10
PUERTA
Devuélveme las llaves
Que abren mil y una opciones.
Deshaz todos los planes,
Me dejas, sin colores.
Esta mañana Félix ha hablado con el General Erland para que le tramite el permiso de su descanso de dos semanas al que tiene derecho para volver a Homotania. Naturalmente, es una mera excusa para justificar su partida y ayudarme con la misión que me ha impuesto Jen por territorio de Femtania.
Haremos las cosas mal, sí, nos saltaremos las normas y los Acuerdos Binacionales, que recogen que los hombres no pueden circular por Femtania a no ser que se trate de la Semana del Permiso –un periodo de siete días cada siglo- o por una situación excepcional, como frenar revoluciones masivas. Pero, al fin y al cabo, ¿qué más da? Félix y yo ya hemos roto todas las reglas.
En lo que se refiere a Jen, el mismo día que Félix pide el permiso al General, ambos volvemos a fugarnos de casa juntos a hurtadillas por la noche hacia el bosque, donde vuelvo a llamar a la mujer pelirroja.
—Buenas noches, Seven —me saluda desde el holograma con su voz profunda—. ¿A qué se debe esta llamada? ¿Ya has deliberado con calma tu decisión?
Hago un gesto afirmativo con la cabeza.
—Sí —indico—, acepto el acuerdo. Yo te doy lo que necesitas y tú me das las pruebas de que Alan y Grace son mis padres —le recuerdo.
Su rostro no muestra ninguna emoción ante mi anuncio, se mantiene indiferente. Sospecho que confiaba en que esa fuera mi respuesta definitiva desde un principio.
—Genial —puntualiza a la vez que se peina levemente el cabello rojo—, ¿cuándo empezamos?
—En un par de días estaré en un autoavión, dispuesta a dirigirme hacia donde tú me indiques —explico—. Recuerda que, en algún momento, debes decirme qué es exactamente aquello que tengo que robar. No lo sé —comento con ironía al mismo tiempo que me encojo de hombros—, estaría bien saberlo.
—Por favor, Seven —niega con la cabeza—, no lo llames «robar».
—¿Qué más da? A mí lo que verdaderamente me importa es saber la verdad sobre Alan y Grace para mí misma. No me interesa lo que vayas a hacer con lo que sea que necesitas.
—Me parece correcto —valora—. Cada una con sus intereses de manera cooperativa. Sin embargo, te lo diré en cuanto me asegure de que estás en el autoavión. Quiero estar segura de que no te echas atrás, por lo que tendrás que esperar hasta de aquí dos días.
—De acuerdo —accedo sin más—. Es justo. Nos vemos el miércoles.
—Hasta entonces, cuídate y no pienses demasiado.
La imagen de Jen se desvanece en cuanto cuelgo la llamada y la sustituye la presencia de Félix, nuevamente frente a mí, escondido detrás del holograma con el propósito de no ser visto.
—¿Estás segura? —pregunta
—Muy segura.
A la mañana siguiente, Félix les comunica a Astrid y Elsa su «partida a Homotania durante un par de semanas, porque tiene que ver a sus padres». Elsa expresa tristeza en su rostro y lamenta que deba marcharse, pero que esperará pacientemente su vuelta y su reincorporación al batallón con expectación porque ha sido como un hijo para ella.
Astrid, por otro lado, se limita a asentir con la cabeza y a coincidir secamente con todo lo que dice su mujer. Lo único que añade es que ha hecho un trabajo ejemplar para Greenhouse y que ella se encargaría de todos los preparativos de cara a esta noche para despedirlo.
Yo oigo sus diálogos desde la puerta de mi habitación, dado que ellos se encuentran en el centro del patio, junto a la fuente. Aguardo a que mis madres se retiren a trabajar con la puerta entreabierta y, finalmente, cuando percibo el zumbido del autoavión alejándose en cuestión de segundos, me dirijo a la cocina, consciente de que Félix estará desayunando.
Mis pies me conducen a la estancia con decisión y lo primero que hago es buscar sus ojos.
—Ya se lo he dicho —comenta.
—Lo sé, lo he escuchado todo. ¿Crees que las has convencido?
—Creo que sí —dice junto a una de sus perfectas sonrisas—. Aunque me da lástima despedirme de este lugar.
Su rostro adquiere una expresión de tristeza fugaz, hecho que me impulsa a romper la distancia que nos separa y posicionarme detrás de él. Seguidamente, deslizo mis manos hasta sus hombros y las desplazo hasta su pecho para entrelazarlas.
A través de su camiseta del uniforme oficial de Homotania, siento el latido de su corazón y el aumento de su pulso. Asimismo, alza la cabeza hacia arriba para encontrar mi mirada y me dedica una sonrisa brillante y sincera.
—Aún te quedan unas cuantas horas —murmullo.
—¿Me harías el gran favor de pasarlas conmigo? —pegunta todavía sosteniéndome la mirada.
—Me encantaría —accedo—. Pero tú tienes que ir a tu último entrenamiento con el batallón y yo tengo clase. Esta tarde nos vemos, ¿de acuerdo?
Le acaricio suavemente el rostro con mi cabello y él baja la vista hacia mis manos entorno a su pecho. Formula una respuesta no verbal a modo de caricia en mi brazo.
—Mi último entrenamiento como soldado —comenta para sí mismo—. ¡A por el último día de represión y órdenes!
Llega la ansiada tarde en la que Félix y yo queremos aprovechar el tiempo al máximo, pues, si todo sale bien, no nos veremos hasta el día siguiente por la mañana. En el fondo es como cualquier otro día, pero contamos con la posibilidad de que las cosas se tuerzan y no volvamos a vernos jamás.
—Cuéntame algo de ti que no sepa —digo.
Ambos estamos tumbados en la explanada del bosque en la que habíamos estado posteriormente para llamar a Jen bajo la cúpula de árboles, aunque, a diferencia de esas dos ocasiones, ahora es de día.
Nada más llegar, hace tan solo cinco minutos, hemos elegido una zona donde crece salvajemente la hierba verde y nos hemos tendido el uno al lado del otro a la vez que contemplamos las hojas de los árboles moviéndose por el viento a metros por encima de nuestros cuerpos. Pese a hacer un día nubloso, nada nos ha retenido de coger nuestras sudaderas térmicas y salir a disfrutar de las últimas horas normales antes de adentrarnos en una locura que podría terminar muy mal.
—Algo que no me hayas contado antes —insisto—. No lo sé, de tus días en Homotania, quizá —sugiero.
Mi cabeza se inclina levemente de manera involuntaria hacia mi derecha, donde él reposa, para dirigirle una mirada de reojo discreta. En ella, por muy breve que haya sido, advierto dudas y miles de reflexiones en torno a Félix, como si pudiera sentir todos los recuerdos que está rememorando.
—Eh... —vacila—. Creo que nunca hemos llegado a hablar en profundidad de mi familia.
—Solo sé que vivías en la ciudad de Palace con tus padres.
—Y con mi hermano —corrige—. Se llama Jonas y es un par de años mayor que yo.
Ahora él vuelve su rostro hacia mí, hecho que me obliga a imitarlo y a buscar sus ojos.
—Jonas es ingeniero de autoaviones y me llevo muy bien con él —prosigue con una gran sonrisa. Supongo que la relación con su hermano le está volviendo a la mente—. Es un chico muy auténtico y generoso: eso es lo que más me gusta de él.
—Tú también eres así —señalo con franqueza.
Sus ojos pierden la fugaz alegría que había pasado brevemente en cuanto suelto esas palabras, así como su sonrisa, que se desvanece.
—Me encantaría serlo —expresa pausadamente. Sus ojos se desvían hacia los árboles—. Y estoy intentándolo cada día, especialmente desde que estoy aquí.
Decido no añadir nada para no estropearlo de nuevo, esperando que siga explicándose sin límites.
—Pero —prosigue casi en un susurro— la presión que mis padres ejercían en mí hace que me lo cuestione continuamente. No dejaban de compararme con él siempre, haciéndome quedar como el malo. Él era el ejemplo a seguir, el ingeniero, el inteligente de la familia, el que los complacía porque no sabía negarse a sus propuestas... En fin, el hijo ideal.
Tras soltar tales declaraciones por sus labios, no puedo resistirme a alargar el brazo hasta tocar su barbilla y obligarlo a inclinar nuevamente el rostro hacia mí lentamente para poder contemplar esos ojos marrones laberínticos con más detenimiento.
—Tú no eres malo —murmuro.
—No contigo —objeta seriamente— ni con nadie desde que llegué a Femtania. Este viaje me ha hecho ser alguien distinto y mejor. Simplemente mis padres no concebían el hecho de que me hubiera decantado por ser soldado. Les parecía algo estúpido para lo que no se requería esfuerzo alguno.
Mis labios se curvan en una sonrisa tímida.
—No te creo —replico desafiantemente—. Nunca he conocido a nadie tan sincero y paciente e inteligente y empático y...
Dejo de hablar porque una de sus manos cubre mi boca y obstaculiza el paso de mis palabras. Me quedo en silencio observando sencillamente su rostro angelical y, de repente, actúo de manera tan rápida que me sorprende incluso a mí misma.
Inesperadamente, me incorporo del suelo y recorto toda la distancia que nos separa porque me coloco sobre su regazo y me tumbo sobre su cuerpo, poniendo mi cara en paralelo a la suya y mis manos tocando la hierba a cada lado de su perfecto pelo rubio cobrizo. Estamos tan cerca el uno del otro que compartimos el aliento.
—Desde que te vi entrar por esa puerta esa tarde de septiembre con la puesta de sol reflejada en el agua de la fuente del patio, algo cambió —balbucea. Siento que una de sus manos recorre mi cintura y mi torso hasta llegar a mi cabello y colocarme un mechón liso rebelde detrás de mi oreja—. Sé que suena muy típico, pero lo digo totalmente en serio. El Félix que conoces es así gracias a ti porque, cuando me ofrecieron la oportunidad de venir aquí, supe que podría cambiarme la vida, ya que era consciente de que tenía la opción de tener un comienzo nuevo, dándome a conocer como quisiera; sin prejuicios.
—Entonces yo también soy otra Seven —señalo—. Soy la Seven irresponsable, insegura y rompedora de reglas que solo este Félix ha tenido el honor de conocer. Nadie más conoce esta faceta caótica de mí, básicamente porque nunca la he tenido antes.
—Me alegra saber que no soy el único al que este viaje le ha hecho ser diferente —comenta sonriente de nuevo.
Mis labios no se resisten a acercarse a los suyos tras tanta expectación y conversación, por lo que, finalmente, sacian su anhelo y buscan los de Félix con nostalgia, sabiendo que puede que esta sea la última vez. Mi mente, en cambio, solo desea quedarse allí para siempre. Con él bajo mi cuerpo, sintiéndolo más cerca que nunca.
Pero nada es eterno y nosotros, estadísticamente, lo somos menos.
Al parecer, ni la meteorología quiere concedernos un minuto de intimidad antes de embarcarnos en lo que podría convertirse en nuestro fin, pues empiezo a sentir gotas impactando contra mi espalda y mi cabello fuertemente, aunque la sudadera térmica amortigua levemente su efecto. No es simple lluvia; se trata de una tormenta feroz.
Pese a la humedad que en pocos minutos nos empapa por completo, Félix no cesa en besarme, sino que hace todo lo contrario: atrapa mi rostro entre sus manos con más intensidad y me besa como si no hubiera un mañana, hecho que posiblemente se materialice al amanecer.
Aunque yo, mientras continúo devolviéndole el beso devastador, no pienso en el mañana. Pienso en la calidez de sus labios contra los míos contrastada con la gélida lluvia; en sus manos entorno a mi cara bajando hacia mi cintura; en sus ojos marrones bajo sus párpados cerrados; en su torso entre mis muslos... En definitiva, más sensaciones de las que he jamás he experimentado, todas ellas juntas, provocando un descontrol masivo en mi sistema nervioso.
Lamentando terminar con un instante de lo que yo denomino libertad, Félix me alza del suelo con sus brazos y me lleva en volandas hasta un árbol entre el terreno fangoso cada vez con más charcos inundando la hierba en la que hace tan solo cinco minutos estábamos tendidos.
Mi espalda colisiona contra el tronco del árbol y me concedo un segundo para memorizar la apariencia de Félix. Él también está quieto, como si el mundo se hubiera detenido exclusivamente para nosotros dos, mirándome con torrentes de agua deslizándose por sus mechones rubios ahora oscurecidos y adheridos a su frente, así como su camiseta blanca, pegada a causa de la humedad en su cuerpo musculoso, resaltando de este modo su figura atlética.
Intentando reprimir de nuevo mis impulsos, vuelvo a perder el control cuando lanzo mis brazos a su cuello y, aquí, bajo la lluvia, le exijo más y más. Solo quiero estar cerca de él y no comprendo qué haré sin estarlo tanto durante tantas horas, hasta mañana. Por más fría que esté el agua de las precipitaciones, sus labios avivan mi calidez.
—Seven... —balbucea tratando de retirar su rostro.
—¿Sí?
—Moriría por ti, quiero que lo sepas.
Una expresión de perplejidad atraviesa mi cara.
—¿Esa es tu manera de declararte? —comento con una sonrisa.
—¿Acaso tú puedes hacerlo mejor? —pregunta desafiantemente.
—Morir por ti sería poco, yo quiero hacer historia contigo.
Repara en mí a lo largo de una milésima de segundo más y, acto seguido, retoma el camino hacia mi boca.
Volvemos al palacio cuando todavía queda una hora para que mis madres vuelvan de trabajar. Ya ha anochecido y Félix y yo estamos secos y con ropa pulcra tras haber regresado a casa casi corriendo a la vez que intentábamos no resbalarnos en la superficie fangosa presente en la mayoría del camino.
Ayudo a Félix a meter sus pertenencias en su maleta, pese a que él insista en que no tengo por qué hacerlo.
—¿Recuerdas que el primer día me negué a dejarte cargar con la maleta? —pregunto. Él hace un gesto afirmativo con la cabeza—. Pues hoy es igual.
Echo el cierre electrónico a la maleta una vez ya hemos terminado y salgo con ella desde su habitación hasta el patio. Él me sigue hasta la fuente pisándome los pies.
Bajo la luz tenue que reflejan los farolillos que envuelven los arcos, veo sus ojos marrones cargados de incertidumbre. Estos reparan en mí medio apagados, como nunca antes los había visto, a pesar de toda la iluminación que nos rodea.
Repentinamente, su mano alcanza mi mano y entrelaza sus dedos con los míos. Sin embargo, ese contacto mágico solo dura dos segundos porque el sonido de la apertura de la puerta principal hace que nos sobresaltemos y nos volvamos torpemente hacia el origen del estruendo.
Entre la oscuridad y las luces, logro vislumbrar las dos figuras de mis madres acompañadas de alguien más que no reconozco hasta que está más cerca: el General Erland.
—Buenas noches, Seven —me saluda cuando ya se encuentra a escasos metros de mí, así como mis madres—. Cuánto tiempo sin verte.
Sencillamente me limito a sonreír débil y forzosamente.
—¿Estás listo, Félix? —ahora se dirige a él.
—Claro —declara con naturalidad—, estoy deseando volver a Palace, la verdad.
—Desconectar te ayudará a volver con más fuerza —comenta mi madre Elsa.
—Exacto —coincide Erland—, dos semanas se pasan rápido, aprovéchalas.
—Eso haré.
Félix les dedica una sonrisa perfecta, pero me percato de que no le llega a los ojos.
—Bueno —mi madre Astrid, como siempre, va al grano—, creo que es hora de que te subas al autoavión, ¿no crees?
—Por supuesto. —Félix asiente acompañando a sus palabras—. Vamos allá.
Todos los presentes se disponen a marcharse, excepto yo, que no soy capaz de moverme.
—Seven, ¿no vienes? —me pregunta Elsa, la única en darse cuenta de mi parálisis repentina.
—No —niego intentando controlar mi voz—, estoy cansada. El día de hoy ha sido agotador.
—No te preocupes, hija —dice mi madre—. Yo voy a despedirme de él, en unos minutos vuelvo. Anda, ve a la cama a descansar.
Justo en este preciso instante Félix se vuelve con la maleta en su mano y se detiene. Tanto Erland como mi madre Astrid lo imitan porque su cuerpo les impide el paso por la puerta principal. Entonces, pausadamente, Félix se aproxima nuevamente hacia la fuente, donde nos hallamos Elsa y yo juntas.
—Eh, Seven... —empieza torpemente ante el corte que está causándole hablar conmigo en la presencia de mis madres y Erland—. Se me olvidaba despedirme de ti.
Me tiende la mano y, tras el chispazo del contacto que siempre sacude mi cuerpo cuando me toca, aunque en esta ocasión sea distinto, le estrecho la mano lentamente a la vez que me pierdo en sus ojos.
—Nos vemos pronto —añade antes de retirar su mano definitivamente.
Hago un gesto afirmativo con la cabeza tímidamente previamente a que desvíe su mirada para girarse hacia el lado opuesto y desaparecer por la puerta, igual que mis madres acompañadas de Erland.
Sola en medio del patio, contemplo el último rastro de él: su espalda musculosa y sus mechones rubio cobrizo flotando en el aire. Seguidamente, unos minutos más tarde, aprecio sonido del motor del autoavión y alzo la vista para ver cómo sacude el ambiente brevemente, como si jamás hubiera estado allí.
En cuestión de dos minutos más tarde, mis madres vuelven a acceder al palacio caminando pausadamente. El General Erland debe de haberse ido ya.
—Seven, cariño —comenta Elsa cuando ya se encuentran a mi lado, junto a la fuente—, ¿qué te apetece cenar?
Creo que es conveniente soltar ya mi parte de la actuación.
—Eh... —comienzo sin saber muy bien cómo jugar mi papel—. Tengo que deciros una cosa.
Percibo cómo los ojos azules de Astrid reclaman la atención de los de Elsa de manera interrogante.
—Por supuesto —accede Astrid con la voz más suave que jamás ha dejado ir para mí—, ¿qué sucede?
—Quiero hablar de mi futuro —dejo ir con la máxima seriedad que soy capaz de irradiar—. Como es mi último año en el instituto, me gustaría saber qué será de mí el año que viene. Ya sabéis que voy muy perdida en este aspecto y...
—Claro, hija —me interrumpe Elsa—, pero eso depende de ti.
—Ya, lo sé, lo sé —coincido—, pero lo cierto es que el tiempo se agota. En un par de meses son las inscripciones universitarias y todavía no he descubierto qué me atrae. Por eso me gustaría visitar a mis hermanas.
Astrid y Elsa comparten miradas de confusión.
—¿Tus hermanas? —pregunta la primera.
—Sí —afirmo—. Cada una de ellas se dedica a un oficio distinto o están estudiando cosas muy diversas. Supongo que ellas podrían mostrarme en qué consiste su vida profesional y, de este modo, podría orientarme. ¿No os parece una buena idea? —Me encojo de hombros.
Astrid es la primera en intervenir tras varios instantes en un silencio el cual ambas estaban pensativas.
—Sinceramente, hija, me parece una muy buena iniciativa —aprueba, para mi sorpresa.
Astrid siempre ha sido la madre estricta, a la que es más complicado persuadir cuando quiero algo; más que Elsa. Por lo que el hecho de que haya accedido a «ir a visitar a mis hermanas», acto que no es del todo mentira, me sorprende enormemente. El problema es que ahora viene lo peor.
—He hablado con mis profesoras y hemos acordado que me enviarán los trabajos que he de hacer virtualmente, a distancia —empiezo a insinuar.
—¿Por qué iban a hacer eso? —cuestiona Astrid.
Suspiro antes de decir:
—Porque me voy mañana.
El silencio que se forma en el patio es totalmente aplastante y no sé cómo debería tomármelo.
—¿Mañana? —repite Elsa.
—Sí —profiero de forma natural—, cuanto antes, mejor —arguyo.
Astrid me dirige una mirada de desdén.
—¿Estás segura de ello?
—Claro —afirmo—, es mi oportunidad de viajar sola y conocerme a mí misma para saber qué me gusta. Además —añado—, será poco tiempo y sabéis que soy responsable.
—Confiamos plenamente en ti, Seven —dice Elsa—. Anda, vamos a preparar el equipaje.
Astrid, todavía sin acabar de estar convencida, pone los ojos en blanco y, con un gesto de despreocupación con la mano, como si quisiera expresar «Bueno, si no hay otro remedio...», nos adentramos en mi habitación. Las dos me ayudan a comprimir unas cuantas prendas, todas ellas negras, en una pequeña maleta, junto a una bolsita del mismo color con todo lo esencial, como el dinero o mi libro virtual.
Cuando terminamos, sin haber cenado, ya es tarde y lo único que me apetece hacer es dormir, así que, después de desearles buenas noches a mis madres y agradecerles su ayuda, me tumbo en la cama. No obstante, antes de cerrar los ojos reservo unos segundos para reparar en la lejana colina que diviso a través de la ventana y me pregunto si Félix estará allí esperándome.
Siete horas más tarde, los primeros rayos de sol se filtran por el cristal y hacen que mis ojos se abran. Ligeramente desubicada, me alzo del colchón y empiezo a vestirme con unos pantalones negros, una sudadera térmica, mi característica chaqueta de cuero y mis botas altas de tacón, también a conjunto con el resto de mi vestimenta. Asimismo, me aproximo al espejo del cuarto de baño interior y me cepillo el cabello liso y corto a ambos lados de mi rostro.
Cuando apruebo mi aspecto, me pongo el reloj virtual entorno a la muñeca, me cuelgo la bolsita sobre un hombro y salgo de mi habitación para cruzar el patio y acceder a la cocina.
Mi desayuno es escaso, sencillamente consiste en una taza de copos de avena con leche, que tomo con calma, deteniéndome a saborear cada cucharada y observando cada detalle de la cocina. Soy consciente de que puede que esta sea la última vez que coma tranquilamente en mi hogar. Quizá no vuelva a pisar este palacio que ha sido mi hogar durante diecisiete años ubicado en las inmediaciones de Greenhouse.
Durante los pasados días, todo a mi alrededor trata sobre últimas veces: últimas miradas, últimos besos, últimas palabras, últimos pensamientos, últimas comidas, últimas despedidas... En vez de una misión, esto parece una nueva vida; un nuevo comienzo en el que no perteneceré a ningún lado. Solo seré Seven.
—¿Estás lista, cielo? —Elsa, a la cual no había visto entrar a la cocina, interrumpe el flujo de mis pensamientos.
—Sí —comento precipitadamente—, ya he acabado.
Señalo la taza vacía con mi dedo índice y me levanto de la mesa para dejarla en el lavavajillas. Acto seguido, me desplazo hasta el exterior, nuevamente en el patio de arcos acompañada de la figura elegante de mamá Elsa.
—¿Qué hacéis aquí mamá Astrid y tú? —pregunto—. No se supone que deberíais estar en el ayuntamiento trabajando.
—Hemos pedido la mañana libre —indica a la vez que salimos del corredor de los arcos y pisamos las baldosas del centro del patio—. No habrás pensado que te irías sin que nos despidiéramos de ti, ¿no?
Le dedico una sonrisa sincera a la vez que caminamos hacia la fuente, donde Astrid nos espera con el escaso equipaje que constituye mi pequeña y solitaria maleta.
Las tres emprendemos el camino hacia el exterior andando serenamente, como si estuviéramos paseando, hecho que agradezco, pues así siento que puedo decirle adiós a mi hogar al mismo tiempo que intento reprimir las ganas de ponerme a llorar, sin presiones.
Finalmente, dejamos atrás el palacio y llegamos a mi autoavión.
—¿Ya sabes a cuál de tus hermanas visitarás primero? —pregunta Astrid inesperadamente, después de haber guardado mi maleta en la parte trasera del vehículo parado.
—Bueno... —mascullo—, no lo tengo muy claro, pero quizá lo mejor es que empiece por Ellery o Ebba, ya que son las más jóvenes —argumento—. Aunque me gustaría que no les dijerais nada: quiero que sea una sorpresa. —Sonrío para dar apoyo a mis declaraciones.
—Nuestra boca está sellada —me asegura Elsa—. Apuesto que estarán muy contentas de verte.
—Sí —comento distraídamente. Me peino un mechón que se ha movido por el viento—. Bueno, creo que tendría que subirme ya... —me excuso.
«Félix estará esperándome», pienso.
Astrid asiente y se aproxima a mí para abrazarme.
—Compórtate —me advierte— y no hagas perder mucho el tiempo a tus hermanas. Recuerda que tienen sus respectivos trabajos.
—Sí, mamá Astrid, lo intentaré.
Ella me suelta y deja que Elsa me envuelva en su cálido aroma familiar.
—Aprovecha bien el tiempo —me aconseja— y descubre cosas nuevas al máximo. Seguro que será divertido, ya lo verás. Espero que cuando vuelvas ya tengas una idea más clara. Además —añade—, Félix estará de vuelta en dos semanas y quizá él también pueda ayudarte a aclarar tus dudas desde su experiencia, ¿no crees?
—Totalmente —asiento con intensidad—, estoy segura de que él me ofrecerá su ayuda.
—Cuídate —dice a la vez que subo en el autoavión.
Sin embargo, antes de cerrar las ventanas, Elsa dice:
—Ah, Seven, por cierto, ten mucho cuidado en Thorn. Ya sabes que hay manifestaciones diariamente y que las mujeres van armadas por la calle. Contacta con tu hermana Wanda antes de llegar para que ella te informe sobre la situación, ¿de acuerdo?
Hago un gesto afirmativo con la cabeza, cierro las ventanas y, una vez ya sola en la cápsula, me despido de ellas con una mano antes de arrancar el motor. Indico la dirección de mi destino en la pantalla de coordenadas y me alzo a toda velocidad por el aire. Borrosamente, diviso las figuras de mis madres junto al palacio por última vez.
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