Capítulo 26
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—¡Pizza! —gritó Lizzie.
—No, comeremos hamburguesa —estableció Raine.
—¡Yo quiero pizza!
Me froté las orejas al disimulo. Los chillidos de esa niña me estaban volviendo loca.
—Dejemos que Sam decida esta vez —dijo César mientras me contemplaba a través del retrovisor.
—¡No! ¿Por qué? ¡Ella ni siquiera puede comer! —Lizzie estaba haciendo un berrinche. Lo peor de todo es que su padre lo pasaba por alto.
—Soy celíaca —le recordé, y la niña me puso los ojos en blanco.
César condujo durante diez minutos más, e ingresó al estacionamiento de Carl's Jr. Con tan solo verlo, estuve bastante segura de que en este lugar no ofrecían comida libre de gluten.
Lizzie fue la primera en salir del auto, seguida por Raine, yo, y César atrás.
El lugar por dentro estaba vacío. Nos acercamos al joven que atendía detrás de la caja registradora. Con tan solo mirar el menú iluminado sobre su cabeza, pude comprobar que no podría comer nada
—¿Qué pedirán? —preguntó César y luego me miró—. Adelante, yo pago.
Habíamos estado aquí durante varios días, y discutimos sobre mi condición en tantas ocasiones frente a ellos, que era difícil creer que lo hubieran olvidado. Además, habíamos ayudado a limpiar su cocina un par de veces, y acababa de mencionarla en el coche.
Los hijos fueron los primeros en hacer sus pedidos, seguidos de mi turno en la fila.
—Puedes solicitar una ensalada —sugirió César.
«¡Contaminación cruzada!», gritó mi mente cuando eché un vistazo a la cocina. No parecía segura. Algunos ni siquiera estaban usando guantes.
—No, gracias —le dije y él dio un paso hacia adelante para realizar su pedido.
No tenía razón para sentirme avergonzada. Me sentiría peor si fueran obligados a ir a un lugar que no desearan a causa mía, aunque también apreciaría un poco de consideración.
Me dirigí a la mesa con un nudo en la garganta. Muchas veces tan solo deseaba comer todo lo que quisiera sin tener que preocuparme de nada, pero el temor a las consecuencias era lo que me detenía.
Más tarde, ellos se unieron a mí con sus órdenes y empezaron a comer. Por un momento, César me miró, señaló su hamburguesa y dijo:
—Te daré la mitad de la mía. —Había visto algo en mi rostro que lo hizo sonreír—. Ah, lo siento. Olvidé que no puedes comer.
Por supuesto que podía ingerirlo si así lo deseaba, simplemente estaba restringida. No era lo mismo.
—Por cierto —añadió mientras deslizaba su teléfono manchado con grasa de patatas fritas sobre la mesa. Evité tocarlo. Había una especie de cuenta con números bastante elevados, pero lo que me llamó la atención fue la cifra de color verde—. La arrendataria está solicitando la cuota de este mes. En el hotel les pagan cada quincena y pronto será fin de mes.
—¿El arriendo? —pregunté extrañada.
—Sí, y los servicios públicos. La arrendataria que vive sobre nosotros, es dueña la casa y el sótano. Después de saludar con tu madre esta mañana, me envió un mensaje. No sabía que ustedes vivían con nosotros, así que decidió dividir el arriendo entre cuatro.
—¿Lo repartió para ese número de personas?
—La arrendataria, tu madre, tú y yo —aclaró. En todo caso, Raine contaba con la edad suficiente para contribuir. Pero no fue tomado en cuenta.
Algo se retorció en mi garganta. Esperaba que fuera la bilis y no las palabras que de pronto quise vomitar.
—¿Mamá sabe de esto? —pregunté.
—Hablé con ella en cuanto me llegó el mensaje. Tienen que pagar por este mes y el siguiente por adelantado.
Algo estaba mal.
—¿Y al menos ella pudo confirmar cuando te llegó el mensaje? —Porque me parecía un invento suyo. ¿Dividido para los cuatro? ¡Vaya tontería!
—¿Acaso crees que las estoy engañando? —Elevó la voz, lo que me sobresaltó. Su enfado provocó que sus hijos dejaran de comer y nos miraran. Incluso una pareja que acababa de entrar al restaurante nos observó con preocupación.
—¿Y si no te pagamos el valor de este mes? —indagué.
—No querrás que la policía se involucre. Sus visas caducarán pronto, ¿o no?
No podía estar hablando en serio. Aguardé por el momento en el que comenzara a reír, pero en su lugar, siguió ensuciándose la boca con la hamburguesa.
—Esperaré afuera. —Salí del restaurante, conteniendo las náuseas. Podría parecer extraño, pero mi cuerpo reaccionaba de esta manera cuando mi mente detectaba la presencia de gluten y fraude. ¿Cómo podía ser posible viniendo del supuesto amigo de mamá?
Estaba convencida de que César intentaba sacar provecho de nuestra estancia en el sótano. Nos veía como una fuente adicional de ingresos. Tenía conocimiento de que en una semana ganaríamos alrededor de quinientos dólares cada una, y que ambas necesitábamos reunir al menos seis mil para poder independizarnos. Si nos quitaba seiscientos dólares en esta quincena, nos quedaría nada para sobrevivir durante la siguiente, ya que además le deberíamos del pago por adelantado del próximo mes.
Apenas llevaba una semana de trabajo, mamá empezó hace poco y el dinero que trajimos de Ecuador se estaba agotando. De esta manera, saldríamos de su sótano en más de un año.
Cinco minutos después, los tres salieron con sus bolsas de hamburguesas que no habían terminado, seguramente con la intención de torturarme durante el resto del camino.
Entramos al auto y apreté los dientes cuando la niña comenzó a gritar acerca de un Porsche que acababa de cruzar la calle. Me di cuenta de que le gustaban los autos, y que solo sabía hablar en voz demasiado alta.
El coche arrancó y ella no dejaba de gritar. El olor a Carl's Jr. también me estaba volviendo loca.
—¡Cállate, Lizzie! —ordenó su hermano.
—¡Cállate tú! —le contestó la niña y luego continuó buscando más autos mientras masticaba su hamburguesa con la boca abierta. Hacía demasiado ruido en todos los sentidos.
Estaba al borde de mi paciencia cuando el coche frenó con brusquedad, y el vehículo detrás de nosotros también hizo chirriar sus neumáticos contra el asfalto.
Al alzar la vista, noté que había dos automóviles recién detenidos: uno delante del nuestro y otro detrás. Éramos como el relleno de un sándwich, aunque el resto de la calle permanecía desierta.
—Raine. —César extendió la mano hacia su hijo, quien rápidamente registró la guantera para sacar un paquete envielto con una bolsa negra y cinta adhesiva. Mi corazón se detuvo por un momento, y César se volvió hacia nosotras.
—Lizzie, cariño, escóndete bajo el asiento —le pidió, y la niña hizo lo que su padre le ordenó, por primera vez, sin discutir.
Por otro lado, Raine mostraba signos de impaciencia en la silla del copiloto. La tensión se reflejaba en su mano, que sostenía con firmeza algún objeto bajo el asiento.
Mi corazón se detuvo y luego latió con fuerza cuando un hombre golpeó la ventana del conductor. Dos individuos se habían aproximado y le exigieron a César que saliera del automóvil. Él obedeció sin pronunciar una sola palabra, mientras yo me preguntaba qué diablos estaba sucediendo.
El hombre que golpeó la ventana del coche vestía vaqueros y una camiseta sin mangas de color del vino tinto. César trató de apartarlo del vehículo, pero el hombre se mostró renuente y poco amigable.
En cuanto al otro individuo, permaneció de pie junto a la ventana del conductor, a mi izquierda. Llevaba una camisa con estampado de flores y pantalones cortos, y a pesar de que los cristales estaban polarizados, formó un túnel con las manos para tratar de mirar hacia el interior. La oscuridad de la ventana tampoco le impidió ver a Raine y, poco después, establecer contacto visual conmigo. Lizzie aún permanecía en posición fetal a mis pies, junto a la bolsa de Carl's Jr. No estaba segura de si él podía verla.
Raine demostró mayor impaciencia, y la tensión se concentraba en su mano, que sujetaba con firmeza un arma oculta bajo el asiento.
Mi boca se abrió, pero no logré articular ni una sola palabra. Sentí el latido de mi corazón en mis oídos, y aún más cuando la puerta junto a mí se abrió de repente. El hombre de la camisa floreada tiró de mí hacia el exterior.
—Devuelve lo que robaste, no voy a repetirlo. —Aquel que momentos antes parecía llevar a cabo una conversación con César, tenía acento mexicano y también sostenía un arma cuyo cañón de repente apuntó hacia mí.
No fui capaz de mover un músculo. Mi mente se encontraba nublada por el miedo y la confusión acerca de lo que sucedía, pero solo llegó a una conclusión, y era la más aterradora de todas: me estaban utilizando como rehén para conseguir lo que sea que estuvieran buscando.
—No he robado nada —le aseguró César al hombre con el arma y la camisa color vino.
—Revísalo —le ordenó al que me arrastró fuera del coche, el mismo que se acercó a César, dejándome sola en medio de la vía.
De reojo miré a Lizzie alzar la cabeza en mi dirección. La puerta permanecía abierta. Pensé que tal vez podía volver y refugiarme, pero el del arma me advirtió:
—Ni lo pienses.
Traté de mantener la calma y evitar cualquier acción que pudiera provocarlos, así que decidí quedarme inmóvil y apenas respiraba.
César comenzó a ser registrado, y el hombre que palpaba sus prendas no tardó en encontrar lo que, al parecer, estaba buscando.
—Qué tonto. Lo trajo consigo. —Levantó la camiseta de César, revelando que había guardado el paquete envuelto en una bolsa negra, entre el elástico del pantalón.
César realizó un movimiento sorpresivo y pronto se encontró forcejeando con el hombre de la camisa floreada. El otro me miró con los ojos de la muerte. Al parecer, planteándose si dispararme o no.
César se resistía a entregarles el paquete, pero se quedó inmóvil después de recibir un golpe que lo dejó aturdido durante breves instantes.
—¡Déjenlo! —Raine apuntaba a los hombres, con el arma temblando entre sus manos. De repente se encontraba de pie en frente del auto.
—Suelta eso, canijo. —El tipo de la camisa floreada estiró el brazo en su dirección, pidiendo que le entregara el arma como si se tratara de un crío con su juguete, pero Raine presionó el gatillo, y el agujero que se abrió a los pies del hombre me ensordeció durante un breve instante.
Si creí que era imposible, ahora tenía el corazón a mil por hora, y un pitido en el oído que dolía.
El hombre con la camisa de color vino, que antes apuntaba su arma hacia mí, dirigió el cañón en dirección a la cabeza de César. Mientras tanto, su compañero aprovechó el tiempo que le tomaba a Raine recargar el arma para intentar arrebatársela de las manos. Cuando se dio vuelta, la luz reveló una cicatriz que se extendía desde la nuca hasta la oreja. Era impactante. La marca, en su profunda oscuridad, parecía un testigo silencioso de algún momento intenso en su pasado, una huella imborrable, pero que también debió ser muy dolorosa.
Aprovechando la distracción de esos tres, intenté regresar a la seguridad del auto. No estaba muy lejos, pero entonces se produjo otro disparo, y mis pies se congelaron cuando el cristal de la puerta abierta en frente de mí se rompió en mil pedazos. Elevé los brazos por instinto, para protegerme la cabeza. Luego, un silencio abismal, seguido por la voz del hombre que apuntaba a César con su arma, diciendo:
—Lo tengo. —No fue el que disparó, ya que César se hallaba en el suelo, retorciéndose por el golpe que acababa de recibir con la empuñadura de la pistola. Le había roto la ceja y comenzó a sangrar en exceso.
Al mismo tiempo, Raine fue derribado por el de la camisa floreada y ahora me miraba con una expresión de absoluto pánico. El hombre lo mantenía con la mejilla pegada al suelo, y el casquillo que esa arma disparó, se detuvo muy cerca de su cabeza.
Mis piernas de repente se volvieron incapaces de soportar el peso de mi cuerpo. Al principio, pensé que se debía a los nervios, pero luego Lizzie levantó la mano y señaló un lugar en mi abdomen.
Bajé la mirada y vi la mancha en la camiseta de mi uniforme. Comenzó como una insignificante gota oscura, pero rápidamente se extendió sobre la tela, tiñéndola.
—¡El chamaco disparó! —anunció el hombre que aún permanecía de pie junto a César, mientras me señalaba con el paquete en la mano, lo que encendió el dolor en mi costado.
—Maldición. ¡Tenemos que irnos de aquí! —El otro se levantó, olvidándose de Raine. Y luego, solo desaparecieron de mi vista.
Mi visión se nubló. La desagradable sensación del líquido vital empapándome me provocó mareos, y una voz grabada en mi memoria me recordó:
«Algo me dice que no debo dejarte marchar». Si tan solo hubiera hecho caso al presentimiento de Alastor...
Mis piernas me arrojaron de rodillas al suelo cuando el auto aceleró. Luego, las sirenas resonaron con mayor fuerza cada vez, como si se acercaran.
Los disparos debieron escucharse a la distancia, y en este país sí había patrullas que hacían rondas y estaban al tanto de casi todo.
—¡La policía! Raine, entra al auto y comprueba que Lizzie se encuentre bien —le ordenó César al detenerse junto a la puerta del piloto para contemplarme. Había duda en su rostro.
—No me dejes aquí —imploré, pero mi voz apenas era un susurro. Después de palpar mi abdomen y ver la sangre en mi mano, mi miedo solo aumentó.
—¡No tenemos tiempo! —lo apresuró Raine.
César soltó un improperio, se lanzó para levantarme del suelo, y terminó arrastrándome al interior del auto. Dolía con tan solo respirar.
—¿La llevarás a un hospital? —le preguntó Raine cuando César arrancó.
Lizzie, desde el otro lado del asiento, me contempló y no dijo nada. Por fin se había quedado callada.
—No —murmuré. César me miró a través del retrovisor. No podía ir al hospital, y tampoco pude quedarme a esperar por la policía. Eso solo resultaría en la deportación de mamá y yo, aunque nos quedara medio mes en nuestras visas todavía. —Llama a Alastor —susurré, pero me faltó aliento y no pude sacar mi teléfono del bolsillo trasero de los pantalones. Todo se volvía más borroso y difícil con cada momento que pasaba.
Sudaba frío cuando sentí que alguien me tomó entre sus brazos y me arrancó del asiento trasero del auto. No supe en qué momento mi consciencia me desconectó del planeta. Ni siquiera contaba con la fuerza requerida para mover la cabeza hacia la voz que pronunció:
—Con cuidado. Por aquí. —No fue nadie que hubiese conocido.
Volví a estar consciente cuando me recostaron sobre lo que parecía una cama.
—Alas...tor —insistí, pero nadie me escuchó.
—Esto. —Un hombre me señaló, y al examinarlo, supe que no estábamos en un hospital; vestía como una persona común. Más bien, me encontraba en una habitación normal y corriente, de paredes brillantes—. No puedo arreglarlo. ¡No me la dejes aquí!
—¡Eres el mejor médico del que oí hablar!
Gritaban, pero de vez en cuando sus voces se volvían distantes.
El desconocido miró a César, quien estaba de pie a su lado, sosteniendo una toalla contra su ceja. Sus rostros se desenfocaron.
—La bala debe ser removida y la herida cauterizada de inmediato. Necesita entrar a un quirófano, de otro modo morirá. Mi atención es clandestina. No estoy preparado para algo parecido. Si se muere aquí...
César tomó la mano de él.
—Esto es de ella. —Le entregó un objeto al hombre, y un segundo después, todo se volvió oscuridad.
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