Capítulo 22
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—Repito, ¿cuál es tu nombre? —El policía me contemplaba detrás del escritorio. Me había llevado a la estación más cercana a la casa de César y estaba llenando un informe sobre mí—. Muchacha, ¿sabes que no es un cargo tan serio? Lo será si no contribuyes.
No parecía un mal tipo, pero estaba a punto de perder la paciencia. En sus ojos, podía ver que me consideraba una chica lamentable.
Sentí que mi corazón se había trasladado a mi garganta.
No estaba segura si estaba bien compartir información sobre mí, como mi nombre. El amigo de mamá ya no se encontraba de manera legal en este país. Había sido así durante casi treinta años. Solo sus hijos nacieron aquí. Tenía el conocimiento de que a través de Raine intentó conseguir la residencia, pero no sabía en qué había terminado ese asunto.
Lo que más me preocupaba era que mi visa, y la de mamá, tenían un mes para caducar cuando llegamos aquí. En la aduana habíamos mencionado que estaríamos solo dos días, y por suerte nos dejaron entrar, aunque sabía que toda esa información quedaba registrada y ellos podían tener acceso a ella en cualquier momento.
Un paso en falso, y una vez que mi nombre ingresara en el sistema, todo habría terminado. Es lo que pensé.
—¿Tienes algún tipo de documento contigo? ¿Pasaporte, estado migratorio, carnet de conducir?
—¿Qué pasa con ella? —le preguntó a su compañera mientras me señalaba.
El lugar se encontraba vacío porque eran horas de madrugada, solo estábamos nosotros tres y un hombre que dormía profundo en el interior de una celda.
—Me parece que no entiende lo que le estoy diciendo.
—¿Es turista?
—¿Conoces a alguien que hable español y consiga comunicarse con ella?
—Yo puedo traducir. —Alastor se acercó a nosotros, luciendo tan fresco y apuesto como siempre. Acabó de llegar, y mi pecho se hinchó de alivio y felicidad. Nunca estuve tan contenta de verlo. Empezaba a pensar que no vendría, y cuando sus ojos como el hielo negro sobre una avenida se posaron en mí, bajé la mirada al suelo.
—¡Eh!, que es Alastor Rostova —le susurró su compañera al policía después de darle un golpecito en el hombro. Ahora parecía nerviosa. Afectada por su testosterona, seguramente. Nada nuevo.
—¿Ustedes se conocen? —preguntó el policía sin perder la firmeza, aunque parecía tener especial cuidado de no mirarlo a los ojos, así que se concentró en la documentación que había intentado llenar sobre mí durante la última hora.
—Es mi novia. Acaba de llegar desde Latinoamérica y no habla bien el idioma.
Los policías intercambiaron miradas de sorpresa.
Comencé a morderme el interior de la mejilla con nerviosismo. ¿Estaba bien que mintiera de esa manera? Si nos descubrían, las cosas podrían empeorar para ambos.
—¿Puedes pedirle algún documento? —preguntó el hombre.
Alastor me miró de reojo durante un par de segundos y le dijo:
—Como podrán haber notado, parece que la sacaron de la cama. —Sonó molesto, y sentí su molestia igual que garras en la piel, lo que me causó escalofríos.
El policía se enderezó en su silla y desvió la vista de la pantalla de su computadora, a mi pijama de gatitos. Alastor generaba inseguridades en cualquiera, sin importar quién fuera.
—Solo su nombre —pidió la mujer. Y, dado que su compañero la miró como si la desaprobara, ella le dijo entre dientes algo sobre no meterse con el hombre que estaba junto a mí.
Alastor dio un ligero golpecito en la mesa y así captar la atención de todos. Luego se inclinó hacia adelante, y les hizo un gesto para que se acercaran.
—La prensa no suele ser comprensiva.
—Señor Rostova, su novia estaba... —Abrí mucho los ojos, pero en el último momento su compañera le dio un golpe en las costillas, cerrando la boca del policía.
—A punto de irse —adelantó ella, señalando hacia la puerta. Nunca me había sentido tan aliviada como en este momento. No obstante, su compañero la reprendió con la mirada.
Alastor los miró una última vez antes de dirigirse a mí en español:
—En marcha. Antes de que cambien de opinión.
Una vez fuera de la estación de policía, me sentí exhausta. Un leve dolor en la vejiga se expandió hasta mi espalda; ni siquiera el miedo hizo que olvidara que tenía ganas de orinar. Aguantarlo no era bueno, pero ni loca volvería a entrar en ese lugar para pedir prestado el baño.
Alastor se detuvo frente a un lujoso Mercedes-Benz negro, y luego volteó hacia mí. Este tipo de hombre, de pie frente a una estación de policía común y en medio de la nada, parecía haber salido de un mundo subalterno.
Todavía no puedo creer que hubiera acudido en mi ayuda.
—¿Por qué no les contaste la verdad sobre mí?
—Es obvio que no querías, o de otro modo, no me habrías llamado a esta hora. —Subió al auto, y desde el asiento del conductor me hizo una señal—. ¿Vienes, o prefieres pasar la noche en este lugar?
No tuvo que decirlo dos veces. Entré, habiendo olvidado por un momento quién era él en realidad.
Un magnate.
Mi jefe.
—Por qué cada vez que te veo...
—Doy muchos problemas —anticipé.
—Luces tan cansada —concluyó, dando paso a un incómodo silencio.
Jamás imaginé que Alastor se fijaría en algo como eso. Me había estado prestando más atención de lo que esperaba en los últimos días, pero no supe qué decir. Se me agotaron las ideas desde que entré en la estación.
Durante el viaje en la patrulla, estuve a punto de echarme a llorar y suplicar que no me llevaran. Si me contuve, fue porque eso me haría ver todavía más sospechosa. Aún sentía esa horrible sensación atascada en mi garganta que me impedía respirar con normalidad. Al menos, el policía me permitió hacer una llamada antes de llevarme al auto, por lo que pude ponerme en contacto con Alastor.
—Gracias por venir —agradecí con mi voz entrecortada, y percibí su mirada en mí, pero no soportaba verlo sin sentir vergüenza.
En ese momento, debía estar pensando lo peor de mí.
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La única vez que me sentí así fue al ver a mi madre y a ese bastardo juntos, pero eso sucedió hace tantos años.
Al instante en el que Samantha me llamó, mencionando que se encontraba de camino a la estación de policía, tomé mi auto, y cuando me di cuenta, ya estaba mirándola sentada en ese lugar. Aparentaba tal miseria debido a esos dos, que controlar mi coraje fue un completo desafío. Las veces en que llegó a trabajar luciendo agotada me llevaron a sospechar que no descansaba como debía. Antes no le había dado tanta importancia, pero ahora, empezaba a notar un par de ojeras pronunciadas.
En mi auto, Samantha empujó sus manos entre sus piernas, como si quisiera calentarlas. Bajé la temperatura del aire acondicionado. No me vio hacerlo porque contemplaba por la ventana.
Tenía curiosidad por saber el motivo que la trajo a este lugar. Nada sería tan descabellado si se trataba de ella.
—¿Qué puedo darte a cambio de que hayas venido? —dijo de repente.
—Pregunta lo que quieras.
Sabía que estaría mejor si dejaba de pensar en el problema que la trajo aquí. Estaba claro que no quería hablar del tema.
—¿Tan solo eso? ¿Cuál es la trampa?
—No existe tal cosa.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó, y su interés casi me hizo reír.
—¿Cuántos crees que tengo?
Me miró con sospecha, entrecerrando ligeramente los ojos.
—Fuiste tú quien sugirió que preguntara, y en realidad no se me ocurre otra cosa.
Estuve de acuerdo, así que solo respondí:
—Treinta y cinco.
—No eres tan viejo —ironizó, como si lo estuviera comprobando. Pero ¿qué importaban los años cumplidos? Además, ella era mayor de edad y podía tomar sus propias decisiones.
—¿Intentas hacer que me sienta mal conmigo mismo?
—Sé que algo así es imposible. Tu autoestima parece ser tan grande como tu gigantesco hotel.
—Eres una chica observadora.
Nunca sonreía cuando le decía un cumplido. Más bien, sus ojos siempre parecían tratar de ver a través de mí, como si quisiera descubrir mis verdaderas intenciones. Pero esta vez, no había tal cosa. Estaba siendo lo más honesto que había sido jamás.
—¿Quién eres realmente? —Sus palabras me sacaron a relucir mi vulnerabilidad, llevándose todo de mí, pues yo me hacía la misma pregunta con respecto a ella: ¿Quién era esta chica y por qué me afectaba tanto?—. ¿A quién debería creer, a lo que dicen los medios y los demás de ti, o a ti?
Tal vez encontró información sobre mí que desearía borrar de su mente. Aunque todavía había algo en sus ojos que me hacía dudar. No me miraba con lástima ni pena, tampoco era miedo o precaución.
—A mí —afirmé, y ella asintió con lentitud. Luego, abrió la puerta del auto y salió. Quizá debería haberlo puesto en marcha, o al menos asegurarme de que podíamos pasar más tiempo juntos.
—Mi ca-sa... —se detuvo, como si hubiera llegado a la idea equivocada y necesitara un momento para reformularla—. El lugar donde vivo está bastante cerca de aquí.
—Puedo llevarte. —Me atreví a sugerir, pensando que tal vez la había molestado con algo, pero cuando me miró, no lucía enfadada. Más bien, estaba avergonzada.
—No, gracias. En serio. Te agradezco, por todo. —Su sinceridad me pareció casi tan extraña como aparentemente lo era para ella. Siempre me daba mucho en qué pensar.
Hace un momento, sospeché que había descubierto una gran verdad sobre mi pasado, pero era imposible. Ya no quedaba nada disponible en línea que hablara de eso, así como en ningún otro lugar. Ya no.
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