando el silencio se instala entre los escasos centímetros que separan mi codo del suyo, oigo paciente y plácidamente cómo alguna que otra ave canta alegremente a lo lejos.
—En que eres un completo misterio —dice Félix al fin— y que acabas de hacer trampa.
—¿Cómo? —cuestiono con confusión.
Sin hablar, por su rostro aparece una expresión divertida que no sé descifrar. Seguidamente, escucho el sonido del agua removiéndose bruscamente y, breves instantes más tarde, humedad gélida impactando contra mi espalda cubierta por una camiseta negra.
—He preguntado yo primero —aclara.
Tras el impacto inicial, en el que me doy cuenta de que ha sido Félix el que, intencionadamente, me ha mojado con el agua que brota de la fuente en la que estábamos apoyados, mis labios se abren por la sorpresa.
—Acabas de empezar una guerra —declaro pausadamente.
—¿Ah, sí? —me reta.
Asiento poco a poco mientras introduzco mi mano en el agua y la impulso hacia su dirección. Su rostro empapado me da la certeza de que le he dado en lleno y se forma una sonrisa de satisfacción en mi boca. Sin embargo, me dura muy poco porque él se levanta con seguridad, dispuesto a aproximarse más a mí para poder tener más posibilidades de acertar.
Ante ese hecho, me levanto rápidamente y bordeo la fuente hasta el lado opuesto, donde puedo verlo quieto a través de los torrentes ondulantes de agua. Imprevistamente, hace un movimiento brusco y logra alcanzarme con miles de gotas de agua que logran colisionar contra mi cara y mi pecho.
—¡Verás! —exclamo.
Ahora voy directa hacia donde se encuentra y lo mojo tanto como puedo, impulsando el agua hacia él numerosas veces. Félix, ya con el pelo húmedo, no opone resistencia y espera hasta que me canso para poder soltar unas cuantas carcajadas a la vez que se inclina en la fuente para volver a introducir sus manos y, ahora, dejarme el pelo y el cuerpo tan mojados que se me adhiere todo a la piel.
Pero es justo en ese momento cuando se me cae el alma a los pies.
—¡Félix! —grito para que se detenga—. ¡Para! ¡Basta! ¡En serio! ¡Un momento!
Él, obediente, deja de salpicarme.
—¿Qué sucede?
—La herida —mascullo—. Tu herida. —Me llevo las manos a la cabeza—. Se te puede infectar. Qué irresponsable he sido, no puede...
—Eh —interrumpe llamando mi atención—, Seven...
Se aproxima a mí lentamente, paso a paso, y estira una mano hacia mi rostro. Como esta mañana a la hora de comer, su contacto físico genera un estado de alerta en todo mi cuerpo, como si en vez de sangre transportara electricidad por mis venas.
—¿Qué...? —empiezo en un susurro.
Justo cuando pienso que no puede estar más cerca, Félix da un último paso que hace que pueda escuchar su respiración.
Esta circunstancia me hace sentir tan vulnerable que me decido a dar un paso hacia atrás, pero, cuando lo doy, cuando lo hago, pierdo el equilibrio y me caigo en el suelo a causa del agua resbaladiza, que ha formado un charco.
Con la cabeza contra el suelo, percibo cómo Félix, desde arriba, abre los ojos como platos y se agacha junto a mí. Posteriormente, veo que realmente su intención es tumbarse a mi lado, con su cabeza muy cerca de la mía.
—Casi muero ayer —aclara—, una infección hoy en día no es nada. Las medicinas son implacables.
Todavía con alguna secuela del impacto, giro mi cabeza hacia él e internamente me alegro de que sus ojos marrones me estén esperando.
—Disfruta un poco más de la vida, Seven, aunque está sea un simple charco de agua.
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