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11

BESO

Insignificantemente precioso

Valiosamente rechazado

Maravillosamente doloroso

Ansiosamente deseado

Solo es un beso, estoy a tu lado.



Aterrizo al otro lado de la colina dos minutos después de haber montado en el autoavión. Al principio no diviso a nadie en mi campo de visión, hecho que provoca que me estremezca en mi asiento. Mis nervios, al igual que mi preocupación, aumentan con el paso del tiempo. Cuantos más minutos transcurren sin Félix, más histérica me pongo.

No es hasta cinco minutos más tarde cuando veo una figura a lo lejos acercándose a paso rápido hacia mi vehículo. En los primeros metros que recorre me cuesta distinguir de quién se trata, sin embargo, cuando se encuentra a solo unas zancadas de la puerta, reconozco el cuerpo masculino y esbelto de Félix.

Abro la puerta y él toma asiento a mi lado.

En silencio, ambos nos contemplamos con cautela sin saber qué decir.

—Ha salido bien, Seven. —Félix rompe el silencio y sus palabras ocupan el reducido espacio de la cúpula.

—¿Por qué has tardado tanto? —cuestiono aún con preocupación.

—Tenía que asegurarme de que eras tú —expone como si se tratara de una evidencia—. ¿Por qué? ¿He tardado demasiado?

Mi garganta impulsa un suspiro de alivio hacia el exterior.

—No, no. —Hago un gesto negativo con la cabeza—. Solo es que... No he dormido bien esta noche y... —Me cuesta hablar, especialmente cuando recuerdo esos cinco insignificantes minutos por los que acabo de pasar mientras pensaba en que lo peor de lo peor le había sucedido a Félix—. Puede sonar muy dramático, pero cada segundo que transcurría pensaba que no te volvería a ver —admito.

En sus ojos percibo una conmoción a la que me he acostumbrado en los últimos días.

—Seven...

No dice nada más porque sus manos escalan hasta mi rostro, que se acerca peligrosamente al suyo. Antes de dejarme llevar por mi anhelo de sus labios, prefiero cerrar los ojos y aproximar mi frente con la suya.

—Estás bien —susurro—. Estamos bien —completo.

—Estamos bien —repite antes de plantarme un beso tan breve como fugaz.

Advierto que el color me sube a las mejillas momentáneamente, mientras mi mente solo está concentrada en ello. No obstante, cuando mi cabeza se llena nuevamente de las responsabilidades que tengo por delante, suena una voz de alarma dentro de mí capaz de hacerme reaccionar.

—Tenemos que llamar a Jen —señalo.

Seguidamente, alzo mi muñeca, en la que se halla mi reloj virtual, y establezco la conexión con el holograma que se proyecta frente a mí, esperando a que Jen descuelgue la llamada.

Félix, como siempre, se mantiene a un lado para no ser captado por mi cámara.

Al fin, tras cinco ansiados tonos, la receptora de la llamada descuelga la conexión de vídeo.

—Seven, querida —saluda con un tono dulzón.

Su mera forma de saludar ya me indica que está de buen humor.

—Hola, Jen —digo cortantemente.

—Veo que ya estás lista —apunta en referencia al fondo, que en esta ocasión consiste en el característico tapizado interior de los asientos de los autoaviones.

—Sí —afirmo secamente—, solo hace falta que me digas adónde tengo que ir —requiero con impaciencia.

Quizá sea un poco injusto tratarla de tal manera, pero sencillamente su presencia, aunque se encuentre en la otra punta del mundo, me irrita. Y el hecho de desconocer su paradero me inquieta incluso más que su propia persona.

—Tu primer destino no está muy lejos de aquí —empieza la mujer pelirroja desde el otro lado del holograma—, es Skycity.

«Genial», pienso, «tampoco estaba tan equivocada». El alivio me invade cuando recuerdo que les he dicho a mis madres que precisamente visitaría a Ebba o Ellery. En este caso, he acertado en la primera.

—Tendrás que conseguir la página 263 del libro Un mundo sin fronteras de Clare Harold —prosigue Jen justo cuando iba a preguntarle—. Lo encontrarás en la facultad de Derecho de la Universidad de Skycity. Este es uno de los destinos fáciles, Seven —me avisa—, me temo que no todos serán así. Pero, de todos modos, ve con cuidado. En esos campus hay muchos ojos. Vigila por dónde vas.

—De acuerdo —convengo—. Gracias —agradezco a regañadientes—, si me ocurre cualquier cosa, te llamaré.

Acto seguido, tras su explicación, sus advertencias y sus instrucciones, cuelgo la llamada, suspiro hondo y miro a Félix. Este último vuelve a incorporarse cómodamente en el asiento de copiloto.

—¿Estás bien? —pregunta él con preocupación presente en su voz suave.

—Sí —afirmo acompañándolo con un único y firme asentimiento—. Skycity —anuncio para mí misma—, allá vamos.

Tecleo la ubicación en el geolocalizador del autoavión y el vehículo echa a volar a toda velocidad cuando pulso la opción de «Aceptar».

—Tardaremos cerca de tres horas en llegar —comento cuando llevamos ya unos treinta minutos en silencio.

Después de mi última intervención, simplemente nos hemos limitado a quedarnos quietos observando el cambio de paisaje a nuestros pies. Confío en que este hecho se debe a que parece que ambos hemos acordado silenciosamente que necesitamos unos minutos individuales para acabar de digerir lo que está sucediendo desde las últimas horas, especialmente si tenemos en cuenta que nuestras vidas, tanto la mía como la de Félix, han cambiado por completo; están cambiando por completo. Cada segundo de esta aventura es un riesgo; es una locura.

Con todo, pese a la afonía en la que nos sumimos, en la cual nos dedicamos simplemente a escuchar leve zumbido del motor del autoavión, siento cómo la cálida palma de la mano de Félix se posa sobre la superficie de la mía tímidamente. Sin apartar la vista del cristal de la cápsula, desde donde diviso todo el panorama alzándose para nosotros, giro lentamente la mano de manera que, así, queden unidas. Posteriormente, la muevo tras un par de vacilaciones con tal de dejar un hueco entre mis dedos y, de este modo, entrelazarlos con los suyos.

Esa conexión se hace fuerte al paso de los minutos: al principio es un poco incómoda; al final parece que acabamos leyéndonos el pensamiento.

—No está tan lejos —contesta.

Por primera vez en media hora, Félix me mira directamente a los ojos, juntamente con una de sus sonrisas angelicales perfectas.

—Pero ¿por qué Jen ha dicho que Skycity «es uno de los destinos fáciles»? —agrega tras una breve pausa.

Me quedo pensativa ante su pregunta.

—No solo es porque Skycity sea una ciudad mayoritariamente poblada por gente joven —expongo frunciendo los labios—, sino que creo que más bien se refería a otra cosa. Sospecho que lo ha dicho así porque Ebba, mi hermana, es bastante... —alzo la vista, buscando la expresión ideal— peculiar —zanjo con una entonación más interrogativa que expositiva.

—¿Qué quieres decir con eso? —requiere—¿Cómo es ella?

—Ebba es la antepenúltima hermana de la familia. La tercera menor, detrás de Ellery y de mí, claro —explico—. Actualmente está estudiando su segunda carrera, concretamente una de las más antiguas del mundo: Derecho. Es una chica muy lista y empática y sensible con sus escasos veinticuatro años, pero es bastante inocente, desconfiada, tímida y suele creerse cualquier cosa que le dicen. No lo sé —prosigo negando con la cabeza—, es muy buena chica, pero le cuesta mucho relacionarse y llevo meses sin hablar con ella cara a cara porque apenas llama a casa o habla conmigo. Desconozco si tiene amigas o no. En toda su etapa del instituto nunca las tuvo, así que... —Me encojo de hombros.

Félix hace un gesto afirmativo con la cabeza.

—Parece alguien muy interesante y profundo, según lo que me has contado.

—Lo es, lo es —concedo—. Solo que se guarda todo para sí, no es muy habladora, pero yo sé que piensa mucho en todo. Parece apreciar cada detalle...

—Me están invadiendo ganas de conocerla —bromea él—, pero me temo que, si no queremos ser descubiertos, tendré que guardármelas para otra ocasión.

—Ojalá llegue ese día —digo con tono soñador.

—Si ha llegado este día —expresa él—, ese día también lo hará, Seven.

—No sé cómo siempre encuentras la manera de decir lo adecuado —dejo ir con un par de gestos negativos con la cabeza.

Félix se encoje de hombros con una sonrisa en los labios.



Dos horas y media más tarde, empezamos a vislumbrar un conjunto de rascacielos en el horizonte, hecho que anuncia por sí solo nuestro aterrizaje en la pequeña metrópolis universitaria. Específicamente, dejo el autoavión en un aparcamiento a las afueras de la ciudad, cuando ya ha pasado el mediodía.

—Te esperaré aquí —masculla Félix una vez el vehículo se ha detenido.

—¿Estás seguro? —pregunto—. Es un espacio muy reducido, acabarás agobiándote, sobre todo con este sol.

Señalo el exterior con mi dedo índice.

—Existe el aire acondicionado, Seven —replica alzando las cejas—. Y, no te preocupes, sobreviviré. Soy soldado, ¿recuerdas?

—Intentaré no tardar demasiado —susurro.

Sin acabar de convencerme con sus argumentos, suspiro, abatida, y lo miro a los ojos brevemente antes de abandonar la cápsula del autoavión. Asimismo, antes de alejarme de él por completo reparo que, en el interior, Félix se agacha dentro del transporte aéreo con tal de no ser visto desde los ángulos del exterior.

Decido apartar, finalmente, mi vista de él para no volverme en vez de cumplir con el objetivo: conseguir la dichosa página del libro que me ha encomendado Jen dentro de la facultad de Derecho. Por lo que doy zancadas, abandonando el silencioso terreno únicamente lleno de autoaviones y alguna que otra viandante a punto de tomar su vehículo personal para alzarse en él.

«Cuanto antes llegue, antes terminaré», pienso al mismo tiempo que me adentro en las calles asfaltadas de Skycity.

En ese momento es cuando comienzo a detectar la verdadera actividad de la ciudad, el espíritu joven de Skycity, puesto que es la una de la tarde y las calles están abarrotadas de estudiantes en movimiento bajo los altos rascacielos. La mayoría de estos últimos comparten unas tonalidades blancas y rojas como un patrón que se repite constantemente en cualquier establecimiento, edificio o calle.

Deduzco que es la hora punta porque gran parte de las jóvenes alumnas universitarias se dirigen a restaurantes, locales o puestos para consumir comida antes de la jornada de la tarde.

Yo simplemente intento avanzar entre el gentío a la vez que me fijo en los hologramas y carteles luminosos que indican las direcciones que hay que seguir para llegar a los lugares más transitados, entre ellos, en efecto, la facultad de Derecho de la Universidad de Skycity.

Sigo las instrucciones hasta que me adentro en unas calles con un poco menos de flujo de gente, a la sombra de uno de los rascacielos, donde solo circulan pequeños grupos o parejas de chicas que se alejan de un edificio que se encuentra ligeramente a las afueras del núcleo urbano. Más concretamente, a lo lejos, reparo en que provienen de una edificación de mármol blanco bastante alta -quizá con ocho o diez plantas- rodeada de césped. A cada lado de la facultad hay dos torres bajas con la fachada roja, siguiendo con la estética de la ciudad. Supongo que son las residencias de estudiantes.

Camino a paso rápido durante unos quince minutos hasta que, al fin, llego al edificio blanco, contrastando con el césped intenso, por el sendero principal de ladrillos del mismo color que el mármol.

Me dejo absorber por las puertas automáticas cuando llego. Estas me derivan a la calidez de una recepción medio vacía, apenas transitada con unas cuantas estudiantes fugaces y dos secretarias tecleando tras un mostrador.

Entonces me percato de todo el conflicto que tengo delante: ¿dónde puedo encontrar a mi hermana y la biblioteca? Lo primero se debe a las apariencias porque, según les he dicho a mis madres, voy a visitar a mis hermanas, así que necesito jugar bien mi papel, aunque Ebba precisamente no sea la más habladora con Astrid y Elsa. Pero, ante todo, siempre está bien ser cauta, por si a mis madres se les ocurre telefonear a Ebba en algún momento del día.

Tras esta reflexión, establezco en mi cabeza que la prioridad ahora es encontrar a Ebba. Ella me conducirá a la biblioteca, estoy segura.

Sin demorarme más, decido que lo mejor es dirigirme a las residencias, pues, por lo que tengo entendido, mi hermana habita allí en una habitación propia. Me encamino hacia uno de los dos edificios rojos laterales, saliendo por la puerta trasera y pisando de nuevo el exterior.

Como no sé por dónde empezar, decido detenerme para localizar su ubicación a raíz de su contacto con mi reloj virtual. Afortunadamente, la tiene compartida conmigo, por lo que accedo a ella sin dificultades y, a través de un holograma que se proyecta delante de mis ojos, logro ver dónde se encuentra: en la cafetería.

Apago el holograma y sigo andando hacia el edificio rojo y bajo. Después de todo, pienso, tampoco iba tan desencaminada.

Entro por una de las puertas de la residencia de estudiantes y, nada más acceder a ella, diviso una sala repleta de mesas dispuestas por todo el espacio. Igual que en el resto de la facultad, a esta hora hay una gran escasez de alumnas rondando por el recinto. No obstante, reparo en una de las mesas del fondo, donde una chica con la cabellera oscura, corta y ondulada me da la espalda, ya que su mirada se dirige al gran ventanal con vistas a la vegetación que rodea el espacio.

Sin pensármelo dos veces, me acerco a ella y le doy un par de golpecillos en el hombro. Advierto un leve sobresalto momentáneo antes de volverse y mirarme con asombro.

—¡Seven! —exclama. Parece que no da crédito a sus ojos—. ¿Qué haces aquí?

Le sonrío.

—Estoy de visita —comento con un tono animado.

Ebba deja su comida en el plato, se alza y se gira completamente para abrazarme con sus delgados y frágiles brazos. Al mismo tiempo, reparo en que lleva sus típicos pantalones negros combinados con una camisa de color azul cielo. Asimismo, su mirada incierta, detrás de unas gafas que le cubren medio rostro juntamente con sus pecas, se acentúa por la sorpresa.

—No me quejo —objeta después de soltarme—, solo me has sorprendido. No me lo esperaba.

—Claro que no —digo irónicamente—, si llamaras a mamá Astrid y mamá Elsa de vez en cuando, quizá sabrías que voy a visitaros a todas para que me ayudéis. Aunque les dije que no os avisaran, sé que probablemente ya hayan corrido la voz con el resto de hermanas porque no se han podido contener.

—¿Ayudarte? —cuestiona frunciendo el ceño—. ¿En qué necesitas ayuda?

Sus característicos rasgos de inseguridad y desengaño inundan su voz por completo.

—Tranquila —expreso con despreocupación—, solo quiero hablar.

—Oh —profiere. Encuentro alivio tanto en su voz como en su rostro—. En ese caso, ven, escoge algo para comer. Yo invito.

Toma mi mano y me lleva al lado opuesto de la cafetería, donde hay una barra llena de platos a modo de bufé libre. No me doy cuenta de que estoy hambrienta hasta que veo tantos platos deliciosos delante de mí, hecho que hace que me percate de que, pese a llevar provisiones, lo más probable es que Félix también lo esté. Ese pensamiento me lleva a decidir que, tras conseguir lo que necesito de la biblioteca, me pasaré por alguna tienda del centro para comprarle algo caliente.

Hasta entonces, me decanto por poner una ensalada de patatas con mayonesa en un plato que Ebba me ha tendido. Seguidamente, ambas volvemos a la mesa y veo que ella estaba disfrutando de una ración de arroz justo antes de que la interrumpiera.

—¿Por qué está tan vacía? —pregunto.

Señalo el resto de las mesas, todas ellas vacías a excepción de una cercana a la barra, donde una pareja de muchachas conversan en voz baja.

—La gente suele ir a comer a los restaurantes del centro. —Ebba se encoje de hombros—. A mí me gusta este lugar, es más tranquilo y la comida tampoco está mal.

—Ya —coincido después de llevarme el tenedor a la boca—, he visto que el centro está abarrotado.

Sé que Ebba detesta los lugares repletos de gente porque se agobia y parece una marioneta movediza sin cuerdas con su delgado y diminuto cuerpo, como si no supiera qué hacer. Lo sé por experiencia porque, hace ya unos años, cuando ella aún iba al instituto y vivía en casa, durante uno de los mítines de la campaña para la alcaldía de Greenhouse de mamá Astrid, Ebba casi se perdió entre la multitud para llegar al escenario, donde Ellery, mamá Elsa, mamá Astrid y yo la estábamos esperando para hacernos la foto familiar que dicta el protocolo.

—Y, ¿cómo está el campus últimamente? —prosigo para animar el diálogo. Sé que ella no lo impulsará, así que tengo que hacerlo yo.

—Como siempre —deja ir sin más, encogiéndose levemente de hombros.

—Por cierto —añado ante su débil respuesta—, ¿sigues trabajando en esa cafetería que nos comentaste la última vez?

—Sí —me dedica una sonrisa forzada y se coloca bien las gafas, haciéndolas ascender por la nariz—, aunque solo los fines de semana. Antes dedicaba muchas más horas al trabajo y me di cuenta de que me estaba consumiendo demasiado tiempo para los estudios. Y por ese motivo he preferido renunciar un poco a ello y aprovechar mejor el tiempo.

Deduzco que esta es, ha sido y será la intervención más profunda de Ebba. Sin embargo, sabiendo que lo próximo que voy a pronunciar puede herirla, decido forzarla a que se abra un poco más a mí. Me convenzo de que es por su propio bien; hay cosas que simplemente deben hablarse con gente de confianza.

—¿Aprovechar el tiempo en qué? —formulo con toda la naturalidad que soy capaz de inyectar en mi voz.

El rostro de mi hermana es la confusión personificada y siento cómo se matizan sus inseguridades. Incluso hay atisbos físicos, pues sus manos empiezan a temblar ligeramente, hecho que ella intenta evitar mediante la unión de ambas manos sobre la mesa.

—¿Te crees que no me he dado cuenta, Ebba? —continúo con suavidad—. No tienes amigas.

Mi afirmación hace que la confusión de su cara se convierta en estupefacción, que, finalmente, termina en resentimiento.

—Yo... —balbucea—. Yo a veces hago trabajos con algunas compañeras. Y... Y me quedo tomando un café con la encargada los domingos. Comemos las sobras juntas. Tengo algunas amigas, Seven —pronuncia con una firmeza temblorosa.

Ebba es un auténtico libro abierto. Sus expresiones y sus palabras no pueden contradecirse más.

—Ya sabes a qué me refiero, Ebba —insisto. Además, también alargo mi brazo hacia su mano y le doy un leve apretón—. Quiero que sepas que no estás sola. Siempre puedes llamarme. Y no solo a mí, también a mamá Astrid, mamá Elsa, Fallon, Ellery, Wanda... Y nuestra casa en Greenhouse siempre estará abierta para ti, lo sabes, ¿verdad?

Ebba asiente vacilantemente.

—Y no tienes por qué quedarte aquí —agrego—. Hay miles de oportunidades en toda Femtania para ti. Una cafetería cutre en Skycity es un trabajo que se queda muy corto para ti. Necesitas ir más allá, hermana.

—No puedo irme ahora —niega—. Tengo que acabar esta carrera. Solo me quedan dos años —argumenta con un hilo de voz—. He estado todos estos años sola; puedo esperar dos más.

—Ya, pero... —intervengo.

—No lo entiendes, Seven —me interrumpe antes de que pueda soltar cualquier palabra—. Ser yo es... —se queda pensativa— complicado, ¿vale? Para el resto de vosotras todo siempre ha sido muy fácil: sois sociables, encantadoras, amables, habladoras... Yo simplemente no puedo ser así. Y ahora estoy bien, sola, porque solo me tengo a mí misma, nadie más con la que compararme. Y estoy bien —insiste—. Estoy bien.

La miro casi boquiabierta. Nunca la había escuchado hablar de este modo. Me parece increíble.

—No te avergüences de ser así, Ebba —digo al fin—. Me encanta como eres. Y gracias por tu sinceridad.

Ella desvía la mirada nerviosamente, pero vuelve a posar sus ojos verdes amplificados a causa de sus lentes, esta vez de manera franca y junto una sonrisa.

—Gracias a ti —contesta—. Pero, bueno, dejémonos de dramas —zanja tras proferir un suspiro rápido—. ¿Qué quieres que te muestre de cara a tu futuro académico? ¿Estás interesada en el Derecho?

—Eh... —comienzo, haciendo una mueca de torpeza—. Me gustaría ir a la biblioteca. He oído que allí hay programas e información —miento a la vez que rezo porque sea cierto.

—Sí —afirma Ebba. Respiro con alivio—. Seguro que encontraremos a alguien allí que pueda ayudarte. ¿Vamos?

Mi hermana se alza y se cuelga la cadena de su bolso en el hombro, donde supongo que llevará su libro virtual. Acto seguido, yo la imito y ambas cogemos los platos y los dejamos en la ranura de la máquina lavaplatos automática e instantánea de la sala, cerca de la puerta. Inmediatamente después, abandonamos la estancia y el edificio rojo para volver a la inmensidad del recibidor del edificio principal.

Desde esa ubicación, Ebba me conduce por corredores que derivan de la recepción hasta un ascensor. Posteriormente, recorremos más pasillos casi desiertos hasta llegar a unas puertas de cristal enormes desde las cuales puedo vislumbrar decenas y decenas de estanterías con libros físicos.

Pese a estar en una etapa tan desarrollada, las universidades y las instituciones en general siguen emitiendo libros en formato físico para las usuarias que lo prefieran, aunque lo cierto es que la mayoría usamos libros virtuales por muy triste que sea. No obstante, cada año se hacen campañas para potenciar el uso de los tradicionales.

Después de mi momentánea perplejidad, sigo a Ebba, que ya ha avanzado unos pasos por delante de mí, y me adentro en la enorme sala con estanterías hasta el techo. También me percato que los colores rojos y blancos de la facultad persisten en ella, pues los estantes son blancos y las paredes rojas.

Reparo en que hay una joven bibliotecaria tras un mostrador mirando casi sin parpadear un holograma que se proyecta delante de ella. «Genial», pienso, «lo tendré más fácil de lo que pensaba».

Pero justo cuando estoy cantando victoria, Ebba mete la pata.

—Perdone —se dirige a la bibliotecaria. Esta última alza la vista e instala una sonrisa falsa en su boca. Creo que estará maldiciendo para sus adentros el hecho de que mi hermana haya roto su concentración y silencio—. ¿Por casualidad podrías informarnos sobre los programas de la universidad? —La joven empleada alza una ceja—. Verás —empieza a exponer Ebba—, esta es mi hermana y nos gustaría tener información específica sobre los cursos. Yo llevo estudiando aquí un par de años, pero...

Desconecto completamente de lo que está diciendo mi hermana puesto que no puedo concentrarme en otra cosa que no sea trazar un plan rápido para deshacerme tanto de Ebba como de la bibliotecaria, encontrar el dichoso libro de Clare Harold y arrancar la página que me ha encargado Jen. Además, cuento con la presión de hacerlo deprisa porque Félix ya lleva más de dos horas encerrado en el autoavión y le he asegurado que llegaría lo más pronto posible.

—Claro —responde la voz de la bibliotecaria secamente—, allí —señala con su dedo índice una mesa—, al fondo del pasillo hay folletos informativos. También podéis dejar vuestros datos en el letrero digital para que os envíen los vídeos explicados por las directoras de cada grado con todos los detalles junto a los testimonios de personas que han estudiado aquí previamente.

—Genial, gracias —digo precipitadamente.

Camino a paso rápido hacia la dirección que nos ha indicado junto a Ebba, que me pisa los talones.

Nuevamente, cuando llego a la mesa con todos los folletos llamativos, diviso la quietud de la biblioteca dado que no hay ni un alma recorriendo los corredores entre los estantes infinitos.

Durante la siguiente hora -sí, una hora entera-, Ebba lee con detenimiento cada folleto y lo comenta conmigo a susurros. Yo le sigo el juego cogiendo alguno que otro, fingiendo que me llama la atención. Lo hago porque mi hermana parece muy ilusionada y sospecho que esa esperanza está alimentada por la idea de que, si el año que viene ingreso en esta universidad, podré hacerle compañía en sus dos años restantes de carrera.

Aunque, siendo franca, dudo mucho que acabe siendo así, especialmente teniendo en cuenta que estoy cometiendo un delito en vez de estar centrándome en mis estudios o informándome de verdad acerca de mi futuro. Además, todas las desventajas juegan en mi contra: tengo muchas posibilidades de que me descubran porque Félix me acompaña.

Finalmente, después de que Ebba haya insistido en que anote mis datos en el libro virtual para que me envíen los malditos vídeos explicativos de los que nos ha hablado la bibliotecaria, salimos nuevamente por las puertas de cristal.

Pero esa solo es mi estrategia.

—¡Ay! —exclamo exageradamente mientras me llevo una mano a la cabeza con demasiado énfasis—. Se me ha olvidado algo.

—¿Quieres que te acompañe? —me ofrece mi hermana, volviéndose hacia las puertas de cristal—. ¿De qué se trata?

—Eh... —mascullo—, no es nada —niego con la cabeza—. Solo un libro que no he encontrado en Greenhouse y que llevo buscando desde hace bastante tiempo. Creo que puedo encontrarlo aquí.

—Pero si aquí solo hay libros de Derecho —arguye Ebba con confusión.

—Y es precisamente de Derecho —miento—. Aunque, descuida, no hace falta que me acompañes. En dos minutos estoy de vuelta.

Ebba no sospecha nada, simplemente asiente y se queda quieta esperándome.

Me apresuro a atravesar de nuevo las enormes puertas y compruebo que la bibliotecaria está, como preveía, mirando su holograma sin levantar la vista de él.

Camino a paso lento hacia las estanterías, pero conlleva unos segundos ubicarme para saber por dónde empezar puesto que, como es evidente, siguen un orden alfabético de los apellidos de las autoras y los autores. Me hallo en el pasillo de la letra de, por lo que tengo que avanzar hacia el lado opuesto por el que he llegado hasta el corredor de la letra hache.

Una vez allí, busco con prisa el apellido Harold. Es lo único que resuena en mi mente: «Harold, Harold, Harold. ¡Clare Harold!», grita la voz de mi cabeza cuando doy con la autora. Seguidamente, de entre su obra, busco Un mundo sin fronteras y acabo dando con el lomo rojo y las letras del título bordadas en él con destellante y llamativo color dorado.

Ahora viene la peor parte: las cámaras de seguridad.

Inclino la cabeza con disimulo a un lado y otro del corredor y localizo una cámara en uno de ellos. Posteriormente, apoyo el libro en el estante de donde lo he extraído con tal de cubrir mis acciones con el resto de los libros ante las cámaras, a la vez que busco la página 263.

Vacilo un poco antes de lanzarme a arrancar con cuidado el folio. Acto seguido, lo doblo en innumerables pliegues hasta que cabe en la palma de mi mano y lo deslizo hasta el interior de la manga de mi sudadera térmica, aún detrás de la pila de libros que me protege de la cámara de seguridad.

Finalmente, con naturalidad, devuelvo el libro en su sitio y camino con paso calmado de vuelta a la salida, donde la bibliotecaria sigue sin pestañear detrás del mostrador. Con alivio, atravieso por última vez las puertas de cristal y me uno a Ebba para que me saque del edificio blanco de una maldita vez.

—¿Y bien? —cuestiona—. ¿Lo has encontrado?

Me percato que su mirada nerviosa se dirige a mis manos vacías.

—Sí —afirmo con una sonrisa—, pero solo he capturado el número de identificación para comprármelo próximamente en alguna librería. Como voy a visitar al resto de nuestras hermanas antes de volver a Greenhouse, seguramente encuentre algún lugar donde lo vendan, ¿verdad?

—Sí —coincide—. Aunque, ¿también vas a ver a Wanda? —pregunta haciendo una mueca de temor.

—Así es —digo asintiendo—. ¿Por qué?

—Supongo que mamá Elsa y mamá Astrid te habrán advertido sobre ello, pero has de tener muy presente que las cosas en Thorn andan muy mal —explica—. Las manifestaciones allí ya no son pacíficas; hay armas.

—No te preocupes, en Greenhouse también sufrimos un episodio similar —la tranquilizo.

—Lo sé —admite—, pero solo en una ocasión. En Thorn es diario, Seven. Es diferente.

Me limito a asentir.

—Estaré bien, no te preocupes —digo cuando llegamos a las puertas de la recepción.

Ebba me acompaña fuera del edificio principal, hasta el sendero de ladrillos blancos que se abren entre el verde césped. Aunque en esta ocasión el ambiente es distinto, ya que ahora hay más tránsito de jóvenes alumnas llegando a la facultad. Creo que la hora de comer ya ha concluido y empiezan las clases del turno de tarde.

—Bueno, Ebba —empiezo—, gracias por acompañarme. —Le dedico una sonrisa sincera.

—No —se excusa ella—, gracias a ti por la visita. La verdad es que ha sido una sorpresa muy bonita —expone casi con lástima. Siento que no quiere que me vaya y me pega la tristeza por un momento—. Y me encantaría acompañarte hasta tu autoavión, pero las clases están a punto de comenzar.

En un gesto precipitado, Ebba alza su muñeca y proyecta fugazmente su reloj digital para consultar la hora rápidamente.

—No pasa nada —respondo—, ha sido un placer.

Me acerco a ella y la envuelvo en mis brazos. Ella también me devuelve el abrazo con su frágil cuerpecillo.

—Cuídate, Seven —se despide.

Adiós, Ebba.

Le dirijo una última mirada a sus ojos verdes rodeados de pecas bajo sus grandes lentes y me vuelvo por el sendero, de vuelta a los rascacielos ajetreados de Skycity.

No obstante, ahora lo hago con más seguridad, pues conozco el camino de vuelta y quiero apresurarme a llegar al autoavión puesto que Félix lleva allí más de cuatro horas. Además, está cayendo la noche poco a poco a causa del horario de invierno pese a ser las cinco de la tarde.

Sin embargo, me veo obligada a detenerme en la avenida principal para acceder a una tienda y comprar comida caliente para Félix y para mí. En concreto, pido dos tazas de chocolate caliente y una bolsa de galletas de canela recién hechas.

Satisfecha con mi compra, vuelvo con las manos desbordadas al aparcamiento ahora más vacío e inserto mi huella dactilar en mi vehículo. Este último abre la cápsula de cristal y me encuentro a Félix todavía tendido en el suelo.

Con cautela y en silencio, él se alza tras asegurarle que la zona está despejada y yo entro en el transporte y me acomodo en mi asiento. Acto seguido, cerramos la cápsula y, en la seguridad del interior, pese a la oscuridad del exterior, Félix suspira con alivio.

—¿Lo tienes? —pregunta.

Le tiendo su taza de chocolate caliente y dejo la mía y la bolsa de galletas en el salpicadero del autoavión para liberar mis manos y, de este modo, quitarme la sudadera térmica negra en el reducido espacio y dar con el folio doblado en decenas de pliegues regulares que, así, tiene una superficie tan diminuta que cabe de sobras en la palma de mi mano.

Félix hace un ademán de aprobación con la cabeza.

—¿Y Ebba? —cuestiona—. ¿Cómo está?

—Tan sola como siempre —balbuceo con pena—. Espero poder verla pronto.

—Seguro que sí —me anima Félix con una débil sonrisa.

—¿Y tú? —pregunto—. Lo siento por tardar tanto, pero...

—No —me corta—, he estado bien. He vivido situaciones peores, Seven —expone con otra de sus sonrisas más divertidas—, como cuando casi me muero desangrado luchando contra una causa que no comparto.

Ahogo una carcajada sincera. No es que me produzca diversión el hecho que acaba de señalar, sino que sabe que ambos lo vivimos juntos durante la manifestación armada de Greenhouse, cuando casi muere en mis brazos.

—No volverá a ocurrir —le aseguro—, en el siguiente destino pediré un alojamiento.

—Como quieras —me apoya—, aunque tú también tendrás que acompañarme porque tienes que descansar. No dormir te sienta muy mal —frunce los labios exageradamente—, sin ofender.

Una carcajada completa surge desde lo más profundo de mi garganta.

Gracias —comento con ironía.

Él pone los ojos en blanco y acaricia rápidamente mi mejilla a modo de gesto afectuoso.

—¿Piensas llamar a Jen? —pregunta ahora con más seriedad.

—Claro. —Hago un gesto afirmativo—. Tiene que darme las pruebas que me prometió.

Alzo el reloj virtual y marco el código de Jen cuando Félix se ha echado a un lado para no ser visto ni detectado por mi cámara.

—¡Seven, querida! —exclama Jen cuando descuelga.

Su imagen se proyecta de nuevo en el aire de la cápsula del autoavión, resaltando como siempre la palidez de su piel en contraste con su roja melena trenzada.

—Deduzco que ya tienes la primera página, ¿no es así? —continúa ella.

Asiento y alzo la hoja de papel, ahora desplegada por completo y mostrando todo el texto.

—Perfecto —puntualiza Jen—. Te has ganado una parte del clip, tal y como acordamos. En unos minutos te llegará. Gracias por esto, Seven —dice en referencia al folio—. Mañana contactaré contigo para ponerte al corriente del siguiente destino. Buenas noches.

—Buenas noches.

Cuelgo la conexión y aguardo en silencio junto a Félix a que aparezca la notificación que indica la llegada de un mensaje. A cada segundo que pasa me pongo más y más nerviosa porque soy consciente de que este es el inicio de mi supuesta historia biológica; de mis orígenes; de mis padres.

Al fin, cuando empiezo a creer que estoy prestando demasiada atención a la pantalla de manera que mis ojos comienzan a tener efectos extraños, suena el ruidito de la notificación y me apresuro a abrir el archivo de vídeo.

En él, aparece un castillo situado en el centro de una isla nevada. De repente, la imagen se acerca más a los jardines que envuelven la gran fortaleza y se detiene en lo que parece ser un invernadero. A continuación, se muestra lo que creo que es el interior del invernadero, una estancia de cristal llena de vegetación y macetas.

Por primera vez, advierto unas figuras humanas. La primera se trata de un chico joven y moreno que, según mis cálculos rápidos tendrá unos diecisiete u dieciocho años. Este último se mantiene en pie a la vez que observa a la segunda figura.

La otra persona es una chica joven vestida toda ella de blanco, aunque lo que realmente me llama la atención de su físico es una larga melena rubia y lacia cayendo como cascadas hasta sus rodillas. Sus ojos que, desde lo lejos creo que son azules, reparan con mucha atención en una flor esférica y blanca como su atuendo que está plantada en una maceta.

Una vez la chica termina, veo cómo su pecho sube y baja precipitadamente a la vez que se acerca al chico con decisión y confusión y une sus labios con los de él. Finalmente, cuando separan sus rostros, se sonríen y mantienen una conversación inaudible para nosotros, que solo tenemos las imágenes, por lo que tenemos que conformarnos con ver cómo, por último, los dos jóvenes se mantienen abrazados y el chico acaricia la melena dorada de la muchacha antes de abandonar el invernadero circular.

El holograma adquiere un color negro, dejándonos en la total oscuridad dentro del autoavión.

Félix me tiende la mano y me la acaricia.

—Creo que ese fue el primer beso de mis padres —susurro rompiendo el silencio al mismo tiempo que inclino mi cabeza para posarla en su hombro—. Y supongo que eso fue en la Semana del Permiso, hace ya diecisiete años —comento más para mí misma que para Félix—. ¿Crees que fueron felices? Al menos durante esos siete días.

—Parecían felices —indica Félix—. Como tú y yo.

Busco sus dedos para entrelazarlos con los míos correctamente.

—Como tú y yo —repito—, pese a revoluciones, ilegalidades y mentiras.

—Suena tóxico —bromea.

—El mundo es tóxico —objeto con una sonrisa—, no es culpa nuestra.

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