Capítulo 51
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Alastor llegó muy tarde por la noche, y se dio una ducha más larga de lo normal. Al recostarse junto a mí, su brazo me alcanzó y me atrajo contra su pecho con firmeza, como si necesitara esa proximidad.
Me hundí en su olor, respiré profundo, empapándome de él, y reconocí que durante las últimas horas había tenido miedo de que algo malo le ocurriera, hasta este instante en el que su calor disipó esos temores.
—Tardaste en volver. ¿Sucedió algo?
Lo escuché tragar saliva.
—Detonantes de recuerdos. Un olor despertó uno de mi pasado con mucha claridad —respondió.
Me incliné ligeramente hacia atrás, y a través de la oscuridad encontré sus ojos.
—¿Olor? —pregunté y él negó con la cabeza, el movimiento fue casi imperceptible.
Sabía de lo que hablaba, y fue por ello que me quedé quieta, obviando los planes que había estructurado a lo largo de las últimas horas. Era un mal momento para que se me ocurriera algo así.
Sus manos se arrastraron por mi cintura hasta rozar la fina tela que me rodeaba la cadera.
—Estás usando... —Planeó levantar la sábana y no se lo permití. Me trepé a horcajadas sobre él. De este modo pude ver su rostro a plenitud, aunque a través de la oscuridad su expresión no fuera del todo clara.
—Creí que te darías cuenta en el primer roce.
Pero no lo notó, y me preocupó el motivo que lo tenía lejos de la realidad.
Como si pudiera leer lo que ocurría en mi mente, volvió a marcar un nuevo camino con sus manos, dificultándome el pensar con claridad y deshaciendo cada nudo en mi cabeza. Sobre todo cuando trazó una línea por mi vientre, hasta la tela que lo impidió llegar más lejos.
—Es la lencería que compré para ti —reveló, y me sorprendió que lo descifrara con tan solo el tacto.
—Te estaba esperando —admití y sus caricias se detuvieron durante un par de segundos, luego reanudó su marcha por mi ombligo hasta perfilar mi pecho, erizándome la piel.
—Quiero verte. —Su voz sonó como una solicitud casi dolorosa.
—Aguarda. —Presioné mi cuerpo contra el suyo—. ¿Estás seguro de que te encuentras bien? ¿No quieres que hablemos?
Dimos vuelta, y tan pronto, él se encontró sobre mí. Se hundió bajo la sábana, y no fue necesario verlo para saber que me estaba examinando. Podía sentir su respiración ardiendo sobre mi piel, y temblé cuando sus labios ejercieron presión cerca de la herida, luego más arriba, en el centro de mi pecho.
De repente, el peso de su cuerpo al caer rendido sobre mí me llevó a levantar la sábana. Al ver su cabeza apoyada en mi estómago, abrazándome con la delicadeza de quien sostiene un tesoro frágil, se me encogió el corazón.
En ese instante, el peso de todo lo que estábamos viviendo, se hicieron presentes. Me di cuenta de que Alastor seguía aferrado a ese niño de nueve años, grabado con tinta y sangre en su interior, aunque rara vez lo dejara ver de forma clara, dado que su vida había transcurrido en un constante estado de supervivencia.
La cercanía y la vulnerabilidad de ese momento nos envolvieron, forjando un espacio íntimo que se sintió sagrado. En su silencio, resonaba el eco de innumerables ocasiones en las que había compartido esa sombría faceta suya, como una súplica muda en busca de auxilio. En cada momento en que había expresado su desesperación por mantenerme a salvo, y de las palabras no dichas que flotaban en el aire. Era como si el tiempo se hubiera detenido, y estábamos atrapados en una burbuja de nostalgia.
En la quietud de la noche, también fui consciente de cuánto significaba para mí. A menudo, la vida nos separaba de las personas que amábamos, pero en ese momento, en esa cama, me aferré a él con la certeza de que, sin importar las circunstancias, siempre estaríamos unidos por un lazo que trascendía el tiempo y el espacio. Era un momento triste, un recordatorio de la fugacidad de la vida, pero también de la belleza de los lazos que creamos en nuestro paso por este mundo.
—Siento que te arrastro conmigo. —No comprendí por qué lo dijo, como si sus palabras ocultaran una gran verdad.
—Eso nunca. La decisión fue mía; la de caminar junto a ti. —Hundí los dedos en su cabellera todavía húmeda. Al verlo en ese estado, me resultó inimaginable pensar que él fuera capaz de lastimar a alguien, o incluso de causar el llanto de una mujer—. Nunca voy a dejarte, Al.
De pronto sus músculos se tensaron, y levantó la mirada hacia mí. Podría jurar que sus ojos se habían cristalizado.
—¿Qué ocurre? —pregunté preocupada de haber cometido un error.
—Una persona solía llamarme de ese modo; mi madre.
—No sabía, lo siento.
—Está bien. Me gusta escucharlo de ti. —Se acurrucó de nuevo, y pude ver reflejado mi miedo en él: a perderlo.
Era un gesto silencioso, un bálsamo que reafirmaba el lazo especial que compartíamos. Nuestros cuerpos se fundieron en un abrazo invisible que expresaba todo lo que nuestras palabras no podían. La habitación se llenó de un silencio que hablaba de confianza, amor y conexión profunda, y nuestros corazones latían al unísono en esa noche que nos pertenecía. Fue incluso mejor de lo que había planeado.
Al día siguiente, me desperté temprano. Después de mi ducha, Alastor se unió a mí de manera inesperada. Sus brazos me rodearon por la espalda, y sus labios dejaron besos tiernos sobre mis hombros y omóplatos. Eché un vistazo a mi herida en proceso de cicatrización, y noté que frunció el ceño en desaprobación. Le pedí que me ayudara a lavar el cabello, ya que disfrutaba de la sensación de sus dedos acariciándolo. Tampoco dejó pasar la oportunidad de explorar y tocarme de todas las maneras posibles.
Luego bajamos a desayunar.
Preparé un platillo de huevo con jugo de limón y sal, pero antes de dar el primer bocado, noté que Alastor me observaba.
—¿Qué pasa? Es más común de lo que piensas —aseguré, y él sonrió mientras negaba con la cabeza.
No sé en qué momento exacto llegamos a un punto de tanta confianza. Antes, solía evitar mostrarme de esta manera, especialmente en actos tan triviales que podrían parecer extraños o dignos de burla para los demás. Pero con Alastor, me sentía cómoda siendo yo misma. Ya no me importaba si Cheyanne nos miraba con asombro, prefiriendo adelantarse al campo visual de Lizzie como si estuviéramos a punto de realizar una escena prohibida para los niños.
Sin embargo, pronto se hizo evidente que Alastor estaba distraído, y me di cuenta de que algo le preocupaba. Sus ojos se clavaron en mí.
—¿Qué? —pregunté, mirándolo con atención.
—Hay algo que quiero discutir contigo más tarde, en privado.
Seguimos desayunando en silencio, pero su mirada no dejó de inquietarme. Me pregunté qué tendría en mente. Estaba un poco asustada, a decir verdad.
La segunda clase de natación comenzó al poco tiempo, pero esta vez Alastor no pudo unirse debido a una llamada que recibió. Traté de nadar por mi cuenta, aunque me sentía torpe al intentarlo. Cheyanne se reía de vez en cuando, divirtiéndose a mi costa.
Después de un breve descanso, me acerqué a ella envuelta en una toalla.
—¿Tanta gracia causo?
—Alastor está loco. —Fue su única respuesta.
—¿Por qué dices eso? —le pregunté, un poco molesta por su actitud.
—Me dijo que si ese hombre intentaba tocarte, le rompiera la mano. Pero va bien en su trabajo. —Se levantó de la tumbona donde estaba sentada. Justo cuando se disponía a dar un paso, Lizzie salió de la piscina y Cheyanne me instó a acercarme. Negué con la cabeza, pero ella insistió.
—Anda.
—No.
—Pregúntale sobre César.
—¿Por qué no lo haces tú? —inquirí. Me rodeó con el brazo y llevó consigo, ignorando la presencia de Alastor. Lo miré en busca de ayuda, pero parecía indeciso acerca de intervenir. Incluso él temía de Cheyanne.
—Ya lo intenté, muchas veces, y sigue sin hablarme. Ni siquiera he conseguido que se dé una ducha.
Hice una mueca de disgusto.
—¿Ya trataste sin tu cara de culo? —Nos detuvimos en frente de la puerta. Lizzie estaba buscando el control remoto para encender la televisión—. ¿Por qué piensas que conmigo será diferente? Me odia.
—Con intentar no pierdes nada. —Me empujó por última vez, y al mismo tiempo en el que di un paso en el interior, mojando el suelo, Lizzie levantó una mirada furiosa hacia mí.
Sabía que era una mala idea. Ella no iba a decirme nada.
Volteé, sin embargo, Cheyanne me cerró la puerta en la cara y me hizo un gesto para que hablara con la niña.
Contuve la respiración mientras avanzaba y me detuve justo enfrente de ella.
—Hola. —Saludé a Lizzie, pero no respondió. Sus ojos negros me miraron con desconfianza—. ¿Qué haces?
—¿Buscas algo? —inquirió.
—Me preguntaba si... —empecé a decir, pero me interrumpió.
—Las vi hablar, y ahora estás aquí. ¿Qué quieres? —instó. Ya sabía que no era una niña normal, sin embargo, así como tantas veces se comportó igual que una muchachita malcriada, ahora me daba la impresión de estar tratando con alguien un poco mayor.
Cheyanne no era la única con cara de culo. Lizzie se sabía la teoría al derecho y al revés. Me molestaba que me mirara de esa manera, como si no pudiera con mi existencia.
Solo era una niña de once años, me repetí.
—Bien. Vamos directo al grano. ¿Qué pasó con César?
—Está muerto.
Y así, con tan simples palabras, fue como me cerró la boca, reduciendo mi valor a nada.
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