Capítulo 30
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Cuando recobré la conciencia, noté que mamá se hallaba sentada a mi lado. Sus ojos se llenaron de lágrimas al verme, aunque luchó por contenerlas. Era evidente cuánto le costaba mantener la compostura. Incluso mostraba un temor palpable a tocarme, como si temiera causarme daño sin querer.
Por otro lado, la habitación de Alastor se había transformado en una sala de hospital, con aparatos conectados a mi cuerpo. Uno registraba los latidos de mi corazón, otro suministraba oxígeno, y también había un suero insertado en mi muñeca.
Sin piedad, los recuerdos de lo ocurrido comenzaron a inundarme. Me incorporé en la cama como impulsada por un resorte, solo para doblarme de inmediato debido al dolor.
—César... —susurré sin aliento, temblando.
—Con cuidado. —De repente, me encontré envuelta en los brazos cálidos de mamá, un refugio seguro ante todo lo que había ocurrido—. Lo siento, sabía que algo no andaba bien, pero jamás imaginé que César...
No fue capaz de terminar; sin embargo, tampoco era su culpa. Lo que ocurrió fue algo inimaginable.
—Raine me disparó —confesé. Mamá se apartó, incrédula—. Tenía un arma. Uno de ellos intentó arrebatársela y...
No pude seguir. Estaba balbuceando mientras la explosión de los cristales se reprodujo en mi memoria, y me aferré a los brazos de mamá con mayor fuerza cada vez. Ella me acarició la cabeza, como solía hacer cuando era niña, tratando de reconfortarme en medio de la tormenta de emociones que me invadían.
—Tranquila. Luego podremos hablar de eso, ¿está bien? Por el momento, concéntrate en recuperarte.
Escuché murmullos que provenían de la sala. Era Laurent y platicaba con Alastor. Pude reconocer la distintiva resonancia de esa última voz con gran claridad.
—¿Por qué estamos aquí? —pregunté bajito.
—Ellos no dejaban de discutir acerca de cómo salvarte. Sigue preocupado, incluso ahora. —No le estaba entendiendo—. Cariño, le importas en verdad.
—¿Hablas de Alastor? —Mi voz denotaba incredulidad, ya que la mención de su nombre en ese contexto era inesperada en cierto modo.
—Condujo hasta encontrarte en un lugar remoto y, al regresar, te sacó la bala junto con Jacob. —Se limpió una lágrima que acababa de rodar por su mejilla. Eso me hizo sentir fatal. No me gustaba verla llorar; me recordaba las veces en las que, de niña, la encontraba en algún rincón de nuestra casa, sufriendo por papá y el motivo de su separación. Por aquel entonces, apretaba la mano contra su boca para no despertarme.
—¿Él hizo algo como eso? —pregunté, sorprendida y conmovida en partes iguales. Alastor había hecho tanto por mí, incluso me salvó la vida.
Mamá me miró con interés y esbozó una sonrisa, como si hubiera encontrado algo especial en mi expresión.
—Alastor —pronunció en voz alta, y él apareció en la habitación casi de inmediato, con un aspecto demacrado.
Laurent llegó segundos después, y al verme, mencionó que buscaría al hombre que mamá nombró minutos atrás. Luego se apresuró a salir de la suite, pero mi preocupación volvió a centrarse en Alastor. Parecía haber pasado los últimos días sin dormir, entre otras cosas.
—¿Por qué mamá está aquí? —pregunté sin pensar, habiéndolo planteado mal. Quería decir por qué motivo yo me encontraba en su habitación.
—Lamento ser el tercero en discordia —bromeó ella, aunque también se notaba cierta tristeza en su voz.
—Sabes que no hablo de eso. —Ni siquiera estaba consciente de las palabras que dejaban mi boca, y luego volví a mirarlo a él—. Nunca creí que diría esto, pero luces fatal.
—¿Hace cuánto que despertaste? —me preguntó. Su preocupación tocaba un punto sensible en mi interior por alguna razón.
—Diez minutos.
—Los dejaré a solas. —Mamá me dio un beso en la sien y se retiró, obstruyendo el paso de Laurent y otro hombre que acababan de entrar por la puerta—. Denles un instante.
—Cinco minutos —concedió el desconocido.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Alastor.
—Me dispararon —me lamenté por decirlo cuando su rostro cambió de expresión. Estaba notoriamente afectado. Tuve que haberle causado muchos problemas.
—Debo haber perdido la cabeza —soltó de pronto.
—¿De qué estás hablando? —La vergüenza amenazaba con devorarme por completo. A continuación, murmuró algo entre dientes que no conseguí entender—. Justo ahora, ¿qué acabas de decir? No pude escucharte.
Se acercó y, sin despegar su mirada de la mía, se acomodó a mi lado. Fue sorprendente la chispa de calidez que emanó de su mano al posarse sobre la mía. Sus ojos siguieron examinándome con atención, reflejando un profundo dolor. Me pregunté qué pensamientos rondaban su mente cuando sus dedos acariciaron mi mejilla. Parecía perdido. En ese instante, deseé entender la complejidad de sus sentimientos y secretos que ocultaba tras esa mirada preocupada. Aunque, por otro lado, también deseé sacarlo del ensimismamiento.
—Rojo —murmuré.
—¿Qué?
Me reí ante su expresión de confusión. Nunca imaginé que olvidaría eso. Cada vez que me lo dijo en el pasado, le dio una gran importancia.
—Pensé que era lo único que te traería de vuelta —confesé.
—No te vayas de esa manera otra vez —pidió, la desesperación rozando sus palabras. ¿Podría ser que lo estuviera imaginando? La posibilidad de que hubiera muerto me parecía la más cercana a la realidad.
—De haberlo sabido, créeme, lo habría evitado.
—Se puede prevenir. Si te quedas aquí, conmigo. Tú y tu madre.
—Debes estar bromeando. Hablas de... ¿tu hotel de cinco estrellas? ¿Por qué?
—Porque me volvería loco si te pasara algo.
Mi corazón comenzó a latir un poco más rápido, aunque solo la máquina y el hombre que había aparecido en la puerta fueron capaces de notarlo.
—Necesito revisarla. —Comprendí que se trataba de un doctor al ver que llevaba un estetoscopio sobre el pecho, además de un maletín en la mano. Laurent y mamá lo acompañaban.
—Adelante —accedí.
Sin muchas ganas, Alastor se puso de pie y fue a pararse cerca de la puerta. Luego miró al doctor cuando este se presentó ante mí.
—¿Puedo? —Señaló la camiseta que solía usar como pijama, lo que me hizo pensar que mamá debió de haber regresado al sótano en busca de nuestras pertenencias.
Asentí y el hombre alzó la tela con cuidado. Cuando vi la gasa manchada de rojo, apreté la mandíbula y desvié la mirada mientras él continuaba evaluando mi herida y mi condición. Alastor permanecía cerca, observando cada uno de sus movimientos con gran atención.
—Voy a cambiar la gasa —anunció Jacob, y fue Laurent quien salió de la habitación en primer lugar, seguido por mamá. Me pareció gracioso en cierta medida, hasta que comenzó a tratar la herida, y el dolor inesperado hizo que volviera la mirada hacia la zona afectada.
—Tengo un agujero.
El doctor sonrió. Aunque no era probable que entendiera lo que acaba de pronunciar en español, su expresión pareció indicar que había deducido el significado.
—¿Te duele?
—No mucho.
—Los analgésicos están surtiendo efecto. La cicatrización va por buen camino. Con suerte, no quedará ninguna marca. —Aunque aparentaba tener alrededor de cuarenta años, su aspecto denotaba profesionalismo y experiencia.
—Con suerte —repitió Alastor con descontento. Sus ojos seguían vigilando cada movimiento de Jacob mientras trabajaba en mi herida. Tenía un aspecto atemorizante al pararse allí, con la luz rojiza del atardecer que se filtraba por el enorme ventanal, resaltando su perfil exhausto.
—¿Él no te incomoda? —pregunté en un susurro a Jacob, recordando las ocasiones en las que me había resultado complicado trabajar bajo su supervisión. ¿Sería posible que Alastor lo despidiera si me quejaba? Tampoco deseaba ponerlo a prueba.
—Estoy acostumbrado a trabajar bajo presión —respondió, siguiendo mi tono de susurro. Luego, continuó hablando con normalidad—: ¿Tienes hambre?
Mi estómago reaccionó al sonido de su voz, emitiendo ruidos vergonzosos.
—Lo siento.
—No te preocupes. Es una buena señal. —Fue bastante amable, así que le devolví el gesto con una sonrisa cordial.
—Me encargaré de eso —intervino Alastor mientras se acercaba a nosotros.
—Recomiendo algo ligero. —Jacob retiró el oxígeno y la pinza de mi dedo que registraba mi pulso en la máquina—. Si sientes cualquier otra molestia...
—Te informaremos de inmediato —adelantó Alastor. De repente, parecía impaciente.
—Perfecto. En ese caso, con su permiso. —Jacob terminó de guardar sus instrumentos en su maletín de cuero y se retiró.
—¿Qué te gustaría comer?
—Para ser honesta, me apetece algo casero.
—Pediré que traigan lo necesario.
—No puedes hablar en serio. ¿Aquí? —Durante mi tiempo trabajando en la limpieza de su suite, a menudo me pregunté si la cocina era solo un adorno. Nunca lo vi usarla, y no había comida en la despensa ni tampoco en la nevera—. Además, ¿sabes cocinar?
Me miró con una ceja arqueada.
—¿Por qué no? Este es mi hotel, y también sé cómo hacerlo. —Se apresuró a realizar una llamada.
No tuve conocimiento de lo que había pedido hasta un rato después, cuando Susana apareció con un carrito repleto de alimentos y utensilios de cocina. Tanto Laurent como mamá parecían sorprendidos por la idea de verlo desenvolverse con un cuchillo.
Había dejado la puerta de la habitación entreabierta, lo justo para poder echar un vistazo. Esperé a que Susana se retirara de la suite, y aprovechando el soporte del suero, logré salir. Aunque la herida en un costado me dolía, podía caminar, aun cuando mi postura se asemejaba a la de un bastón de caramelo doblado.
—¿Qué estás haciendo? —Mamá corrió hacia mí al verme, indecisa entre ayudarme o devolverme a la cama.
—Tiene razón, necesitas descansar —secundó Alastor mientras salía detrás de la isla que separaba la cocina de la sala.
Ahora colaboraban juntos.
—No tengo la menor intención de perderme esto.
Alastor llegó a mi lado en un abrir y cerrar de ojos. Me levantó del suelo y me sostuvo en sus brazos con una rapidez asombrosa. Busqué una explicación en su mirada, pero no logré articular palabra, y tampoco fue todo a causa de la vergüenza. Tenía una mezcla de sentimientos encontrados. Estaba tan sorprendida como dolorida, pero también notaba una extraña y gratificante evolución en su actitud. Se veía preocupado en verdad, y eso añadía un toque de encanto a la situación.
—Laurent. —Lo llamó—. Mueve el sofá.
—De acuerdo. —Se apresuró a desplazarlo al espacio entre la cocina y el pequeño comedor—. ¿Está bien aquí?
—Gracias.
Mamá agarró el soporte del suero, y juntos me llevaron hasta ese lugar. Alastor me bajó con cuidado, y mientras él se retiraba hacia la sala, mamá aprovechó para acercarse a mi oído y susurrar:
—Explícame qué está pasando. —Se distanció y vi una sonrisa curvar sus labios.
—No lo sé. Nunca fue así conmigo —le aseguré. Todo resultó muy inesperado desde el momento en que desperté.
Alastor agarró una manta que estaba doblada en la mesita de la sala y pronto estuvo de regreso. Me envolvió con ella y luego se inclinó frente a mí.
—Si algo te incomoda, avísame. —Acomodó mi cabello detrás de la espalda, dejándome sin palabras.
¿Dónde quedó el Alastor que conocía? Este nuevo y encantador comportamiento parecía haber borrado al anterior por completo. Pero estaba segura de que aún quedaba algo de él en lo más profundo.
El evento comenzó con Alastor deslizando un delantal negro sobre su camisa, una elección que combinaba con sus ojos y cabello. Con elegancia, tomó los ingredientes necesarios del carrito, y su concentración se centró en el meticuloso corte de las verduras.
Para mi sorpresa, su habilidad con el cuchillo era asombrosa, como si hubiera entrenado durante años. Fue hipnotizante observarlo mientras realizaba cada corte preciso. Su movimiento a través de la cocina era fluido y confiado, como si estuviera en su elemento natural. Se percibía una serenidad en su expresión, como si el acto de cocinar le brindara una paz que rara vez se veía en él. En ese momento, la cocina se había convertido en su santuario de tranquilidad.
En contraste, yo me encontraba mordiéndome la parte interior de la mejilla debido a la ansiedad que me provocaba aceptar que, la escena que se desarrollaba frente a mí, parecía más sacada de un comercial televisivo que de la vida real. Era difícil determinar con precisión si estaban promocionando utensilios de cocina, una receta exótica, o los servicios de un caballero de compañía.
Poco después, mamá se unió a la tarea. Era característico de ella. No podía evitar ofrecer su ayuda en cualquier situación.
Laurent, en cambio, se quedó sentado en la sala, con la mano en el bolsillo y la mirada perdida en algún punto del suelo. Algo parecía preocuparle, ya que apenas se movía.
No pasó mucho tiempo antes de que el delicioso aroma llenara la suite, haciendo que mi estómago rugiera de anticipación. Por fortuna, no tardaron mucho en terminar.
Mamá me ayudó a tomar asiento en la mesa, y Alastor me sirvió primero. El plato consistía en una pasta de papa con aceitunas negras y albahaca que lucía tan exquisita como un platillo gourmet.
Mi primer bocado fue una explosión de sabores, y Alastor observó cada uno de mis movimientos con atención. El hambre me instaba a comer a toda prisa, hasta que su mano encontró la mía y, con un gesto gentil, detuvo mi apresurada voracidad.
—Vamos despacio —susurró, y luego, con una delicadeza que me hizo estremecer, utilizó una servilleta de tela para limpiar mis labios. La cercanía entre nosotros y su preocupación silenciosa crearon un ambiente íntimo que me hizo sentir como si estuviéramos compartiendo mucho más que una simple comida.
Un carraspeo y giré la cabeza. Me encontré con mamá mirándonos con una amplia sonrisa. Sin embargo, fue Laurent quien parecía tener dificultades para tragar y ahora bebía agua a sorbos largos, en un intento desesperado por despejar su garganta. Tras colocar el vaso sobre la mesa, su expresión reveló un rastro de sorpresa, incapaz de disimular su desconcierto ante la escena que tenía lugar delante de él.
Alastor, al percatarse, se acomodó en su silla y, con un gesto suave, me alentó a continuar disfrutando de la comida. Pero incluso yo estaba tan sorprendida, que fue difícil volver a lo de antes.
Más tarde, mientras mamá se ocupaba de los trastes con insistencia, regresé a su habitación. Las máquinas habían desaparecido gracias a Susana, y solo quedaba el suero pegado a mí. Me preocupaba dónde Alastor encontraría espacio para dormir.
Mientras Laurent me ayudaba a situarme en la cama, me explicó por qué la frazada estaba en la sala.
—¿Alastor ha estado durmiendo en el sofá todo este tiempo? —pregunté con asombro.
Era un hecho que me dejaba perpleja.
—Desde el día en que te trajo aquí. Por cierto, esto. —Sacó algo de su bolsillo, y probablemente era lo que lo había estado inquietando momentos atrás—. Me lo entregó el hombre del pantano. Planeaba dárselo a Alastor, pero el médico especificó que te pertenecía.
En mis manos dejó un objeto envuelto en una bolsa negra, y lo reconocí de inmediato. Era el paquete por el que aquellos hombres nos detuvieron en medio de la carretera, el mismo que le arrebataron a César después de golpearlo. Sin embargo, estaba segura de que los delincuentes se habían llevado ese paquete, lo que significaba que este era otro distinto. Pero, además, no me pertenecía.
—¿El hombre del pantano? —pregunté, intentando controlar el temblor en mis labios, aunque mi fracaso fue evidente y Laurent me miró con preocupación.
—¿Estás bien?
—Cuéntame más sobre esa persona. ¿Quién era? —Cambié de tema rápidamente, y aunque la duda se plantó en su semblante, continuó hablando.
—Era el médico clandestino que te mantuvo con vida hasta que te encontramos. ¿No vas a abrirlo?
Me tomé un momento para pensarlo, pero la curiosidad por conocer la razón por la que casi perdí la vida ganó la batalla.
Con precaución, deshice el envoltorio de plástico negro, revelando una caja improvisada con papel amarillo.
Entonces, ¿César realmente tenía dos de estos paquetes?
En ese momento, recordé que le había entregado algo a ese médico clandestino poco antes de perder el conocimiento. Debió ser esto.
Retiré el papel y lo que vi me dejó sin palabras.
—Sam. —La voz de Alastor me llamó desde la puerta. Acababa de entrar, pero no levanté la mirada hasta que estuvo junto a mí. Yo temblaba otra vez, y eso era algo que no pude ocultar, incluso al esconder las manos bajo la sábana. La pregunta se formuló en su mirada, pero en lugar de pronunciarla en voz alta, alcanzó las primeras cartulinas. Ni siquiera fui capaz de evitar que las viera—. Es tu seguro social y documento de residencia.
César los conservó después de mostrárselos a la empresa que nos había conseguido trabajo a mamá y a mí en este lugar, dijo que era por precaución. Nunca imaginé que corría peligro de acabar en manos de unos delincuentes armados.
—El hombre del pantano me dio el paquete al salir de esa casa —explicó Laurent con nerviosismo, notando la mirada interrogante de Alastor—. No pensé que fuera algo tan importante.
Lo más impactante fue descubrir que, además de mis documentos falsos, los de mamá también estaban allí. Pero lo que en verdad me dejó sin aliento fue ver una lista interminable de documentos que parecían pertenecer a personas de diferentes países de América Latina.
Los hombres armados buscaban a César porque les había robado algo similar a esto, y si se trataba de este tipo de información, significaba que muchos otros inocentes se encontraban en riesgo.
—Planeaba obtener dinero extorsionándolas a través del alquiler —declaró Alastor.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté al despertar del trance. Casi había olvidado lo que César me dijo en el restaurante de hamburguesas—. Mamá te lo contó, ¿verdad?
Su evasiva mirada confirmó mi sospecha.
—Entonces... —intervino Laurent, señalando el sinnúmero de cartulinas que yacían sobre mis piernas. Estaba pálido—. ¿Todas estas personas fueron chantajeadas con esto, y tenía planeado hacer lo mismo con ustedes? ¡Maldición! Presentí que se trataba de algo grave cuando llegamos al pantano.
—Pero esto no era de César, él se lo robó a alguien más —confesé, y me aterró no saber exactamente a quién—. Los que nos detuvieron estaban tras esto. Ellos regresarán.
Un escalofrío me recorrió de arriba a abajo al pensar en ello.
—Sam. —Alastor me rozó el brazo, sacándome de una nube densa de terror absoluto—. No permitiré que lleguen a ti. Estás a salvo conmigo.
Su afirmación no me tranquilizó del todo, porque eso significaba que no sería la única en riesgo. Él estaba dispuesto a formar parte del infierno.
¿Si conseguías despertar de una pesadilla y lo hacías gritando, qué tan terrible pudo haber sido el sueño, si la realidad era mucho peor?
Un nuevo escalofrío me recorrió la espalda al pensar en que, quizás, lo que vivíamos era solo el comienzo de algo mucho más aterrador y peligroso.
❦ ❦ ❦
En la piscina de mi hotel, sentí el amargo viento de una realidad que transformó mi perspectiva por completo. Antes, no me habría molestado en venir aquí y observar cómo un grupo de chicas jóvenes se divertía con una pelota inflable.
No pasó mucho tiempo antes de que encontrara a Oliver, el padre de Laurent, recostado en una tumbona. Hacía como si estuviera tomando el sol, a pesar de que todavía llevaba pantalones, una camiseta y un sombrero.
Me acerqué a él.
—¿Por qué no me dijiste que venías hoy? —le pregunté.
—Llegué hace tan solo diez minutos. —Se bajó las gafas de sol, me escudriñó de pies a cabeza y sonrió—. Pareces aún más terrible que hace veintiocho años, cuando te vi por primera vez.
—Llegaste sin avisar —le señalé, y él se incorporó, indicándome con un gesto la tumbona que tenía delante. Con renuencia, tomé asiento en ese lugar.
—Por teléfono, me pediste que hiciera algo interesante. ¿Encontraste a la chica? Samantha Fernández. —Sabía su nombre, a pesar de que nunca se lo había mencionado—. No me mires así. Rastrear gente no es lo único que puedo hacer, y tú lo sabes.
—¿Por qué presiento que ya tienes conocimiento de todo?
—Sé que despertó.
—Por supuesto —resoplé—. Podríamos haber discutido esto por teléfono.
—Estoy aquí ahora. Me tomé unos días de vacaciones y decidí pasarlos en este lugar. ¿Qué es lo que deseas encontrar esta vez?
—No es un "qué", sino un "quién" —me resigné.
—¿Cuál es su nombre?
—César Vargas —pronuncié, pero al escucharlo, la sonrisa desapareció de su rostro—. Lo conoces.
—Las personas con las que trabajo lo hacen.
—Me estás ocultando algo más —sospeché.
—Primero deseo escuchar todo lo que tienes por decir. ¿Por qué lo buscas?
—Le hizo daño a la persona que quiero.
—A quien quieres —se rio con aspereza—. Alastor, eres el hombre más inteligente y resiliente que he conocido en mi vida, y te lo digo en comparación con grandes personalidades de verdad. Pero esto te hace parecer un tonto e incompetente. De todos modos, tendrás tiempo para darte cuenta. Ahora buscas venganza. No sé qué harás cuando lo tengas frente a ti, pero hay un problema mayor.
—¿Cuál es ese?
—Cómo encontrar a ese bastardo.
—¿No puedes usar a tu gente?
—Créeme, ellos lo han buscado durante muchos años. —Me miró de reojo—. Sabes que mi cadena de centros comerciales no es más que una fachada, una forma de aparentar y, por supuesto, de entretener a mi hijo. Mi verdadero interés radica en invertir tiempo en la CIA. Eso es algo que Laurent aún no sabe, porque no está listo. Por eso lo envié contigo. Hay maneras de jugar con el dinero que van más allá de una cadena de hoteles o centros comerciales. Tú rechazaste formar parte de ese mundo en muchas ocasiones. Así que me intriga saber por qué quieres involucrarte ahora.
De repente, me estaba observando con un interés renovado.
» Existe una banda de tráfico de personas, en la que participa este grupo. Obtienen información ilegal de los inmigrantes y los sobornan, duplicando el valor de sus alquileres y cosas por el estilo. Después, cuando ya no pueden pagar, comienzan a tomar de ellos ciertas posesiones. Un ojo, un riñón... Tú me entiendes.
Experimenté un ligero malestar, similar a las náuseas. Todavía me resultaba difícil creer que Samantha y su madre se hubieran involucrado con alguien así.
—¿César traficaba con personas?
Él negó con la cabeza de inmediato.
—Ese desgraciado guía a los inmigrantes hacia aquellos que sí lo hacen. César se encarga de infundir temor al sobornarlos. La CIA lo está persiguiendo porque es el único que podría llevarnos hasta esa banda y su líder —explicó, y mi malestar se intensificó—. Entonces, ¿qué planeas hacer? ¿Seguirás buscando a ese tipo?
—¿Es posible entrar en contacto con la CIA?
—Precisamente esto es lo que me ha gustado de ti desde el primer momento en que te vi. Es lo que percibí en tu mirada. —Hizo una pausa. Era consciente de que no me estaba conmoviendo, y aclaró su garganta, para insistir—: ¿Por qué de repente quieres involucrarte cuando nunca logré convencerte de hacer negocios conmigo?
¿Por qué? La respuesta era sencilla, aunque me costó un par de noches en vela descifrarla.
—Por ella.
—¿La chica?
—Creo... No. Estoy bastante seguro de que me enamoré.
Comprendí que mis sentimientos hacia ella iban más allá de la mera atracción física. Mi interés era genuino, trascendiendo el plano de lo puramente carnal. Me preocupaba por su bienestar de una manera que me resultaba sorprendente, como si estuviera descubriendo un territorio inexplorado en mi propio corazón. No se trataba solo de sexo, sino de algo más profundo y valioso que había surgido en mi interior.
—Vaya, eres un engreído idiota —rio—. Debes amarla de verdad, porque a partir de hoy, el infierno podría conocer a su auténtico señor.
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