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Capítulo 21



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Sus labios recorrieron los míos con un hambre que me hizo temblar, y mis manos exploraban su piel con una urgencia que apenas pude controlar. Estábamos atrapados en un torbellino, y él no iba a detenerse, así que tomé la iniciativa con lo primero que se me ocurrió.

El deseo continuaba ardiendo en sus ojos. La mirada de Alastor era el reflejo del fuego infernal y el oscuro anhelo de un demonio que respiraba con pasión ardiente, como si le hubieran arrebatado algo de gran valor.

Ante la falta de valentía para mirarlo durante más tiempo, y que fuera a descubrir que yo no estaba tan alejada de su estado actual, examiné alrededor. Me percaté de las miradas curiosas de quienes, en algún momento, habían entrado, y puesto que tampoco respondía, también contemplé hacia la salida del bar.

Ellos todavía se encontraban en ese lugar, y esperaba que la reacción de Emily la mantuviera con la boca abierta, pero nunca imaginé que Mateo se nos quedaría viendo con esa expresión de cabreo que conocí una vez al arrebatarle un cigarro de los labios como una broma.

Al final, se sintió bien verlo sufrir un poco.

—¡Todo está ardiendo y lo amo! —Laurent se acercó. Estaba acompañado por dos hermosas mujeres, una a cada lado. No supe cómo lo hacía—. ¿Interrumpí algo importante?

Tomé distancia de Alastor y él intentó acomodarse en el sofá. Parecía incómodo.

—¿Te irás? —murmuró con la voz ronca, luego alcanzó su vaso sobre la mesa.

Asentí con la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra. Sabía que había cruzado una línea peligrosa, y no estaba segura de las consecuencias que eso podría tener en nuestro complicado vínculo.

—Es posible que ya sean las cuatro. —Me levanté y esperé a que Alastor dijera algo, pero no lo hizo. Tenía la mirada perdida en su bebida.

Visto que parecía ocupado con sus pensamientos, me alejé y, tratando de no volver a hacer contacto visual con quienes no habían movido un solo músculo junto a la puerta, salí del bar.

Mientras avanzaba por el pasillo, el aire helado que se colaba por las rendijas me golpeó en la nuca, y fue en ese momento cuando comencé a despertar de ese extraño sueño en el que besé a un posible demonio, y él me respondía de una manera que no creí posible.

Terminé de procesar lo que había ocurrido, y al repasar mis acciones, me sentí mareada. Sin embargo, fue Alastor quien sugirió que si quería demostrarles que ya no me importaba, tenía que hacerlo bien.

Entré en el elevador con las piernas vacilantes y recargué la espalda en la pared. Mi corazón latía con la fuerza de un tambor en un desfile.

Agarré el cuello de mi camiseta para agitar la tela y refrescarme del calor que todavía sentía, y de manera inconsciente toqué mis labios hinchados. La mirada de Alastor se reprodujo en mi memoria, y al mismo tiempo, el teléfono en el bolsillo trasero de mis pantalones comenzó a vibrar. Lo saqué y, además de darme cuenta de que era una llamada de mamá, también noté que temblaba por alguna emoción.

—¿Ya estás libre? No contestabas.

—Acabo de salir. —Soné terrible.

—¿Hola? Sam, no te escucho bien. Devuélveme la llamada cuando salgas.

Se cortó, probablemente debido a que me encontraba dentro del ascensor.

Miré la pantalla del teléfono durante un momento. La fotografía de Alastor estaba junto a la de un niño, lo cual me desconcertó al principio, pero luego recordé el momento en que me sacó de la habitación 989. Supuse que eso fue lo que mostró al huésped, ya que no había utilizado mi celular a partir de ese entonces.

El titular del artículo decía: «Alastor Rostova S., el magnate que forjó su camino desde los 9 años».

Finalmente, comprendí que ambas fotografías eran de él, solo que en la segunda lucía más joven, y a pesar de que su mirada tenía esa inocencia típica de un niño, también se percibía el rastro de oscuridad que aún lo envolvía por completo.

La puerta del ascensor se abrió y recibí otra llamada de mamá.

—Voy saliendo del vestíbulo —le avisé.

—Estoy junto al muelle. —Colgó.

Las cosas eran más fáciles cuando se tenía un teléfono celular.

Minutos después subí al auto y la saludé.

—¿Qué tal el trabajo?

En ese momento, recibí un mensaje de Alastor que decía: «Mañana es tu día libre», y sentí un vacío desagradable en el estómago.

—¿Nada más que eso?

—¿Es que hiciste algo más?

—¿Uh? —La miré, y ella a mí con una ceja levantada. Me pregunté de qué estábamos hablando. En mi mente también pensaba que Alastor no solo había tenido tiempo para guardar su número en mi nuevo teléfono, sino que, en ese preciso instante, también envió el mío en forma de mensaje hacia su celular.

—¿Son tus amigos? —insinuó al verme revisar la pantalla.

—Mi jefe —corregí. Al que acabo de besar, omití y me hundí en mi asiento.

—¿Qué te dijo?

—Mañana tengo el día libre. —Mi comportamiento debió enfadarlo, pero fue él quien lo sugirió y también quien tomó las riendas.

—¡Enhorabuena! —Encendió el auto y volví a concentrarme en los titulares de la página de búsqueda en mi teléfono.

Encontré gran cantidad de información en línea sobre Alastor. Nació el 2 de diciembre de 1986, lo que lo convertía en un hombre de 35 años en la actualidad. Su primera incursión en las inversiones, a los 13, lo catapultó a transformarse en uno de los adolescentes más ricos del mundo. Adquirió un importante número de acciones en marcas de renombre, como Amazon y Apple, y más tarde también invirtió en Mercedes-Benz. En la actualidad, era propietario de la cadena de hoteles más importante a nivel mundial, y recientemente había adquirido una aerolínea de renombre.

—¿Qué ocurre? —preguntó mamá. Cuando encontré su mirada a través del retrovisor, descubrí que estaba tan pálida como el yeso. Acababa de darme cuenta de la magnitud de todo su poder—. ¿Te sientes mal? ¿Bajo la ventana?

Negué con la cabeza.

Tal vez podría mencionarle la inesperada aparición de Mateo y Emily en el hotel, pero sabía que odiaría escuchar sobre ellos. Le seguirían un montón de preguntas y, sinceramente, no tenía ganas de hablar del tema. Descubriría si todavía estaban en el hotel cuando comenzara a trabajar, junto con muchas otras cosas que podrían convertirse en un auténtico dolor de cabeza.

—Me cambiaron al horario nocturno. De cuatro de la tarde a media noche —mencioné y apenas encontré mi propia voz.

—¿Hablas en serio? ¿Cómo vamos a organizarnos? A la hora que yo salgo tú entras, y tampoco sabes conducir.

—Cierto. —No me había detenido a pensar en ese detalle.

La conversación terminó ahí. El ambiente en el auto se solidificó.

Por otro lado, los comentarios de la gente sobre los titulares me trasladaron de regreso al mundo de Alastor. Muchos lo admiraban y lo tomaban como ejemplo a seguir, pero también había unos pocos que pensaban que no era la gran cosa. Incluso había otro que tenía un hilo de conversación bastante reciente:

«Los de la élite son la peor escoria del planeta. Seguramente no tardará tiempo en convertirse en un asesino, al igual que su padre». Eso es lo que decía.

La gente podía inventar muchas historias alrededor de las personas que alcanzaban la fama, en especial si era a temprana edad. De todas maneras, busqué más información en el navegador, pero no encontré nada. Y cuando regresé a la página en la que hallé el comentario, descubrí que acababa de ser eliminado.

—Sam, ¡Sam!

Di un salto cuando mamá me sacudió. Nos encontrábamos en el parqueadero de la misma cafetería en la que desayunamos, y ni siquiera noté en qué momento apagó el motor del auto.

—Cenaremos aquí esta noche. Mañana solucionaremos el problema de esa nevera y entonces podremos comprar comida sustancial.

Todavía tenía la piel de gallina cuando bajé del automóvil. Nunca pensé que la oscuridad que rodeaba a Alastor pudiera ser tan aterradora.

Pero ese comentario, ¿sería verdad?


Apagué la luz del techo de la casa rodante de César. Mamá no toleraba el calor en lo absoluto, así que me encontraba sola una vez más.

Era pasada la medianoche, pero todavía no conseguía dormir. ¿Me habría metido en un gran problema por besarlo?

Recordé que Laurent insinuó que no había por qué temer de Alastor.

Su amigo era un patán y también hacía muchas cosas que sacarían de quicio a cualquiera, pero Alastor lo toleraba demasiado bien. Era curioso.

Me incorporé sobre la cama y me froté el rostro. Presentí que todavía quedaba más por descubrir, sin embargo, quería dejar de pensar.

Me acosté, pero la incomodidad en mi vejiga me obligó a levantarme. Necesitaba orinar, y quizás la causa fuera esa cerveza.

Salí de la casa rodante y bajé las escaleras hacia el sótano. Cuando intenté abrir la puerta, descubrí que estaba cerrada con llave. Mamá fue la última en entrar, pero sería improbable que ella hiciera algo así. Aquí era más seguro que en nuestro país, empezando porque las casas no estaban rodeadas por muros o alambrados eléctricos.

Di una vuelta alrededor del jardín, y la brisa marítima empeoró la situación para mi vejiga.

Me agaché con la intención de mirar por la ventana que se encontraba a la altura del suelo, y el resplandor de la televisión me informó que la niña estaba viendo sus videos de autos en YouTube, junto al sofá cama en el que mamá se encontraba dormida.

Regresé con urgencia a la puerta y golpeé mis nudillos contra la madera, pero solo escuché el maullido de un gato blanco y lanudo que cruzaba el jardín con aspereza, olfateando un poco la zona.

—Soy yo, Sam. ¿Puedes abrir la puerta? Necesito usar el baño. —Aunque hice pausas al hablar, no obtuve respuesta del otro lado.

Insistí varias veces, pero nadie abrió, y estaba a punto de llegar al límite. Hacía poco que mis piernas habían empezado una danza tratando de contener el llamado de la naturaleza.

Pasados casi diez minutos, estaba convencida de que no abriría. Mamá, que dormía a su lado, tenía el sueño pesado, por lo que tampoco era una opción.

Solté un improperio y corrí de regreso a la casa rodante. Me dirigí al baño, pensando que medidas desesperadas requerían acciones desesperadas, pero no pude abrir la tapa porque se encontraba pegada a la taza. Corrí la cortina de la ducha, sin embargo, el espacio estaba repleto de objetos que parecían pesados.

Empecé a registrar los cajones de la casa rodante. Tenía que haber algo que pudiera usar, pero, aunque busqué, no encontré nada, ni siquiera un vaso. Todo estaba vacío, y no podía más.

Salí corriendo y me dirigí al jardín de la casa. Me agaché y miré por la ventana por segunda ocasión, pero esta vez encontré un muro negro. Habían cerrado la persiana.

—Esa mocosa...

Cuando me levanté, percibí un olor extraño, pero no le di la importancia requerida porque el resplandor de una luz blanquecina me cegó.

—¿Quién eres? —No conseguí ver el rostro del hombre que me apuntaba con una linterna, pero reconocí su acento como el de un nativo—. Muchacha, ¿vives aquí?

—No. Sí. Digo, yes.

Apartó la luz de mi rostro hasta la marca húmeda a mis pies. El gato blanco de hace un momento debió usar este lugar como baño, porque no recordaba haberla visto antes, pero sí percibí su olor en esta ocasión.

—Es ilegal orinar en lugares públicos. Tendrás que acompañarme a la patrulla.

—No es mía —apresuré al ver el coche de policía estacionado al otro lado de la calle.

Esto no me podía estar pasando.



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Una vez más, Samantha se convirtió en el motivo de mi insomnio. No conseguía arrancarla de mi cabeza.

Sus labios, tan apetecibles, su ardiente piel y su cuerpo pegado al mío. Era como un veneno que ardía por todas partes, pero por más que lo intentaba, tampoco podía odiar.

Sentado detrás de mi escritorio, contemplaba la suite y la imaginaba moviéndose alrededor, con su uniforme de housekeeping y toda su torpeza. Era tan inexperta, y aun así conseguía seducirme.

La pantalla de mi teléfono se encendió. Comprobé en mi MacBook que eran pasadas las dos de la mañana y ni siquiera pensé en contestar, sin embargo, vi su nombre y no lo dudé. Acabé tomándolo en mis manos dentro del mismo instante. Le di un toque a la pantalla, y en cuanto acerqué la bocina a mi oído, la escuché decir:

—Necesito tu ayuda.


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