Capítulo 25
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Al despertar, las cortinas blancas ondeaban y la luz se filtraba, iluminando cada rincón de la habitación de Alastor. La brisa se sentía tan agradable que casi pareció un sueño, pero al recordar que no lo era, me incorporé sobre la comodidad del colchón.
Mi mente repasó todo: cada palabra pronunciada acerca de la historia de un niño, cuya madre fue asesinada por su padre, sembrando oscuridad en su alma.
«Vamos, gime como si yo fuera uno de tus putos clientes». ¿Qué tan espantosa debió ser la experiencia para citar las palabras de un asesino de manera tan descriptiva y literal?
Por otro lado, estaba segura de que, al encontrarme en mis sueños, Alastor había estado conmigo, como lo indicaban las sábanas ligeramente desordenadas junto a mí.
—Despertaste. —Apareció por la puerta, vistiendo solo pantalones.
Él sabía cómo exhibirse de maneras perfectas, incluso recién levantado. Tal vez fuera la luz de la mañana que lo hacía brillar un poco más. Pero también había algo diferente, lo noté menos amargado mientras se movía alrededor de la cama hasta tomar asiento en el borde junto a mí.
Sus ojos negros permanecieron fijos en mi rostro cuando me tocó después de una breve vacilación. Su mano en mi mejilla era como rozar carbón ardiente, casi que dolía.
—Sigues aquí —susurró.
Al ver que todavía no me movía, la comisura derecha de su labio se levantó, evocando un vacío en mi estómago.
—¿Sigo soñando?
—Conozco una forma en la que puedo intentar despertarte —insinuó.
—Permitiste que me quedara a dormir, en tu cama —destaqué eso último.
—Lo verdaderamente serio aquí es todo lo que me provocaste durante la noche. —Sonaba a que no lo pasó nada bien, y cuando me fijé mejor, tenía cara de haber dormido poco.
—¿Fue tan malo? —cuestioné, preocupada de que a mi irritable intestino le hubiera dado por llenarse de gases, porque solía ocurrir. Algo así debió ser tortuoso.
—Desalmado —pronunció. Su mano descendió hacia mi nuca y luego por mi espina dorsal, trazando un camino de fuego. Solo así comprobé que no debió ser a causa de lo que estaba pensando.
Me costaba trabajo respirar con normalidad, porque continuaba al pendiente de cada insignificante reacción mía. Pero mi cuerpo no quería hacer caso a las órdenes de mi mente, y todavía me mantuvo inmóvil.
Alastor se inclinó hacia adelante, y apreté la sábana cuando me besó con ansias verdaderas, como si hubiera estado aguardando durante mucho tiempo para retomar algo todavía más ferviente que el beso en el bar.
Su respiración se profundizó a medida que sus labios tomaron posesión absoluta de los míos. Su ansia era tanta que me costó trabajo despertar por completo y seguirle el ritmo.
«¿Qué haces, Samantha?» Mi mente rozó la pregunta, pero no consiguió aferrarse a ella.
Alastor concentró su peso hacia adelante. Un segundo después, me encontré de regreso en el colchón con él sobre mí. Su calor me debilitaba, y cuando se apartó para verificar lo que acaecía conmigo, el deseo en su mirada hizo que sintiera el estómago igual que una montaña rusa.
Quería decir algo, pero cuando abrí la boca me di cuenta de que nada en mí funcionaba como debía, aunque él tampoco me lo permitió al regresar por más.
El sabor de Alastor era embriagador, irresistible. Mejor que la cerveza. Una vez que la probabas, no podías dejarla ni conformarte con una de menor calidad. Solo ansiaba más de esa chispa que él tenía y que me hacía sentir tan deseada como un diamante en bruto.
Al poco tiempo, me sorprendí siguiéndole el juego, atreviéndome a tocar su pecho desnudo, y con solo ese gesto, terminé de incitar a la bestia, arrancando un sonido de su garganta que demostraba el apetito tortuoso en todo su poderoso esplendor.
Su corazón latía bajo las yemas de mis dedos a un ritmo desmesurado; casi conté con la potestad para escucharlo ir en sincronía con el mío.
Por más que lo intentaba, no conseguí pensar con claridad. Solo podía comprobar que las puertas del infierno acababan de abrirse de verdad, y que, a tientas, me arrastraba dentro de la profunda oscuridad, en busca de él.
Un zumbido en mis oídos, luego otro más. Mi teléfono estaba sonando y nos devolvió de regreso a la realidad.
Alastor tomó distancia de mí a regañadientes, y con torpeza me lancé para alcanzar mi celular sobre la mesita de noche. La llamada era de mamá.
Contesté.
—¿En dónde estás? —Con qué facilidad me enfrió hasta los huesos—. César no consiguió ir a buscarte durante la madrugada.
¿Cómo pude pasarlo por alto? Tan rápido me olvidé de ella y de que dormí en este lugar.
—Él no vino —repetí mientras contemplaba a Alastor. Mi voz sonaba extraña. Sería por culpa de su mano, que había comenzado a jugar, dándome toques en la pierna, al igual que la vez que lo vi detrás de su escritorio, cuando sus dedos tamborileaban con impaciencia. Tampoco dejaba de mirarme como si yo fuera el desayuno.
—Sam, ¿me escuchaste?
—¿Ah?, sí. —En realidad no—. ¿Qué dijiste?
Alastor sonrió de medio lado.
—¿Dormiste?
—Algo parecido.
—Creo que te acabo de despertar, porque no hablas con coherencia. Estamos entrando en el estacionamiento para que regreses a casa con César. —Apenas percibí el enojo en sus palabras. No debía hacerle gracia que hubiera pasado la noche en el hotel, pero tampoco tenía que saber en dónde con exactitud.
—Ahora bajo.
Tan rápido como me resultó posible, me levanté de la cama y miré a mi alrededor. Aunque no tenía idea de lo que buscaba, mi mente todavía estaba atrapada en el trance llamado Alastor Rostova.
Después de varios segundos, encontré mis zapatos en el mismo lugar que la otra vez, y cuando me disponía a tomarlos, él se cruzó en mi camino.
Nuestros ojos se encontraron y fue un gran error. Era como un león insaciable. En su mirada se notaba el hambre.
—Mi mamá está aquí —le informé, pero a él no pareció importarle y siguió avanzando.
—Vendrás hoy, por la noche.
—Obviamente. —El apuro me llevó a responder sin pensar en las consecuencias. Debió parecer que me encontraba desesperada, y en cierto modo lo estaba, aunque no por las razones que él podría estar imaginando.
—Algo me dice que no debería dejarte marchar —pronunció, y tras un breve instante, se apartó, permitiéndome recoger mis zapatos del suelo. Atravesé la puerta, y en el pasillo, mientras conseguía ponerme al menos uno de ellos, choqué con un muro humano. Como resultado, estuve a punto de caer al suelo y mi zapato rodó hasta los pies de esa persona. Me agaché para recogerlo, pero él se apresuró a tomarlo y me lo ofreció. Después de aceptarlo, levanté la mirada y comprobé de quién se trataba.
Mateo.
—Mierda —solté.
Reconocí su perfume porque se encontraba demasiado cerca, así que retrocedí. Él pronunció mi nombre, pero no tenía tiempo.
—¿Saliste de ahí? —Señaló la suite de Alastor.
—Qué observador.
Que pensara lo que quisiera, me daba igual.
Troté hasta la escalera de emergencia. No había tiempo para elevadores. Tenía el corazón latiendo con fuerza en mi pecho cuando llegué al vestíbulo y salí por la puerta principal. El auto ya estaba estacionado en el lugar de siempre.
Mamá bajó del asiento del copiloto y se acercó a mí. Había más personas en el coche, y las reconocí de inmediato.
—Dios mío, pero ¡mira cómo estás! —Se tomó un instante para examinarme, luego atrapó un par de mechones de mi cabello e intentó devolverlos a la cola alta sin ningún resultado—. Parece que dormiste en el suelo. ¿En dónde pasaste la noche?
—Encontré un sofá por ahí... —No logré articular las palabras con seguridad, así que me miró extraño.
—Lo siento tanto. Esta mañana apenas me di cuenta de que no estabas en casa. Confié en que César pasaría a buscarte a medianoche, pero tuvo horas extras en el trabajo y luego terminó olvidándolo —dijo con amargura.
Las cosas solo sucedieron de esa manera. Su amigo se ofreció a recogerme, pero nunca apareció. Esa era la verdad. Al menos no estuve esperando como una idiota. Supuse que mamá tampoco le reclamó, ya que nos estaba haciendo el favor de llevarnos. Ella era así.
—No hay problema —contesté y me encogí de hombros.
—La próxima vez lo llamaré para recordarle.
—Mamá, está bien.
—¡Por supuesto que no! ¿Y si te hubiera pasado algo malo? —Comprobó la hora en el reloj de su muñeca y se sorprendió—. Demonios. Llego tarde.
—Nos vemos luego.
Me dio un beso en la mejilla y corrió a la puerta principal.
Cuando miré hacia esa ventana en particular, fue precisamente ahí donde lo vi. Algo me decía que no era la segunda vez que me espiaba desde ese lugar.
—¡Oye! —La voz de Raine me hizo voltear hacia el auto. En algún momento se cambió al asiento del copiloto y golpeaba la carrocería con impaciencia—. ¡Apresúrate, tenemos hambre!
Me acerqué y abrí la puerta incorrecta. La niña se encontraba ocupando el asiento derecho de atrás.
—Lizzie, desplázate hacia un lado para que Sam pueda entrar —le dijo su padre.
—¡Pero yo quiero esta ventana! —Intentó hacer un berrinche y luego frunció el ceño. Acabé de notar que tenía el acento muy pronunciado de alguien que había nacido en los Estados Unidos y que no hablaba mucho español. Era más evidente que el de Raine.
—Sam, ve por la otra puerta —pidió César, y el rostro de Lizzie pasó a estar feliz en cuestión de solo un segundo, dejándome atónita.
Ya no me cabía duda alguna. Era una chiquilla malcriada.
—¡Cierra la puerta, hace calor! —exigió la pequeña, y justo a tiempo retiré la mano, ya que ella se precipitó a cerrarla con efusión.
Inhalé profundo y me recordé que debía tener paciencia. Luego rodeé el auto y subí por la otra puerta trasera.
Esperaba que Alastor no siguiera mirando por la ventana, porque las humillaciones parecían no tener fin.
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La indiferencia generaba atracción y el rechazo, obsesión, porque tocaba los miedos intrínsecos irracionales del ser humano a no ser amados o a quedarnos solos. Ella despertó en mí ambos, y supe que tenerla a mi lado era la solución, aunque tampoco era capaz de obligarla a nada. Podía intentar ir a su ritmo, sin embargo, no conseguí tolerar que alguien la tratara de esa manera.
Tomé el teléfono sobre mi escritorio, marqué un dígito, y Susana respondió después del primer timbre.
—Haz que Alma Fernández suba a mi suite cuando llegue.
—La nueva housekeeping acaba de entrar.
—Necesito hablar con ella.
Minutos más tarde, estuvo llamando a mi puerta y le concedí el paso.
La madre de Samantha entró y el lugar se llenó de luz. Con tan solo verla, pude decir que era una persona con un alma noble. Su nombre combinaba con su personalidad.
Al verme salir detrás de mi escritorio, sus ojos se agrandaron. Poco después agitó la mano en forma de saludo.
—Sorry. ¿Español? English, no. —Se apuntó a sí misma y luego negó con los brazos—. No entiendo.
—No te preocupes. Por favor, toma asiento. —Señalé uno de los sofás y noté cómo un leve rubor se extendía por las mejillas de Alma cuando se sentó. Yo ocupé un lugar justo enfrente de ella.
—¿Eres de Rusia? —preguntó—. El apellido te delata.
—Descendencia paterna, pero nací en Nueva York.
—También dominas el español. ¿Para qué solicitaste mi presencia?
—Es sobre Samantha.
—¿Sam? ¿Hizo algo malo? —No estaba molesta, tampoco preocupada. Debían tener una relación bastante estrecha y basada en la confianza.
—Me inquieta su estado anímico. Da todo de sí y nunca se queja, pero he notado que no duerme ni se alimenta como debería.
—¿Te preocupas por el resto del personal de la misma manera? —sospechó.
—Mantén a los empleados felices, y tus clientes también lo estarán.
—Eres inteligente, y al parecer también un buen hombre, pero no hablas de esto con ella porque...
—Se negará.
—Ajá —asintió con la cabeza—. Estás bastante familiarizado con ella. Sin embargo, ¿cuál es tu objetivo?
—Quiero saber en dónde viven.
—¿Por qué? —Levantó una ceja.
Me incliné hacia adelante, apoyando los codos sobre mis rodillas. Sus ojos se mantenían fijos en mí. La mayoría de las mujeres no solían soportarlo y, por lo general, evitaban el contacto visual. Sin embargo, eso no parecía aplicar a ellas. El desafío podría ser algo innato en su naturaleza. Algo así como un defecto de fábrica.
—Mi hotel ofrece recorrido al personal que vive lejos. Así podrán organizarse de mejor manera —expliqué con tranquilidad.
—¿Es gratis?
—Completamente.
—Curioso... El día de ayer pregunté por algo parecido en el despacho de empleados, y me dijeron que no existe tal cosa. ¿Por qué ofrecernos el servicio de repente? ¿Es algún tipo de preferencia?
Me descubrió. La madre era casi tan impresionante como la hija.
—Te gusta —añadió y contuvo una risa.
—¿Qué es lo gracioso?
—La verdad, ni siquiera pregunté si ofrecían ese tipo de servicio, pero tú caíste por completo. —Se puso de pie—. Mientras llegue a salvo y a la hora que debe, ella y yo te agradeceremos por el recorrido.
—¿Así de fácil? —Estaba preparado para todo, menos a que accediera con tanta facilidad.
—Si gustas, puedo preguntarte en dónde durmió la noche pasada, y entonces las cosas se tornarán difíciles entre tú y yo—. Hizo una pausa—. Mi hija es una mujer inteligente y fuerte. Comete muchos errores, pero sabe lo que hace. Mi trabajo es guiarla por la vida y enderezarla cada vez que se desvíe del camino. Todavía sigue andando de pie, así que tendrás que darme tu número. Te compartiré la dirección. Pero si una noche no llega a casa...
Comprendí su advertencia, y no pude discutir contra eso. Su madre tenía el poder para alejarla de mí, o eso es lo que me hizo pensar.
Le mostré la pantalla con mi número en ella. Sacó su teléfono, lo copió rápidamente y, dentro del siguiente minuto, me llegó un mensaje con la dirección.
—Debo recordarte que no se permiten durante el trabajo. —Señalé el objeto entre sus manos.
—Bueno, tengo una hija que cuidar. No te molesta, ¿verdad?
Me recargué en el respaldo del sofá. Otra cosa contra la que no podía debatir.
—Adelante —le dije con un gesto. Ella salió por la puerta de la misma manera en la que entró, y poco antes de cerrarla por completo, asomó la cabeza para preguntar:
—¿Eres tú el jefe imbécil del que me habló, o se refería a Claudio? —Se hizo de un momento para pensar—. Como sea, deberás esforzarte si deseas llegar a ella de verdad. No me tomes en serio.
¿Cuál era la trampa?
La puerta se cerró.
Pude ver de dónde sacó todo el carácter.
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