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Capítulo 23



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Alastor se ofreció a llevarme, pero ya me sentía lo bastante avergonzada como para causarle más problemas. Había sido suficiente por un día.

De no haber sido por él...

Volvió a salvarme.

No sabía quién era en realidad, ya que un día podía dar tan mal rollo, y al siguiente, de pronto, viajaba poco más de una hora para sacarme de una estación de policía sin pedir nada importante a cambio. Solo quería que confiara en él.

Ese comentario que vi la noche pasada acerca de Alastor y su padre todavía resonaba en mi cabeza, pero ya no con la misma intensidad. Por más oscuridad que lo rodeara, me ayudó con algo gordo, y debí admitir que también lo hizo en repetidas las ocasiones.

En mi primer día libre, mientras comíamos juntas en nuestra cafetería favorita, mi mente estaba de regreso en la noche anterior. Mamá pensó que podría estar enferma porque me levanté tarde, aunque ese no era el caso.

—¿De verdad te sientes bien? Has estado bastante callada.

Asentí, pero seguía pensando en lo que había sucedido la noche pasada. Terminé usando el baño del un 7-Eleven en una estación de gasolina, y qué cerca estuvimos de ser deportadas a causa de esa niña.

—Es un alivio que empiece a trabajar mañana. El dinero que trajimos se está agotando —me dijo mientras nos dirigíamos a Walmart para comprar más comida que pudiéramos guardar en la nevera después de limpiarla.

A pesar de nuestra conversación, seguía sumida en mis pensamientos. Una preocupación me perseguía, y esa inquietud tenía nombre y apellido: Alastor Rostova. Empecé a experimentar remordimientos por besarlo en el bar por una intención tan egoísta. Y después de rechazar su compañía la noche pasada, me sentía como si también lo hubiera utilizado en la estación.

Una parte de mí había descubierto que no era tan mal tipo. De aquel mujeriego con el que me besé en el bar, se convirtió en un caballero un par de horas más tarde, haciéndome sentir mucho peor que un ogro.

—¡Sam! —advirtió mamá, al encontrarnos de regreso en casa de César.

La comida congelada se derramó por el suelo cuando abrí la puerta de la nevera, y al final, una bolsa de alimentos convertidos en un bloque de hielo cayó sobre mi pie.

—¡Maldición! —Empecé a dar saltos.

—¿Te encuentras bien?

—Eso creo. —Debí esperar que todo se encontrara apilado de manera descuidada en su interior.

Mamá estaba en pleno proceso de limpieza en el lado derecho de la nevera, sosteniendo una masa de harina cubierta de moho que, en otra vida, tal vez fue una hamburguesa. Su rostro mostraba el disgusto por la tarea, lo que también hacía imposible que pudiera echarme una mano.

Era evidente que debía hacer algo con respecto a Alastor, o mi conciencia terminaría por destruirme.

Esa noche, alrededor de las ocho, decidí enviarle un mensaje de texto antes de que oscureciera. Sin embargo, al final me arrepentí y lo llamé en su lugar. Para mi sorpresa, contestó bastante rápido.

—Hola —saludé. Le había asegurado que nunca marcaría su número, y aquí estaba, haciendo una segunda llamada. Qué rápido falté a mi propia palabra.

—¿De nuevo estás en la estación? —Alastor preguntó desde el otro lado de la línea.

—Necesito saber quién eres en realidad.

Hubo un momento de silencio. Tal vez no debí ser tan directa, pero si no lo hacía, al final ni siquiera le habría escrito un mensaje.

—Hablemos de esto mañana, en mi suite —accedió más fácil de lo que esperaba—. Sin embargo...

—¿Qué tienes en mente?

—Promete que escucharás hasta el final.

La culpa de todo mi mal era la curiosidad, porque de repente me sentí ansiosa por conocer más sobre él.

—De acuerdo.



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Eran alrededor de las cuatro menos diez cuando, a través del panel de cristal, observé a Samantha descender del automóvil. En esta ocasión, noté la presencia del hombre que la dejó en mi hotel. Consideré la posibilidad de que fuera su padre, pero no parecían tener mucho en común. No podía afirmar con certeza cuál era la naturaleza de su relación, ya que tan pronto como perdí de vista a Samantha, la nueva empleada de housekeeping se subió al mismo auto y se marchó.

Estaba segura de que ella era su madre; pude identificarla cuando descubrí su nombre justo debajo del de Samantha en la lista que Susana me entregó el otro día. Ambas compartían el mismo apellido y también una belleza exótica.

Samantha entró con precaución a mi suite, tratando de no hacer ruido, sin darse cuenta de que la observaba desde la cocina. Cojeaba un poco, para lo cual, tuve que luchar contra el impulso alocado de acercarme y bombardearla con preguntas. Fue difícil admitir que tenía miedo de cómo reaccionaría ante cualquiera de mis movimientos. Durante la noche pasada, estuve preocupado de espantarla. Me dije que tampoco fuera insensato, pues apenas había terminado de cruzar la puerta.

La otra vez debí haberme asegurado de que llegara a salvo a casa. El arrepentimiento pesaba más que nada en el mundo, y era un sentimiento con el que, por desgracia, ya me encontraba familiarizado.

—Toma asiento —ofrecí, y se sorprendió. Un segundo después señalé hacia el comedor, pero no dijo nada—. Es tan solo la cena. Puedes acompañarme, hay suficiente para los dos.

—Incluso más que eso. —Se acercó y titubeó al tomar asiento.

¿Qué había cambiado en ella durante las últimas horas? Estaba un poco más abierta y menos propensa a respuestas sarcásticas.

—Todo es libre de gluten —anuncié al percibir su intranquilidad.

—¿Por qué? —preguntó mientras me miraba con cautela—. Si yo fuera tú, y tuviera un intestino saludable, ni siquiera me preocuparía en seguir una dieta.

—Conozco acerca de la contaminación cruzada, y tampoco me gustaría que la escena en mi baño se volviera a repetir. —En mi trabajo era esencial estar informado sobre este tipo de condiciones.

—No tenías que recordármelo. —Se ruborizó, luego tomó el puré de patatas, se sirvió un poco y empezó a comer, lo que me llevó a deducir que no había cenado todavía.

El cansancio, y ahora esto.

Estaba descuidando su salud, y no podía permitir que trabajara de ese modo, o terminaría desmayándose en algún pasillo.

Dejé que saciara su hambre y solo entonces me atreví a decir:

—Lo sabes.

—¿El qué? —Se movió incómoda en la silla. Anoche, cuando me llamó, mencionó que necesitaba conocer quién era yo en realidad.

—¿Descubriste el verdadero significado de por qué me dicen Diablo? —pregunté.

Ella no parecía entender, y yo tampoco.

Momentos atrás, antes de verla llegar, me había imaginado que tendríamos una conversación difícil que terminaría con ella huyendo al final.

—Ni siquiera sabía que existía tal cosa como un verdadero significado —confesó—. Pero no haces nada más que alimentar mi curiosidad.

Una chispa interna se encendió ante sus palabras. Me pareció absurdo sentirme así por conseguir tan solo un poco de su atención e interés.

—Dejaré que tú hables entonces —concedí.

—En internet pude ver un comentario que mencionaba algo sobre tu padre, pero que al poco tiempo acabó censurado. Tan pronto como lo vi, lo relacioné con esa oscuridad tuya. Sentí la urgencia por saber más de ti, luego sucedió lo de la policía y... —Hizo una pausa para tomar aire—. Lo siento.

No era raro que siempre terminara siendo yo el sorprendido. El día de ayer me agradeció, pero no esperaba que pidiera perdón, o que se interesara sobre mí hasta el punto de ahondar en la web.

—¿Por qué te disculpas? —pregunté. Entenderla era difícil.

—Creo que te juzgué mal. Si ahora eres de esta manera, debe existir un motivo. Al igual que yo, que experimenté cierto rechazo hacia ti desde el principio, todo por culpa de... —Su voz se apagó después de que un pensamiento desagradable le nublara la mente. Se quedó en silencio, sin la capacidad para continuar la frase.

—Tu ex —finalicé en su lugar, y no pudo disfrazar su incomodidad.

Estaba cerca de identificar por qué ella tenía ese efecto en mí, haciéndome actuar de maneras extrañas desde que la vi por primera vez. Debía ser culpa de las noches en vela que había pasado pensando en ella y de otras circunstancias que me llevaban a desearla de manera incontrolable.

—¿Me odias ahora? —Fue fácil preguntar, sin embargo, la espera por su respuesta se volvió eterna.



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Odio era una palabra con un significado muy fuerte, por lo que me llevó tiempo buscar alguna emoción relacionada con Alastor que se adaptara mejor a la complejidad de mis sentimientos por él. Aunque seguía siendo un enigma y mi percepción se encontraba nublada, estaba segura de que lo que en un principio fue un rechazo absoluto, ya no se le parecía. Me tomó todo el día de ayer descubrirlo.

—No te odio —aseguré.

Se levantó de la mesa y caminó hasta su bar, luego se sirvió un trago y me miró a través de la habitación.

—¿Quieres escuchar una trágica y sombría historia? —preguntó mientras levantaba su vaso en mi dirección. Siempre me intrigó por qué bebía lo mismo. Tal vez era algo tan simple como una preferencia. A veces, las personas éramos así de sencillas.

—Sí —acepté y lo señalé—. ¿Eso es libre de gluten?

—El beso no te revolvió el estómago, ¿o sí? —sonrió, y quizá fue porque no me miraba, pero percibí la amabilidad en ese gesto. No había intenciones ocultas. Estaba siendo auténtico, y en efecto, también tenía pleno conocimiento sobre la contaminación cruzada, algo que ni siquiera cruzó por mi cabeza en el bar.

Empezó a verter el líquido en un vaso nuevo, así que me levanté de la mesa y me acerqué. Cuando llegué a su lado, me lo ofreció, pero antes de soltarlo en mis manos, propuso:

—A partir de ahora, dejarás de compararme con tu fastidioso ex.

Desde lo que ocurrió el otro día en el bar, ni siquiera había pensado en Mateo una sola vez. Creo que al final, nuestro amor se desvaneció como la arena dispersada, y los restos se los llevó un furioso huracán llamado Alastor.

—Dalo por hecho.


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