3
SANGRE
Flores teñidas de rojo,
Manos culpables sin rostro.
Las verdades al remojo.
Y las mentiras sin rostro.
A lo largo de los siguientes días, adquiero la misma dinámica: desayuno con Félix cuando a él le toca madrugar y nos ponemos al día de lo que vamos haciendo tanto en el instituto como, en su caso, en el batallón. También nos cruzamos alguna que otra tarde y salimos a correr juntos. No obstante, la segunda situación solo ha tenido lugar dos veces más aparte de la primera ocasión porque, últimamente, Félix está convocado para entrenar con sus compañeros soldados hasta altas horas de la tarde, cuando casi anochece.
Sin embargo, esta tarde, por lo visto, llega muy pronto. Mis madres siguen en el ayuntamiento y, cuando vuelvo a mi habitación desde la cocina tras coger algo para merendar, cruzo el patio de arcos y veo que él está saliendo de su habitación con ropa deportiva.
En cuanto me ve, me sonríe y se acerca a mí. Yo me quedo plantada al lado de la fuente central.
—Has venido muy temprano hoy —comento a modo de saludo.
—Sí —dice él cuando ya se halla frente a mí—, hoy el General Erland nos ha dejado descansar. Mañana tenemos una misión muy importante.
—Eso he oído. —Tomo asiento en uno de los bordes de la fuente—. Dicen que habrá centenares de manifestantes y, por lo que se rumorea en el instituto, muchas irán armadas.
Él asiente seriamente y suspira.
—Será un día difícil, pero, aunque nunca hayamos vivido una situación similar a esta, sé que lo superaremos. —Me da la sensación de que lo dice más para convencerse a sí mismo—. Pero, bueno —da una palmada en el aire y su sonrisa radiante vuelve a instalarse en su rostro—, por suerte, hace cinco minutos he escrito mi testamento, así que...
Le dirijo una mirada interrogativa.
—¿En serio?
Él suelta una carcajada.
—Claro —expresa con naturalidad exagerada—, he dejado todas mis propiedades a tu nombre. Cuento con que puedas disfrutar de un apartamento con vistas impresionantes de la ciudad de Palace. Un apartamento al que jamás podrás ir, por supuesto, dado que se encuentra en Homotania, un país en el que las mujeres no pueden poner un pie.
—Vale —concluyo al ver su expresión divertida por la mía de confusión—, te estás quedando conmigo.
—No del todo —objeta alzando el dedo índice—, algún día, Seven, si mañana salgo vivo después de reprimir esa protesta armada, dejaré mis propiedades a tu nombre. —Ahora me habla sin bromear—. Te lo aseguro.
—Desconozco si eso es legal —manifiesto sin saber muy bien cómo hemos acabado hablando de algo así ni por qué haría tal cosa por mí si nos acabamos de conocer—, pero, en todo caso, ¿por qué?
—Sinceramente, no lo sé, pero me inspiras confianza. Dentro de ochenta y tres años, cuando se celebre la próxima Semana del Permiso, tendrías alojamiento en una de las ciudades más impresionantes de Homotania.
—¿Confianza? —Me quedo con esa palabra.
Félix se limita a asentir.
—Yo no dejaría mis propiedades a alguien según el grado de confianza que me inspiraran —confieso, sintiéndome una persona bastante egoísta al instante—. Utilizaría otros criterios.
—¿Qué criterios?
—Eh... —Me quedo pensativa y, para acabar de ensimismarme por completo, me adentro en su mirada adictiva y no puedo escapar de ella—. Supongo que el tiempo —logro decir al fin.
—¿El tiempo te parece un criterio más fiable que la confianza?
Él arquea las cejas y frunce los labios con desaprobación.
—No —replico—, el tiempo y la confianza van de la mano.
—Pero, ¿cuál es la variable independiente?
Enmudezco porque sé cuál es la respuesta. Él percibe mi silencio y hace un ademán fugaz de superioridad, que, instantes más tarde, se sustituye por satisfacción.
—La confianza no depende del tiempo —resuelve, verbalizando mis pensamientos—. Podemos estar confiando en alguien durante años y, de repente, un día todo se echa a perder. En cambio, podemos confiar en alguien con solo verlo unos segundos.
—Pero ya sabes lo que dicen: «Las apariencias engañan».
—Y el tiempo también —agrega encogiéndose de hombros—. Lo único que esa última parte no es tan conocida.
—Pero el tiempo cura —insisto siendo fiel a mi postura—, la confianza hiere.
—La confianza puede recuperarse; el tiempo, no.
«Este hombre tiene respuesta para todo», pienso para mis adentros.
—Pues no hay peor manera de perder el tiempo que discutir con una chica de diecisiete años que no tiene nada que hacer.
No se me da nada bien perder.
—No me ha parecido una pérdida de tiempo —contrapone con rotundidad—. Todo lo contrario: ha sido muy interesante. Estoy logrando entender y aprender algunas cosas de la misteriosa Seven. —Me sonríe tímida y afectuosamente—. A todo esto, quería preguntarte si hoy te animas a salir a correr conmigo.
—Me encantaría —empiezo inclinando la cabeza hacia un lado con tristeza—, pero tengo un trabajo de Historia de Femtania pendiente y, por desgracia, no se hará solo.
Él resopla.
—Uh —hace un gesto de disgusto—, parece complicado y denso por la manera en la que lo has dicho y, aunque me encantaría ayudarte, no tengo ni idea de Historia de Femtania.
—No te preocupes —expreso con una pequeña sonrisa empática—. Espero que tengas un buen paseo.
—Lo mismo digo —me desea—. Pasa una buena tarde.
Él se vuelve y se dirige a la puerta para abandonar el patio. Yo me quedo quieta, plantada, mirando cómo se aleja a cada zancada que da.
—Félix —profiero cuando está girando el pomo de la puerta.
Él se da la vuelta para mirarme a los ojos.
—¿Sí?
—En el caso de que no nos crucemos más en el día de hoy, procura volver vivo mañana.
Me dedica una de esas sonrisas sinceras a lo lejos y, tras un último vistazo intenso y corto, sale por la puerta sin decir ni una palabra.
A la tarde siguiente, vuelo en mi autoavión desde el instituto a mi casa. Aterrizo en el césped, a unos metros de la entrada del palacio antiguo, desciendo del vehículo y abro la puerta de mi hogar. Mis pasos resuenan por el patio de arcos porque, nueva y habitualmente, no hay nadie: mis madres seguirán trabajando y Félix estará en el centro de Greenhouse luchando contra las manifestantes.
Precisamente por ese último hecho, por la protesta armada prevista durante esta tarde, hoy hemos salido un par de horas antes del instituto; por nuestra propia seguridad. De hecho, esta mañana las cosas estaban bastante tensas en mi centro educativo y tanto alumnas como profesoras se comportaban de manera inusual: había nervios y temor en el ambiente y la gente hablaba lo mínimo posible.
Justo cuando llego a mi cuarto, recibo una llamada. Pulso en el reloj que llevo alrededor de mi muñeca y se proyecta la imagen de mi madre Elsa.
—Seven, cariño, ¿cómo ha ido hoy el instituto?
Me encojo de hombros y niego con la cabeza.
—Todo el mundo tiene miedo por la manifestación de esta tarde —explico—. Nos han dado la orden de volver a nuestras casas un par de horas antes y yo estoy a salvo. ¿Cómo estáis vosotras? ¿Dónde está mamá Astrid?
—Lo sé —afirma—, Astrid ha dado la orden de que los centros educativos se cierren antes. Ella está ocupada acabando de hablar con el General Erland y la General Williams para ver sus planes de coordinación y cómo se han organizado.
—¿Volveréis a casa cuando empiece la protesta?
—No, cielo. —Sus ojos azules se entristecen—. No podemos abandonar nuestros puestos en un momento tan tenso.
—Pero el ayuntamiento no es seguro —indico casi escandalizada—. Está en el centro de Greenhouse y es un blanco fácil: será el primer lugar al que acudan las «insurrectas» y corréis peligro. Os atacarán.
—Ya lo teníamos previsto, Seven. —En el holograma, veo cómo mi madre, cansada y con unas ojeras enormes, se pasa la mano por la frente—. Mamá Astrid dirigirá la operación desde la Biblioteca Pública de Greenhouse. Está un poco más alejada del epicentro de la manifestación y yo estaré con ella. Tendremos a algunas mujeres de seguridad a nuestra disposición y la de otros funcionarios. Estaremos bien.
Me limito a asentir.
—¿Tú estarás bien? —pregunta Elsa con preocupación—. Podemos pedir a alguien que te traiga junto a nosotras, aunque lo mejor es que te quedes en casa por tu propia seguridad.
—No te preocupes, mamá Elsa —rechazo—, estoy bien. No quiero estorbar. No saldré de casa.
—Perfecto, hija. Cualquier cosa que suceda, llámame a mí porque mamá Astrid está muy ocupada. ¿Segura de que estarás bien?
—Segurísima.
—Cuídate, Seven.
Me lanza un beso en el aire que logro percibir en la imagen.
—Tened cuidado —advierto—. Saluda a mamá Astrid de mi parte.
—Eso haré.
—Adiós.
Cuelgo la llamada, me quedo embobada un rato mirando por la ventana a la vez que digiero toda la información que me ha proporcionado mi madre y, tras recordarme a mí misma que tengo un trabajo que hacer, me dispongo a terminar la tarea de Historia de Femtania que me queda pendiente de ayer, aunque estoy a punto de acabarla.
Al cabo de una hora, estoy mordiéndome el labio nerviosamente a causa de la concentración extrema y ese sentimiento de estar a punto de terminar un trabajo denso que lleva persiguiéndote durante días. Sin embargo, cuando estoy escribiendo la última línea apresuradamente, rodeada del silencio sepulcral que caracteriza mis tardes, escucho un estruendo que provoca un temblor por todo mi cuerpo. Proviene del exterior, por lo que tardo un par de segundos en reaccionar y levantar la vista de mi teclado y mi libro virtual para salir de mi habitación y encaminarme al patio de arcos.
Desde allí, veo que la puerta principal del palacio está abierta de par en par y cómo tres hombres se hallan junto a la fuente muy desubicados. Solo me hacen falta diez segundos para reconocerlos: un chico moreno vestido con el uniforme oficial de Femtania y el General Erland arrastrando a Félix con sus hombros puestos bajo sus axilas.
Aunque lo peor sucede cuando me acerco a ellos: Félix sangra terriblemente por su brazo derecho medio cubierto por una gasa y sus ojos están casi completamente cerrados. Parece que está inconsciente.
Ahogo un grito de horror y me llevo las manos a la boca.
—¿Qué...? ¿Qué ha pasado? —logro pronunciar.
Me aproximo más a ellos e intento ayudarlos retirando al muchacho moreno y cargando el peso de Félix en mis hombros. El primero no se queja porque está cansadísimo: su aliento es irregular y tiene la cara llena de arañazos.
—Una manifestante ha intentado dispararme —explica el joven— y Félix me ha apartado, pero, desgraciadamente, le ha alcanzado la bala.
El chico se lamenta mientras yo conduzco al general Erland a la habitación de Félix, cargando ambos con su pesado cuerpo que apenas se sostiene en pie. Posteriormente, lo colocamos cuidadosamente en su cama, sobre sus sábanas blancas, que pronto se tiñen de rojo, y le tomo el pulso. Es bastante regular, aunque ahora mismo lo que más me preocupa es la expresión de dolor que se ha instalado en su cara y algún que otro sollozo que profiere involuntariamente. Su rostro refleja mucho sufrimiento mezclado con sudor y humedad que causan que su cabello rubio cobrizo quede adherido a su frente.
—Le hemos subministrado una dosis de morfina —comenta Erland—, pero, por lo visto —señala el rostro de dolor de Félix—, no ha surtido efecto aún. Tampoco teníamos más medicamentos a mano porque estábamos en una zona de fuego y no entraba en nuestros planes que fueran tantas personas... —El General suspira—. ¡Ha sido un completo desastre! —exclama con furia hacia él mismo. Cierra sus manos en dos puños y prosigue—: En cuanto pudimos salir de allí, la mejor opción que nos quedaba era traerlo aquí, fuera del caos del centro de Greenhouse. No podíamos arriesgarnos a que nos atacaran más, así que cogimos un autoavión de emergencia y volamos hasta aquí.
Justo cuando el General termina de hablar, Félix profiere un suspiro entrecortado bastante audible y vuelvo a sentarme al lado de la cama para tomarle el pulso. Ahora está disminuyendo alarmantemente y siento demasiada calidez en su piel, como si la fiebre estuviera subiéndole.
—Voy a llamar a nuestra doctora ahora mismo—concluyo rápidamente.
—Yo a tu madre Astrid —dice el Erland.
Salgo de la estancia, igual que el General, dejando al compañero de batallón con Félix a solas en la habitación. Llamo a la doctora Selene, que me atiende cuando suena el segundo tono y me comunica que en cinco minutos estará en casa con todo lo necesario.
El General me informa de que Astrid no puede acudir, pero que mi madre Elsa está de camino.
—Bueno, Seven —se excusa el General Erland—, sentimos haberte involucrado en este lamentable hecho de esta manera, pero Munir —señala al muchacho moreno cuya identidad queda revelada como uno de los amigos de Félix— y yo debemos volver con el resto del batallón. Lars está al mando y no sé cuánto tiempo más aguantará bajo tanta presión.
—No se preocupe —le aseguro—, no es ninguna molestia.
—Gracias por tu presencia, Seven —me agradece Munir.
—No es nada, en unos minutos la doctora y mi madre estarán aquí. Félix saldrá de esta —lo animo.
Le doy una palmada en el hombro al último antes de perderlo de vista por la puerta.
Vuelvo nuevamente a la habitación de Félix y él sigue tenido en la misma posición. La sangre que brota de su brazo ha hecho que la mancha roja de sus sábanas se extienda muchísimo más. Le retiro el pelo húmedo de la frente empapada y, efectivamente, sé que tiene fiebre.
También le voy limpiando las heridas sangrientas del rostro mientras aguardo a que la doctora llegue. Entonces siento un temblor que recorre todo su cuerpo y sus ojos se entreabren. No se queja ni pronuncia ni una palabra, solo vuelve su rostro hacia la dirección en la que se halla mi mano en su mejilla derecha y suspira.
—¿Félix?
Él se limita a proferir un leve gemido a modo de respuesta.
—¿Me escuchas? —cuestiono acercándome más a su rostro.
Muy lentamente, bajo mi mano aún en su mejilla, noto un ligero asentimiento.
Eso me llena de alivio, aunque me decido a tomarle el pulso una vez más, por si acaso, y el resultado hace que ese consuelo se sustituya por aturdimiento: apenas siento sus latidos y ahora percibo que su respiración empieza a entrecortarse.
Me mantengo con los dedos en su sien con la esperanza de que se recupere, pero lo cierto es que va de mal en peor y, a cada segundo que transcurre, me acecha una ansiedad repentina que hace que mi pecho empiece a subir y bajar velozmente.
¿Cómo puedo quedarme de brazos cruzados mientras él se muere entre mis manos?
Se me ocurre reanimarlo, pero he de admitir que jamás he acudido a ninguna formación de primeros auxilios y lo único que haría sería empeorar la situación. Y no quiero arriesgarme a ello.
—¡Félix! —exclamo.
No hay respuesta. El pulso se debilita más y más.
—Félix. ¡Félix!
Ni siquiera se mueve.
Cojo su rostro entre mis manos con desesperación. Cada vez hay más sangre que impregna el blanco de las sábanas y solo oigo mi respiración agitada y temblorosa. También advierto cómo mis ojos se vuelven cristalinos y empiezo a sollozar.
Llorando, con mis brazos entorno a él, ni siquiera oigo el sonido secundario de la habitación del cuarto abriéndose, hasta que veo a la Doctora Selene frente a la cama con un gran maletín.
—¡Corre! —grito cuando por fin reacciono—. ¡Está muy débil! ¡Solo le quedan unos minutos!
Selene se pone manos a la obra, desenroscando cables que saca de su maletín y poniéndolos entorno al cuerpo inconsciente de Félix tras enchufarlos apresuradamente. Yo intento echarle una mano, pese a no saber exactamente qué estoy haciendo. Simplemente sigo sus secas indicaciones y trato de mantener la compostura. Sin embargo, entra una tercera persona a la estancia rápidamente y me saca de allí sin apenas darme cuenta de ello. Se trata de mi madre Elsa.
—Seven, cariño, ya has hecho suficiente —señala con una sonrisa empática.
Dicho esto, entra a la estancia y se dedica a ayudar a la Doctora Selene, tomando mi rol. Yo me quedo apoyada en el marco de la puerta observando cómo trabajan en un silencio casi sepulcral. Seguidamente, el monitor de las constantes vitales que acaba de conectar la doctora empieza a emitir los característicos pitidos.
Selene inyecta una substancia desconocida junto a la herida de bala del brazo de Félix y, casi instantáneamente, los pitidos del monitor comienzan a aumentar y estabilizarse.
—Se... —irrumpe repentina y asombrosamente la voz de Félix, que aún tiene los ojos cerrados—. Sev... Seven.
Tanto la doctora Selene como mi madre Elsa se vuelven hacia mí, dejando todo lo que estaban haciendo y mi corazón da un vuelco.
—Sus constantes se han estabilizado —informa la doctora volviendo a ponerse en marcha con más elementos sanitarios—. Pero me temo que tendré que retirarle esa bala y lo mejor es que os retiréis las dos.
Mi madre Elsa suelta uno de los cables que acaba de enchufar, asiente y sale de la estancia. Yo, sin embargo, vacilo un poco después de que mi madre me dirija una mirada comprensiva, haciéndome saber que, por su bien, lo más acertado es aguardar fuera y descansar un poco.
Entro en razón, dirijo una última mirada al rostro ahora sereno e inmóvil de Félix y a su vestimenta destrozada y sus sábanas ensangrentadas, y, preguntándome en qué estará pensando, retrocedo y cierro la puerta de la habitación poco a poco.
Antes de volver a mi cuarto para cambiarme la ropa, paso por el baño y me miro en el espejo: la mitad de mi rostro está ensangrentado y los rastros de mis lágrimas persisten en mis ojos grises enrojecidos. Me lavo las manos teñidas de rojo y el agua se lleva toda su sangre.
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