Capítulo 63
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Minutos atrás...
No saber en qué abrazo nos despedimos, era una de esas incógnitas que nunca resolveríamos.
Sentía como si una eternidad hubiera pasado desde que caímos al mar y perdimos de vista el buque. Mis extremidades apenas las percibía, los dedos entumecidos se aferraban al bote salvavidas. La energía se desvanecía, agotada por días de inanición. Cada vez que cerraba los ojos, los recuerdos en forma de pesadillas me devoraban, sumiéndome una y otra vez en la oscuridad y la desesperación. Y en el agua, la situación apenas variaba; a pesar de estar muy juntos, el frío incontrolable nos golpeaba.
En más de una ocasión, recordé una escena popular de la película Titanic. Estaba convencida de que Rose y Jack podían haber compartido la tabla. Un pensamiento que se desvaneció al ver el agujero en nuestra pequeña embarcación; volcarla significaba hundirnos con ella.
En medio de estos pensamientos, Alastor ocupaba mi mente, pero lentamente comencé a caer en lagunas, vacíos creados por mi memoria, como si me estuviera quedando dormida.
—No dejes de moverte, Sam. El cuerpo pierde calor más r-rápido de lo que puede generarlo.
Pataleé, luchando contra el entumecimiento.
La lluvia persistía afuera, su sonido más alto que el oleaje o los truenos. El bote salvavidas volteado nos protegía del viento, una tarea difícil de mantener en los últimos minutos.
—Si algo le sucede a Lizzie, ju-juro que...
—Cállate, Raine —interrumpí, frustrada con la persona que nos había llevado a esta situación. También era cierto que era él quien la pasaba peor entre los tres. Cada vez que lo miraba de reojo, no podía evitar perderme en la masa morada y roja que era su rostro golpeado—. Si n-no fuera por ti, estaríamos aún en el buque.
—No tienes idea de nada. Habría muerto a manos de la ge-gente de Nikolai o...
—¿Cómo llegaste al buque? —preguntó Cheyanne.
Raine esbozó una sonrisa irónica que más parecía una mueca, y antes de que lo ignorara, respondió:
—El ser capturados era solo cuestión de-de tiempo. No hay forma de escapar de ellos.
—Por Lizzie —recordé—. Nikolai la estaba b-buscando. ¿Por qué?
Raine emitió un sonido angustiante en la garganta y se estremeció al tomar aliento.
—No conozco el motivo —confesó con un suspiro.
—¿Por qué t-te importa tanto? —inquirió Cheyanne con cinismo. A veces me costaba entenderla, como si llevara un cubo de hielo en lugar de lengua.
Por un instante, Raine pareció perdido en el remolino de sus recuerdos, luego sonrió de nuevo, esta vez con un gesto más natural.
—Me salvó la v-vida —afirmó.
¿Seguíamos hablando de Lizzie? Estuve a punto de preguntar; sin embargo, me costó mantener los labios firmes, ya que el oleaje volvió a sacudirnos. Mis dedos resbalaron, pero Cheyanne agarró el cuello de mi camiseta y mantuvo mi cabeza sobre la superficie mientras me sostenía del bote salvavidas. La miré agradecida.
El tiempo nos abandonaba rápidamente. Era evidente que no podríamos soportar mucho más, aunque ninguno de nosotros se atrevía a mencionarlo en voz alta.
—E-Ella no es tu hermana, y César t-tampoco es tu padre. —Cheyanne afirmó, tomándome por sorpresa. Parecía haber descubierto ciertas verdades durante mi encierro.
—Hace a-años estuve en ese mismo calabozo —Raine me recordó el lugar donde desperté en el buque—. El hambre, el frío, la s-sed y el dolor n-no son nada que no haya experimentado a-antes.
—Un momento. —Respiré hondo—. Entonces, ¿f-fuiste un inmigrante?
Raine asintió con un movimiento tenso pero certero, enviando escalofríos por mi espalda.
Recordé las veces que lo vi mirándome con altivez, en parte, porque pensé que había nacido en los Estados Unidos. Su español llevaba un acento distintivo, como si fuera aprendido o deliberadamente forzado. Sin embargo, su actuación fue tan convincente que me lo creí.
—El único recuerdo lúcido fu-fue cuando la vi. Compartía su comida conmigo. Mi mente estaba tan nublada que ni siquiera me p-pregunté por qué ella se encontraba af-fuera.
—Entonces, tú la sacaste de ese ba-barco.
—No tenía idea de quién era. Hace seis años, Lizzie abrió la celda para mí, y... Solo c-corrimos. No sabía bien lo que estaba ha-haciendo, es lo que pasa cuando intentas salvar tu vi-vida. —Nos miró con evidente acusación—. Ella también quería irse, de otro modo, ni-ni siquiera hubiera abierto la puerta para mí. Luego alguien nos guio a través de la única salida del p-puerto, bajo un puente, y por-por suerte el buque todavía no había zarpado.
—Fu-fue César, ¿no es así? La persona que los ayudó.
—Y ahora está muerto. Arrojaron su cuerpo al m-mar. —Me hubiera gustado que no sonara tan fatalista al decirlo, pero así fue. También parecía afectado por eso. Y viéndolo desde esa perspectiva, César cuidó de ambos durante bastante tiempo, era normal que le hubieran tomado cariño.
No pude enojarme del todo con él. Había experimentado suficiente para comprender la necesidad de escapar de ese lugar. Aunque pareciera absurdo, el agua era preferible al buque. Eso me llevó a preguntarme qué aguardaría al final para las personas dentro de los contenedores.
Un silencio profundo nos envolvió. Cada uno perdido en sus propios pensamientos. Cheyanne recordaría a Laurent, al igual que yo lo hice, pero Raine continuó buscando respuestas.
—¿Por qué pi-piensas que César te dejó el paquete? Los documentos f-falsos debieron darles una pista de lo que estaba ocurriendo. Te los dio porque creyó que al menos él se-se daría cuenta. Imaginó que Alastor p-podría...
—¿Descubrir todo lo que había d-detrás? —ironicé—. ¿Acaso s-supones que la vida real es una película de acción?
—Nikolai es su padre. No habría sido d-difícil revelar que tenía una hermana, pero ya veo que no importa cuánto dinero tenga, si de todas f-formas es un...
—Cierra la boca o te-te juro que quitaré tus manos del bote y no dejaré que vuelvas a t-tocarlo —sentenció Cheyanne, desatando otra vez la misma incógnita: ¿Por qué Nikolai quiere de vuelta a Lizzie con ta-tanto empeño?
Un golpe en nuestro bote salvavidas lo detuvo. Los tres nos miramos expectantes.
Era probable que compartieran mis pensamientos. El regreso de aquellos que nos buscaban no debería haberme llenado de alivio como lo hizo. Aunque tampoco tenía sentido que nuestro bote salvavidas se detuviera en lugar de ser engullido por el monstruoso buque que lo liberó.
No obstante, no hizo falta hablar. La voz del hombre que parecía ordenar desde fuera, tuvo el poder de aclarar todas mis dudas y, al mismo tiempo, provocar un temblor incontrolable en mí.
Su idioma no era español, ni siquiera inglés, sino italiano.
—Il Nostro. —La revelación de Raine resonó como una sentencia, y su semblante, antes pálido, ahora reflejaba un verdadero estado de desasosiego.
—¿De q-qué habla? —pregunté en un hilo de voz, con los labios entumecidos. Por un momento, anhelé haber perdido la cordura.
—La ma-mafia italiana —explicó Cheyanne, el horror también reflejado en su mirada—. Nikolai y su gente se dirigían a s-su encuentro.
Y, para nuestra desgracia, fuimos arrastrados hacia ellos por el mar. En ese instante, parte de mí consideró que habría sido preferible morir congelada en el océano.
Las órdenes en ese idioma desconocido continuaban siendo lanzadas.
—Quieren que salgamos —aclaró Cheyanne. No necesité preguntar para deducir que ella lo entendía.
—¿Y les haremos caso?
—M-Me gustaría tener otra opción. Déjame ir p-primero.
—Espera —la detuve—. Q-Que vaya él.
Raine me miró con resentimiento profundo. Me sentí culpable, porque tal vez lo estaba condenando. Pero, ¿no era lo mismo para todos nosotros? En algún momento, tendríamos que salir.
Él se movió sin que insistiéramos, abandonando nuestro bote protector. Quise detenerlo, pero no me atreví a despegarme de la embarcación.
Además, el entumecimiento invadía mi cuerpo. Comprendí por qué Cheyanne había insistido en mantenerme en movimiento. Después de quedarme quieta durante los últimos minutos, me resultó complicado desplazarme a través del agua. Me sentía como si estuviera navegando entre hielo.
Pasaron largos minutos hasta que por fin volvimos a escuchar su voz.
—Será mejor que salgan.
Cheyanne no había hecho más que mirarme, pero tampoco dijo nada. Solo siguió a Raine y me ofreció su ayuda para hacer lo mismo.
Aferradas al bote salvavidas, nos aventuramos afuera. El mar no parecía tan furioso como lo imaginé, aunque seguía lloviendo y los relámpagos iluminaban un horizonte nublado.
Resultó que nos encontramos con un yate lujoso de dos pisos, al que trepamos por la parte trasera por obligación. La embarcación parecía haber permanecido inmóvil sobre el mar, y entendí la razón cuando vi varias lanchas de mar dispuestas a nuestro alrededor. Sus conductores vestían prendas adecuadas para soportar el frío del agua, listos para navegar. Pero no parecían amigables, sostenían armas largas con las que apuntaban a nuestros órganos vitales.
Era innegable que afuera hacía más frío que en el agua.
En lo alto de un par de gradas, se hallaba un grupo de sofás blancos alrededor de una mesa con diversas botellas de vino sin abrir. Estaban colocadas de manera que parecían formar parte de una costosa colección, pero contenían líquido en su interior. Ni siquiera habían sido abiertas.
La persona que emergió entre todo eso captó mi atención: un adulto mayor vestido de blanco, su cabello canoso en perfecta armonía con su atuendo. Sin embargo, junto a él, había otra figura. Un hombre de aproximadamente mi edad, cuya sola presencia, hizo que perdiera el equilibrio, obligándome a sujetarme de Cheyanne para no caer de nuevo al agua. El hombre lucía un traje oscuro y se acercó a murmurarle algo al adulto mayor. A pesar de que conseguí captar parte de la conversación, no logré comprender lo que decían.
—Supone que venimos del buque —me aclaró Cheyanne—. De otro modo, no podríamos haber sobrevivido tanto tiempo en el agua.
El anciano le respondió algo en voz baja. El hombre tuvo que inclinarse bastante para escucharlo. Ambos lucían impecables; y aunque toda la autoridad parecía emanar del hombre alto y esbelto, el adulto mayor tenía una mirada que me ponía los pelos de punta. Alrededor de ambos se percibía un aura que me hacía desear huir.
El del traje oscuro asintió, como si hubiera acatado una orden, y al dar los primeros pasos alejándose del anciano, escuché su nombre:
—Zacarria, è ora di intervenire. Occupati della nave. Ho la sensazione che abbiamo qualcosa di prezioso qui.
Cheyanne apretó mi brazo con firmeza, transmitiéndome que lo mencionado no presagiaba nada positivo.
—¿Qué dijo? —pregunté en un susurro.
—Irán a encargarse del buque. Presienten que acaban de obtener algo de valor.
El miedo se arraigó tan hondo como lo había hecho el frío.
El hombre joven ni siquiera entró en la cabina; simplemente comenzó a desvestirse. Desabrochó su camisa, y al terminar con el último botón, se giró hacia la mujer, que se acercó con prendas de vestir dobladas en sus manos, similares a las que usaban las personas en las lanchas deportivas.
Ella sostuvo su camisa con una expresión ausente, sin reaccionar a la figura musculosa que fue revelándose ante sí. No presté mucha atención cuando se bajó los pantalones, quedándose desnudo por completo, ya que mis ojos se detuvieron en el tatuaje de una serpiente enroscada en su brazo derecho.
Nacía en la nuca, emergiendo del cabello, luego se extendía sobre su hombro y descendía, enroscándose en cada músculo de su brazo. Al final, terminaba en el dorso de su mano, mostrando los colmillos listos para un ataque mortal. Además de eso, tenía diversas cicatrices repartidas en el torso que, en su momento, debieron ser heridas graves. Y siguiendo la dirección de sus costillas del lado derecho, había cuatro líneas gruesas, como pinceladas, aunque la tercera de ellas tenía la cabeza de otra serpiente.
Una vez que el hombre terminó de vestirse, fijó una pistola en su bíceps mientras descendía las escaleras hacia el punto donde permanecíamos inmóviles. Debía ser de la misma altura que Alastor, sin embargo, su presencia imponía una sensación violenta a medida que se acercaba. Al detenerse junto a mí, nos miró de reojo. Era un hombre apuesto, de rasgos bien definidos y una presencia magnética, pero sus ojos azules reflejaban una chispa de maldad pura.
Cuatro lanchas lo esperaban a nuestras espaldas. De una de ellas desembarcó un hombre, pasando a ocupar el asiento detrás de uno de los que ya estaba en otra, cediéndole el paso y la libertad para su uso exclusivo.
Aquel hombre, llamado Zacarria, fue el primero en acelerar. El resto lo siguió, perdiéndose en las aguas de un océano desconocido bajo las furiosas condiciones climáticas. Silenciosos, igual que las serpientes al deslizarse entre la maleza, camufladas y sigilosas, preparadas para atacar con rapidez, letal precisión, y desencadenar su veneno sin previo aviso.
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