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Capítulo 68



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Un ciudadano estadounidense no requería de una visa para viajar a España por turismo o negocios, siempre que su estancia no sobrepasara los 90 días. Estados Unidos era parte de los países exentos de visado para viajar dentro del área Schengen. Sin embargo, entre nosotros había cuatro personas indocumentadas, tres hombres de origen incierto y solo dos individuos de nacionalidad china que llevaban consigo documentos, al igual que yo. Me las arreglé para comprar los boletos de tren necesarios, y tras doce horas de viaje, finalmente llegamos a Milán.

Por primera vez, tuve la impresión de que el sol brillaba de distinta forma a este lado del planeta. Sin embargo, no era una luz reconfortante; más bien, sus rayos proyectaban sombras inquietantes que se extendían por el paisaje. El resplandor adquiría matices ominosos, como si escondiera secretos oscuros entre sus destellos. La atmósfera, lejos de ser acogedora, se tornaba inquietante, como si el sol mismo estuviera tejiendo un presagio perturbador sobre el mundo que se desplegaba ante mis ojos.

Cheyanne agarró las llaves de la camioneta que alquilé cerca de la estación de trenes, y estábamos a punto de caminar hacia el parqueadero, cuando algo nos detuvo.

—Una de las carreteras principales en dirección a Florencia está cerrada —anunció Raine, mientras señalaba hacia una pantalla colgada en lo alto de una pared, donde un noticiero estaba informando sobre la situación.

Una cámara situada en lo que parecía ser el interior de un automóvil, desde la distancia, grabó a tres camionetas negras que rugían por la carretera, zigzagueando en un intento desesperado por evitar a los autos con luces de policía que las seguían.

El ruido de los motores se mezclaba con el claxon de los vehículos convencionales, mientras las luces parpadeantes creaban un espectáculo intermitente sobre el asfalto. Los neumáticos chillaban al doblar cada curva y en cada maniobra evasiva.

—Se reporta que la persecución fue liderada por las fuerzas especiales de los Estados Unidos —relató la voz informativa. Las imágenes se intercalaban en escenas que parecían sacadas de alguna película de acción, captando la atención de las personas a nuestro alrededor. Estas se giraron para mirar la pantalla, inquisitivas sobre la presencia de los estadounidenses en su país.

—Un cargamento de narcotráfico logró cruzar de manera ilegal mercancía desde América del norte hasta Europa el día de ayer, y a partir de entonces les siguieron el rastro. Las imágenes muestran a testigos que se encontraban en esa misma carretera y presenciaron la persecución.

—Llegaron antes que nosotros —precisó Cheyanne, sin apartar la mirada de la pantalla.

No tuve que preguntarme cómo lo lograron, considerando su capacidad para movilizarse en helicópteros y aviones.

El plano cambió y una segunda cámara de calidad deficiente, que debió ser producto de algún teléfono celular, mostró una toma desde el asiento del copiloto.

La carrocería interpuesta en su camino apenas permitió entrever a los conductores. Estos pasaron cerca de su auto detenido a un lado de la carretera, maniobrando con habilidad y corriendo a gran velocidad junto a las camionetas que intentaban detenerlos. Las luces intermitentes colocadas sobre los techos de estas últimas, parpadeaban en medio de la oscuridad de la noche, iluminando con brevedad la carretera. Las sirenas de la policía también acompañaban al caos del movimiento.

Y todo esto había ocurrido algunas horas atrás.

La persecución avanzaba por la carretera, cada vehículo luchando por ganar la delantera, los faros brillando como destellos de luz en la penumbra. El ritmo frenético de la acción llegaba a su punto álgido cuando, de repente, el resplandor de un objeto se extendió a lo ancho de la carretera, haciendo que una de las camionetas negras perseguidas saliera despedida por los aires. El vehículo dio varias vueltas en el aire y aterrizó de campana, quedando destrozado como una lata de soda aplastada. La camioneta que le seguía chocó violentamente contra ella, seguida por tres automóviles más que no pudieron evitar la colisión, sellando así el destino fatal de la última.

Al final, un estruendo estremecedor retumbó, dirigiendo la cámara hacia un enfoque del suelo antes de perder por completo la señal.

—¡Oh, mierda! —exclamó Raine, y en la pantalla apareció la mujer que presentaba las noticias.

—Dentro de las camionetas interceptadas, se encontraban hombres pertenecientes a la organización criminal Serpente. En un conteo rápido, se logró identificar a tres de las once personas a bordo, que portaban tatuajes distintivos de ese grupo, y a su posible líder. En la actualidad, las autoridades policiales mantienen una investigación confidencial sobre el incidente.

—Samantha... ¿No se encontraba con ellos? —La voz de Cheyanne la percibí igual que un susurro.

Cuando los planos del episodio terminaron, se sintió como si el mundo se desmoronara en cámara lenta; con el corazón martillando, veloz y, a la vez, un vacío abismal. En un instante, la vida entera se percibió suspendida en el aire, como si el tiempo se detuviera. Era una sensación aguda: una mezcla de incredulidad y congoja que pesaba en el pecho y se extendía por todo el cuerpo. Era la tercera vez que experimentaba algo similar. La primera ocasión fue con mi madre, y la segunda fue cuando encontré a Samantha en aquel pantano.

Es un momento de impacto emocional, como si un torrente de emociones abrumadoras se desatara, permanecí en un estado de conmoción. La sensación se había vuelto aplastante. Insoportable.

Con movimientos automáticos, saqué el viejo teléfono de mi bolsillo con manos torpes, y marqué el único número que encontré guardado en la lista de contactos.

Los minutos pasaban, y me hallaba consumido por un zumbido en el oído que no me permitió reconocer las múltiples ocasiones que sonó antes de que volviera a marcar su número dos veces más, hasta que la llamada por fin conectó.

—Necesito verla. —Mi voz surgió como una exhalación agónica.

Tenía que asegurarme. Pero todavía hubo un tiempo más de espera, hasta que oí su voz.

—Es una verdadera tragedia para esos hombres inocentes. Pero preferimos evitar que la policía se inmiscuya en nuestros asuntos. —Era Zacarria al habla, y aunque quería decir que no estuvo presente en ese accidente, de todas formas fue desagradable escucharlo.

—Ponla al teléfono —exigí. Hizo un sonido que evidenció que mi tono lo había molestado, pero no me importó el tipo trato al que estuviera acostumbrado.

—Imposible. Se encuentra ocupada ahora mismo, chupándome la polla.

Apreté los dientes, tan fuerte, que rechinaron.

—Voy a matarte.

Su respuesta se trató de un resoplido o quizás una risa, algo que en ese instante me resultaba indiferente.

—Bienvenido al último en la fila. ¿Podemos dejar la conversación para otro momento? Estoy a punto de follarme su culo. —Cuando la línea se quedó en silencio, pensé que había cortado, pero luego se escuchó un sonido, como de un resoplido femenino, y él agregó con dificultad—: Por cierto, ¿no te enseñaron a no creer en todo lo que ves por televisión?

La llamada finalizó, y esa simple frase me indicó que podían permitirse montar una farsa sobre haber capturado a miembros de su grupo, todo para mantener a las autoridades estadounidenses al margen.

«Una tragedia para esos inocentes», fue lo que dijo.

Mi mano se cerró con fuerza alrededor del teléfono, la presión era tanta que comenzó a doler. Mi deseo de poner fin a esa persona, de extinguir cualquier rastro de su existencia, ardía en mi interior como una llama voraz. Cada pulsación del corazón resonaba con la intensidad de mi furia contenida, mientras contemplaba la pantalla del dispositivo, mi conexión directa con la fuente de mis deseos más oscuros.

Una parte de mí repetía el resoplido femenino, asegurándome de que no fuera Samantha, pero la otra no estaba convencida porque fue poco claro. De todas formas, necesitaba sacarla lo más pronto posible de ese lugar.

—Alastor. —Cheyanne tuvo que obligarme a mirar la televisión.

Las imágenes eran nítidas esta vez, y pude observar la nueva escena que estaba siendo transmitida en vivo. Los periodistas se encontraban en el lugar, entrevistando a un oficial de policía italiano. Pero lo más importante no era eso; lo crucial sucedía justo detrás. Varias personas levantaban los escombros. Aunque estaba desenfocada, reconocí a la figura que caminaba con dificultad a su alrededor, como si le faltara el aire, mientras sostenía una conversación con la policía.

Fue cierto que comprobar que seguía con vida me proporcionó un soplo de alivio, pero también apretó un nudo en mi garganta.

Aparté la mirada y abandoné el lugar con las piernas pesadas como si fueran de plomo.

El sonido de una notificación me detuvo cerca del coche que alquilé. El teléfono antiguo que Moretti me había dado aún descansaba en mi mano, y en la pantalla surgió un mensaje del mismo número al que llamé, acompañado de un enlace que conducía a una imagen. Lo presioné de inmediato.

Lo que vi hizo que el aire se volviera denso. Mi respiración se agitó y todos mis músculos se tensaron. Una sorpresa violenta me golpeó, como una ola que arrasaba a un náufrago en alta mar, abriendo paso al caos.

Cheyanne me tocó, y acabó retrocediendo cuando nos miramos. No pronunció palabra mientras la duda se formaba en su rostro. No estaba segura si debía decirme lo que pensaba. Le tomó un momento antes de reunir el valor necesario, mientras contemplaba la mano con la que yo seguí apretando el teléfono.

—¿Lo viste? Oliver salió con vida —susurró.

—Claro que lo vi —respondí, abriendo la puerta del Ford.

—No parece importarte. —Sonó confusa, y me detuve antes de entrar.

Por supuesto que me importaba, pero verlo también revivió el último deseo de Laurent: «Papá ha estado esperando que lo llames así, ¿puedes hacerlo por mí?»

Lamenté que no pudiera ser capaz de cumplir mi palabra. Al final, me di cuenta de que no era tan fuerte como Laurent pensó, y tampoco el hombre que él admiraba. Pero eso ya lo sabía, aunque en mi vida había una persona que a veces lograba hacerme pensar de manera diferente, y ya no estaba más.

Al igual que cuando llegué a la mansión de los Griffith, esta vez Oliver no se metió conmigo, sino que se atrevió a poner en riesgo a la persona que amaba. Porque bien pudo ser Samantha o alguno de nosotros quien se encontrara con ellos, pero ¿quién más que él para dar una orden que terminó con los autos reducidos a nada?

Sabía que cada quien tenía sus prioridades, y eso siempre había sido un gran problema entre él, y yo. Tampoco era razonable aguardar que los demás hicieran lo que yo esperaba. Así como también Cheyanne pudo pensar que sacarme de ese hotel horas atrás sin Samantha, podía ser lo mejor. Pero se equivocaban. Prefería ofrecer mi esencia hasta el último aliento, en lugar de revivir la sensación de que me arrancaban el alma; antes que perder a la mujer que amaba.

No iba a permitir que me quitaran nada más.

—Está bien, demostraré un interés equivalente al suyo —declaré, y Cheyanne retrocedió cuando levanté la mirada en su dirección, con duda y el miedo bullendo en sus ojos.



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Contempló la sustancia blancuzca que ahora cubría su pecho desnudo. Le arrojé su ropa interior encima, y que minutos atrás fue abandonada en el suelo cuando se la arranqué.

—Límpiate —ordené, no debido a que me preocupara por ella, sino por las mierdas que las mujeres de su clase podían llegar a intentar con mi semen, porque sabían que valía todo su peso en oro. Sonaba como una maldita broma, pero en alguna ocasión, una de ellas trató de introducirlo en medio de sus piernas cuando terminé de correrme. Eran muchas las que ansiaban engendrar a mi hijo, sin importar los extremos a los que tuvieran que llegar e impulsadas por la desesperación que despertaba en ellas la idea formar lazos con la famiglia siliciana.

En nuestro mundo, la prioridad era el poder y los negocios. La implacable competencia y la búsqueda despiadada del éxito marcaban las reglas, relegando a un segundo plano cualquier idealismo o consideración ética. En este entorno, la supervivencia se construía sobre cimientos de ambición y astucia, dejando nulo espacio para la compasión o la moralidad.

Entendía que no podía postergar más ese momento; Don me insistía incansablemente en la necesidad de tener un heredero. Sin embargo, en cierta medida, no era en verdad necesario, ya que yo no era el sucesor designado para su posición; para ese papel, contaba con su propio hijo. Además, no me hallaba interesado, porque añadir un nuevo problema a mi vida no se encontraba entre mis prioridades. Todo iba bien con las mujeres hasta que complicaban las cosas con sus estúpidas emociones y sentimientos. Esas mierdas solo te volvían débil. Además, prefería aguardar por la llegada de la candidata ideal: una mujer que no generara complicaciones, que permaneciera en silencio, de buen aspecto —porque eso era crucial—, y virgen, según la tradición. Así era como debía ser.

Cuando me aseguré de que acatara mi orden al pie de la letra, me puse los pantalones.

—Te quiero lejos de la villa dentro de los próximos cinco minutos. —Me dirigí a la puerta de la habitación de huéspedes. Tampoco esperé por su respuesta ni la miré.

Salí y crucé el pasillo, donde varios de mis hombres me observaron con respeto y cierta dosis de temor. Sus miradas eran como sombras que se inclinaban ante mi presencia, conscientes de que mi voluntad era ley. Con pasos firmes, me adentré en la siguiente habitación, dejando tras de mí el eco silencioso de un liderazgo que no admitía cuestionamientos.

Francesco, mi consigliere, me observó con detenimiento.

—¿Se ha despertado?

—Parece un cadáver.

Me incliné para verificar que aún respirara. Pese a que su aspecto podía no ser el mejor, tenía una belleza natural y desatada, lo noté desde el primer momento en el que la vi, pero también era tan insolente y molesta como una patada en los huevos. Por las escenas que montó, habría merecido un castigo por parte mía o de mis hombres, pero la orden de Don nos restringía. No podíamos ponerle las manos encima.

Sonreí ante la idea.

Cuando Fran me vio tumbarme a su lado, de repente se levantó de su asiento, como si estuviera recostándome sobre lava hirviendo en lugar de un colchón.

—¿Qué carajos haces? —Su voz crispó el ambiente con sorpresa y disgusto—. Don dijo que...

—No voy a comérmela, Fran. —Lo miré de reojo; no lucía aterrado, solo curioso—. O al menos, ¿quién usa las manos para masticar? Tranquilo, no romperé la ley de nuestro Don, si eso es lo que te preocupa. Además, confió el caso a mi responsabilidad.

Hundí la cabeza en el cuello de la chica, y lo primero que noté fue que ya no olía a sal y mierda; de hecho, tenía una esencia única. Usé mi boca para remover la camiseta que ahora vestía, y ya que le quedaba grande, tampoco fue difícil acomodarla, de forma que expusiera gran parte de su cuello y hombro. Ella murmuró algo que en esta ocasión resultó incomprensible. La primera vez que lo hizo fue de camino hasta aquí. «¿Estarás bien?» Todavía no lograba arrancarme sus palabras de la cabeza, y no sabía el motivo.

—¿Qué? —pregunté al verlo mirándome con una risa contenida.

—Estoy curioso, eso es todo. —Negó con un gesto, pero era evidente que la idea lo emocionaba casi tanto como a mí.

—No manos en ella, la orden estuvo clara. Teléfono —exigí, y en menos de un minuto, me entregó el suyo.

Desbloqueé la pantalla e ingresé a la aplicación de cámara, cuadré el enfoque, y pegué la boca en la piel tibia de su cuello; para mejorar las cosas, también utilicé mi lengua. Dentro de su inconsciencia, el sonido que emergió de su garganta casi fue excitante, de no haber sido por a la forma en que se movió hacia mí, alcanzándome con sus manos como si fuera el objeto más precioso y anhelado. Ante el arremetimiento de un latido de más, me quedé inmóvil. La miré, preguntándome si acaso había despertado. Pero seguía dormida.

—Esta es la parte en la que todo se llena de confeti rosa y los fuegos artificiales iluminan el cielo. —Francesco, junto a la cama, empezó a partirse el culo de la risa.

—Delira por la fiebre. —La aparté de encima, ella rodó sobre el colchón como un muñeco y se quedó quieta.

—¿Cuál es el plan?

Me levanté, desviando la atención hacia la pantalla en mis manos. Después de un par de toques sobre el vidrio templado, la fotografía que tomé se encontró subida en la Pulse Web.

Amaba la tecnología casi tanto como el sexo. Con tan solo un botón, podía ocasionar que cualquier puerta se abriera, que el marca pasos de algún corazón se detuviera, o que un avión perdiera el control y chocara contra un edificio lleno de gente.

—Juego a despertar al monstruo y ver de lo que puede ser capaz. —Don dijo que vio algo en él, y la idea de salir de la rutina por un tiempo resultaba interesante. Además, al observarlo en el hotel de Sevilla, pude apreciar esa oscuridad contenida de la que me habló Don, y un claro deseo: poner fin a mi vida.

Si su objetivo era generarme temor, lo que logró fue emocionante. Después de todo, solo un monstruo reconoce a otro.

—La Bratva ha estado muy callada durante la última semana. Ha sido muy aburrido no rodear el cuello de algún ruso con las manos y escuchar el crujido de sus huesos —secundó Fran al notar el gajo de aburrimiento en mis últimas palabras.

Antes de enviársela al hijo de Nikolai, al revisar el resultado, me vi sorprendido. En la imagen se apreciaba desde su mentón hasta su hombro desnudo, con la sedosidad de su cabello extendido sobre la almohada. En el centro de la escena, mi boca devoraba su cuello, pero en el margen también se distinguía una pequeña parte de su mano momentos antes de alcanzar mi pecho. Cualquiera podría confundirlo con el principio de alguna película porno. El resultado superó mis expectativas, fue mejor de lo que había imaginado. Debí haber grabado un video.

Saqué el teléfono antiguo de mi bolsillo, compartí el enlace en modo incógnito y dejé el móvil moderno que Francesco me entregó reposando en el suelo. Luego, tomé el bate de béisbol, un regalo de mi padre en mi onceavo cumpleaños, que se convirtió en mi arma favorita durante varios años. Con ella, abrí tantos cráneos, y aun ahora podía escuchar el sonido que hacían sus huesos al romperse.

Francesco me observó boquiabierto mientras el pesado metal se abalanzaba con fuerza, eliminando toda posibilidad de dejar rastros.

—Ese era nuevo —murmuró con indignación.

—Ahora tendrás que conseguir otro —respondí sin titubear, soltando el bate al suelo con un sonido sordo.

—Puto loco —gruñó resignado. Tampoco es que le faltara el dinero, de eso, ya teníamos bastante.

El ruido de sus pasos se desvaneció mientras se alejaba. Entre tanto, inmerso en mis pensamientos acerca de lo siguiente en la lista, mi atención se centró en la figura de esa chica sobre el colchón. Volvía a tener los ojos húmedos como aquella vez en la que susurró esas dos palabras entre sueños. Lucía exquisitamente vulnerable, tanto que, por primera vez, me sentí tentado a ponerle las manos encima de verdad. Pero me recordé que si había algo de lo que no solía ser partidario, no solo era faltar a la palabra, sino de la violación. Todo era mejor si se entregaban por voluntad propia e imploraban por más.

—Un imán se ve atraído por el hierro, así como el caos por la fascinación que provoca. —Era la frase que Don utilizó cuando me apadrinó el día en que perdí a mis padres, y por alguna razón me nació emplearla justo ahora.

Recordé aquella vez que salió empapada del baño y me observó con altivez, y cuando se atrevió a escupirle en la cara a uno de mis hombres más letales... Todo en ella era un auténtico descontrol, como si no conociera el miedo a morir. No la culpaba; al fin y al cabo, formaba parte de un mundo lleno de unicornios y duendes de colores que los frágiles gobiernos les pintaban a la gente común, para que todo el tiempo creyeran en dulces fantasías.

Sonreí al pensarlo.

Su presencia desafiante y su actitud temeraria chocaban con la lógica de la supervivencia, pero en cierto sentido, eso era algo que teníamos en común: el desdén por el peligro y la disposición a enfrentar lo desconocido con valentía.

Aunque fuera muy idiota de su parte atreverse a desafiarnos, debía admitir que esta chica tenía los ovarios bien colocados. Era poco probable que se le cayeran, y eso, en nuestro entorno, al tratarse de féminas, solo conducía a un destino inevitable: la muerte.

Cuán lamentable en verdad. 


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Consigliere: Mano derecha o consejero del Capo.

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