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Capítulo 19



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Fue la primera vez que enfrenté a Mateo de esa manera. En el pasado, nunca me atreví a decirle nada, pero logré llenarme de valor en esta ocasión. Aunque Alastor tampoco me facilitaba las cosas.

Cuando me acorraló contra la pared, parecía frenético, como un toro a punto de embestir, aunque no de forma violenta. ¿Qué lo puso de ese modo? A pesar de que me planteé que la causa fuera Mateo, era imposible. No sabía nada de él, y tampoco creí que le resultara relevante. Ya había dejado claras sus intenciones conmigo la otra noche.

Algo que tampoco entendía era por qué hablaba español cuando estábamos a solas, del resto, siempre utilizaba el inglés. ¿Lo hacía para molestarme?, aunque era yo la que al final terminó avergonzándose sola. Lo abracé por la cintura en frente de mi exnovio. Lo usé, cuando, estaba segura, a Mateo ni siquiera le habría importado verme con un hombre mayor. No solía preocuparse nada más que por satisfacer su placer y su persona.

Alastor recorrió la habitación en busca de algún desperfecto. No conocía su edad exacta, pero le ponía unos treinta y tantos años. En comparación a mis veinticinco, la brecha que marcaba la diferencia de edad me resultaba evidente. Él lucía como un hombre maduro y experimentado, mientras que yo, por otro lado, parecía una chica que apenas estaba probando las primeras cucharadas del plato de sopa llamado vida.

Memoricé todo lo que me enseñó sobre ser una housekeeping mientras recorríamos los pasillos del hotel y las habitaciones, conociendo los defectos y virtudes del equipo.

Había muchas cosas detrás de la limpieza. Por ejemplo, nadie me habló de la regla de no aceptar ningún tipo de ofrecimiento por parte de los huéspedes. Ellos debían solicitar el servicio a través del teléfono, y dos personas del equipo se dirigían a la habitación cada vez que el huésped o los huéspedes estaban presentes.

Además, tampoco me habían mencionado que debía fijarme en el interior del duvet, ya que en una de las habitaciones nos encontramos con la sorpresa de que tenía una mancha de sangre.

—La primera vez de alguien —bromeó Danna.

—O tan solo olvidó que menstruaría —intervine con irritación.

¿Por qué? ¿Con qué finalidad?

No estaba segura. Pero es que las mujeres no dejaban de insinuarse. Era como si necesitaran, con urgencia, asegurar su línea genética con semejante monumento de hombre. Se transformaban en frente de Alastor.

Era atractivo, no lo negaba. Sin embargo, el hecho de que de repente se esforzaran por mostrar sus mejores atributos a través de formas tan fuera de lugar, como el comentario que Danna acababa de hacer, me causaba pena ajena.

Tal vez era él quien las corrompía. Después de todo, tenía algo en su mirada que inducía a la lujuria.

Por eso y por más, sabía que debía mantener distancia de él y de su alta capacidad de seducción. Fue lo que hice hasta pasada la una de la tarde. Me dolían las piernas, los pies y la cabeza. Ya no toleraba el olor de los químicos de limpieza. Me hacían estornudar.

—Samantha —Alastor me hizo un gesto para que me acercara a la puerta de la habitación. Hasta este momento, no había hecho más que mirar, explicar ciertas cosas, corregirnos y dar órdenes.

Salimos al pasillo, y Alastor me quitó el trapo de las manos, dejándolo en el contenedor de Danna, quien desde el interior de la habitación nos miraba al disimulo.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó, y me quedé sin palabras. ¿Cuándo empezó a preocuparse por mi bienestar?— Vamos.

—¿Supervisarás a otra housekeeping? —indagué mientras lo seguía, y esperaba que no lo hiciera. Necesitaba un día libre con urgencia o, al menos, un breve descanso. Mis energías se estaban agotando bastante rápido. No me encontraba en buena forma física y tampoco era fanática del ejercicio. En ciertos aspectos, solía ser descuidada.

—Es hora del almuerzo —anunció, con su mirada centrada en el camino que teníamos por delante.

—Pero eso nunca te importó. —Esperé a que mis palabras ejercieran algún peso sobre sus hombros. Los días pasados tuve hambre también en parte por su culpa.

—Lo compensaré. —Se aproximó al elevador. Tocó el botón para llamarlo, y como no me sintió a su lado, volteó, tomándome por sorpresa mientras contemplaba las escaleras de emergencia. Me parecían más seguras cuando se trataba de su compañía. Ahí dentro, en ese diminuto espacio, sentía que en cualquier momento él presionaría el botón de Stop. Y tal vez yo no quisiera frenarlo.

—Es tan solo un piso —indicó.

Él tenía el poder de transformarse en diferentes personalidades. Sus estados eran muy cambiantes. Estaba el enojado por naturaleza que siempre hacía acto de presencia, el jefe autoritario y el seductor oscuro. Ahora estaba delante de su segunda fase.

Mordiéndome el interior de la mejilla, me acerqué cuando las puertas se abrieron. Él esperaba que fuera la primera en entrar. Tal vez sospechaba que escaparía si tomaba la iniciativa.

—Confiaré en tu palabra —le dije, y las comisuras de sus labios se elevaron en un gesto que expresaba diversión. Al menos sabía sonreír.

Como mencioné, descendimos un piso hasta el vestíbulo. El ascensor se detuvo y Alastor me contempló sobre el hombro, como si estuviera tratando de descifrar algo con respecto a mí.

Durante lo que me pareció una eternidad, no tomó ninguna decisión y su cuerpo bloqueó la salida, lo que me hizo sentir ansiosa.

—Era tan solo un piso —le recordé. Alastor negó la cabeza ante un pensamiento desconocido, y por fin salió.

El personal, al verlo pasar a su lado, se ponía tenso e inclinaba la cabeza en forma de saludo. Él ni siquiera los volteó a ver, como si no los notara. Pero cuando ellos me vieron a su lado, sus expresiones fueron de desconcierto. Quizá intentaban descifrar por qué me encontraba con él, y yo también me hacía la misma pregunta.

En el restaurante del hotel, la mesera del otro día se acercó corriendo y, al darse cuenta de que estaba acompañado por mí, de repente dejó de sonreír.

—Ahora vienes con más frecuencia —comentó.

Alastor le hizo un gesto para que cerrara la boca. Había recibido una llamada, y parecía que hubo un problema con el grupo de recién graduados cuando respondió.

—¿Hay algún herido? Voy para allá.

—¿Qué ocurre? —preguntó la mesera.

—Se incendió un bin.

—¿Cómo es eso posible? —solté, horrorizada.

—Algún fumador.

—Pero si hay carteles que lo prohíben colgados por todas partes.

—Evidentemente hay un idiota entre el grupo que no sabe leer. —Alastor dejó de mirarme—. Elena, lleva a Sam a una mesa y procura que coma algo. Corre por cuenta mía.

Él se marchó poco después.

—Sígueme —dijo Elena de mala gana, y lo hice.

Tan cansada me encontraba que el simple gesto de tomar asiento dolió. El día aún no terminaba, y el agotamiento era una vil tortura.

—¿Viste algo increíble? —pregunté, porque Elena seguía mirándome.

—Él habla español —murmuró como si ese hecho la hubiera sorprendido bastante. Pero en efecto, se había vuelto usual que Alastor me hablara en ese idioma, mientras que se dirigía a los demás en inglés.

Aun así, no era lo único.

Desde el primer momento en el que me vio entrar, Elena había estado odiando la idea de que Alastor me hubiera traído aquí. Era capaz de reconocer su expresión en la que fue la de mi mejor amiga. En el pasado, me preocupaba que existiera algo en su vida que la estuviera molestando, pero nunca imaginé que en realidad podría ser yo. Debí sospechar que Mateo era la causa de su enfado hacia mí. Emily también resultó estar enamorada de él después de todo.

—¿No sabías? —ironicé—. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí y no te has dado cuenta? También habla ruso.

—Tú... —Acabé por enfadarla.

—Lo siento, te hice sentir incómoda —intervine. No quería pelear, y aunque estaba irritada, no fue la mejor manera de expresarlo.

Molesta, dejó el menú sobre la mesa y se dio la vuelta, dispuesta a marcharse.

—¿Puedes tomar mi orden en este momento? Alastor dijo que...

Se devolvió hacia mí y cerré la boca. Sacó un cuaderno y un bolígrafo para tomar notas mientras apretaba la mandíbula con fuerza.

—No eres la primera a la que trae aquí —amonestó.

—Ya. ¿Tengo cara de que me importa? —pregunté con calma. Tenía hambre, esa era la única razón por la que acepté que me trajera a esta mesa.

A partir del día siguiente, si me daba tiempo para almorzar como hoy, traería mis alimentos y no tendría que volver a este elegante restaurante. Sin embargo, también esperaba no quedarme dormida por la mañana, ya que siempre había tenido dificultades para madrugar.

Abrí el menú, fui directo al final, a la sección que decía "Libre de Gluten", y señalé lo primero que me llamó la atención.

—¿Estás a dieta? —ironizó mientras realizaba garabatos en su libreta. No debería hacer este tipo de comentarios si se suponía que trabajaba en un hotel de cinco estrellas.

Después de anotar mi orden, tomó el menú y se marchó. Durante la espera, contemplé a través del panel de cristal junto a mí.

El hotel tenía vistas maravillosas e impresionantes. Del otro lado del restaurante estaba la piscina, pero del mío, había un campo de golf que no parecía tener fin debido a su tamaño.

Un hombre, ataviado con pantalones cortos blancos, una camiseta polo del mismo color y una gorra a juego, con la ayuda de un palo de golf, le dio un potente golpe a una pelota que se elevó hasta perderse en lo alto del cielo.

Mientras algunos perseguían hoyos en la comodidad de sus extravagantes cochecitos, otros teníamos que abandonar nuestros países en busca de una vida mejor. La vida parecía tan sencilla para algunos y tan injusta para otros.

—Aquí tienes. —Di un sobresalto al abrir los ojos y ver el plato servido frente a mí—. No es lugar para quedarse dormida. —Elena se rio antes de alejarse y me froté el rostro. No supe en qué momento ocurrió, pero podía sentir la pesadez en mis párpados.

Permanecer somnolienta era horrible, ya que me sumía en la inconsciencia sin notarlo. Lo último que recordaba fue que contemplaba al hombre jugando al golf, pero al buscarlo, me di cuenta de que había desaparecido.

No habría pasado mucho tiempo desde que Elena se marchó con mi orden, sin embargo, me dispuse a comer lo que parecía ser puré de patatas, ensalada y pollo a la parrilla. En el menú tenía un nombre tan exclusivo.

Probé un bocado y me gustó. El sabor era muy bueno, así que seguí comiendo.

Había vaciado poco más de la mitad de mi plato cuando alguien tomó asiento frente a mí. Al verlo, el tenedor resbaló de mi mano y cayó sobre el plato con un estruendo.

Él se rio y me odié por dentro.

—Sigues teniendo el mismo gran apetito de siempre. —Lucía agitado, como si hubiera corrido desde la puerta principal, directo al lugar que acababa de ocupar—. ¿Qué tal los estudios?

Tan solo lo miré y no respondí. Tampoco pensaba dejar de comer por él, así que recuperé mi tenedor.

Últimamente había abusado mucho de mi estado físico, y no podía permitirme enfermar. Bebí un sorbo del vaso de agua que Elena dejó junto a mi plato, aunque ya no tenía el mismo sabor. Era bastante amargo y desagradable, gracias a su compañía.

Mateo sacó algo de su chaqueta y lo acercó a sus labios. No entendía por qué usaba eso si hacía tanto calor, a menos que tampoco soportara el aire acondicionado. Yo me congelaba cada vez que pasaba debajo de alguna ventila.

Colocó el cigarrillo entre sus labios y estuvo a punto de encenderlo.

—Has estado fumando, a pesar de que hay letreros que lo prohíben en cada esquina. —No pude quedarme callada. Era lo que él querría.

A lo mejor también fue el causante del incendio, o tal vez no. No podía culparlo por todas las desgracias que ocurrían en mi vida y a mi alrededor.

Sonrió como solo él sabía hacerlo, y de todas maneras lo encendió.

Me eché hacia atrás.

Siempre había odiado ese olor. Durante tres largos años, tuve que soportar el terrible aroma que impregnaba mi ropa debido a su frecuente hábito. Parecía una chimenea humana, y tenía la sensación de que perdería los dientes antes de cumplir los cuarenta.

—¿Todavía te molesta que fume? —preguntó.

—Lo hacía, tiempo pasado —recalqué—. Ahora no me importa si te arruinas.

Le dio una calada, luego se inclinó sobre la mesa y sopló todo el humo en mi plato.

—Cambiaste —me dijo.

¿Por qué de pronto estaba mirándome con interés? Era repugnante, aunque en el pasado eso me habría derretido.

—Abrí los ojos, y me volví más cabrona gracias a ti.

Se rio y contempló el campo de golf. Había personas en las mesas cercanas que empezaron a mirarnos mal.

—Me gradué la semana pasada en criminología y criminalística. —Devolvió su atención hacia mí—. ¿No soñábamos con hacerlo juntos algún día? Pero de pronto desapareciste. Luego supe que viajaste a los Estados Unidos con tu mamá. ¿Por qué huiste, Sam?

Ese había sido el punto, escapé de él y de mi mejor amiga, dejando toda mi vida atrás. Sin embargo, por lo visto, eso solo le infló el ego. Aun después de tanto tiempo, parecía seguir disfrutando de mi dolor.

Apreté el vaso con fuerza.

Siempre fuimos mamá y yo solas contra el mundo. No tuve una figura paterna en mi vida porque nos dejó cuando yo era una bebé. Sintió que era demasiada responsabilidad para él, pero tampoco lo echaba de menos. De niña, alguna vez tuve envidia de los que tenían papás, y con el tiempo aprendí que su ausencia en realidad fue un regalo. De haberse quedado por la fuerza, habría causado un gran dolor para nosotras, al igual que yo lo experimenté al enterarme de que las personas que más amaba me habían engañado durante dos años. Su amor no era real, y eso fue lo que más dolió.

Antes de venir aquí, los problemas llegaron a nuestras vidas como una tormenta sincronizada. Las deudas comenzaron cuando ingresé a la universidad, ya que no era barata, pero me las arreglaba trabajando en una empresa de entrega de alimentos a domicilio. Mi medio de transporte era una antigua motoneta. De esta forma, también ayudaba a cubrir los gastos de la casa.

Luego la pandemia azotó, y gran parte del mundo perdió sus empleos, incluyéndonos a nosotras. Llegamos al punto en el que no teníamos nada que comer, y mi alimentación sin gluten tampoco era asequible. Mamá empezó a privarse de todo para que yo pudiera salir adelante de alguna manera, incluso adelgazó mucho. Cada vez se volvía más difícil, y aunque habría venido bien un poco de apoyo por parte de mi novio, preferí no decirle nada para no molestarlo, porque sabía que no estaría contento. Siempre estaba de mal humor, y aunque solo lo ponía de evidencia conmigo, una parte de mí se negaba a verlo.

Con el tiempo, guardé esos sentimientos y comenzaron a hacerme daño. Llegué al punto de sufrir de estrés. Se me caía mucho el cabello, me dolía el estómago con frecuencia y apenas dormía.

Algunos meses después, cuando las cosas en el mundo parecían volver a la normalidad y levantaron la cuarentena en nuestro país, las deudas acumuladas durante ese tiempo se cernieron sobre nosotras. No teníamos forma de pagarlas y nos sentíamos en la cuerda floja.

Estando a un semestre de graduarme, opté por suspender mis estudios, y mi madre, con lágrimas en los ojos, me planteó la opción de emigrar. Era una decisión definitiva, ya que en nuestro país la falta de empleo era alarmante y, cuando surgían oportunidades, parecía que la única forma de acceder a ellas era mediante contactos. Además, el costo de la vida se había disparado. A pesar de que no deseaba marcharme, me dirigí hacia él en busca de consejo. Grave error.

Cuando su madre me abrió la puerta y vi lástima reflejada en sus ojos, debí entender que no tendría que haber entrado en su habitación y verlo mientras tenía sexo con mi mejor amiga.

Al darse cuenta de mi presencia, Mateo corrió detrás de mí e intentó convencerme de que lo que había visto no era lo que pensaba. Estaba seguro de que yo era tan idiota como para cambiar la versión de lo que vi, porque nunca me atreví a reprocharle nada.

Lo amaba, pero no de la forma correcta. Siempre callaba cuando algo lo molestaba, y me esforzaba por cambiar lo que a él no le gustaba de mí para complacerlo. Pensé que algún día se daría cuenta de todo lo que hacía por él y que las cosas mejorarían. Pero estaba equivocada y me sentí tonta por ello. Debí haberme amado más que a él, porque definitivamente no merecía el trato que me estaba dando.

En ese momento entendí que no tenía por qué ser su centro de rehabilitación, pues no mostraba ninguna intención de mejorar como persona.

Un par de meses más tarde, junto con mamá, nos movilizamos a Estados Unidos antes de que nuestras visas de turistas caducaran.

—¿Qué haces aquí? —increpé.

—De vacaciones, ¿no es obvio? —Se recargó en el espaldar de la silla y continuó mirándome.

Su padre era ministro de economía y finanzas en el gobierno de Ecuador, tenía un puesto fijo y ganaba más de lo que debería. Esa era la razón por la que su hijo podía viajar a los Estados Unidos como si fuera al patio de su casa. Su madre era la única persona con cabeza y corazón en ese lugar. Si no hubiera sido por ella, que esa tarde me dejó entrar a sabiendas del amorío de su hijo, tal vez seguiría en mi país natal, pasando hambre junto con mamá y amando a ciegas.

—Hablo de mi mesa.

—Creí que estarías feliz de verme. Yo te eché de menos. —Sus palabras llegaron como el ácido a mi garganta. No percibí sinceridad, tan solo burla.

Sabía que en algún momento él me deseó y yo a él, pero sus mentiras hicieron todo tan complicado. Nuestro amor se transformó en oscuridad.

—¿Recuerdas lo que solías decirme, que no te importaban mis palabras y que nunca cambiarías? Me hiciste pensar que era yo la del problema. Así que como era en el pasado, cuando me veas sé frío y da la vuelta.

—Hablas demasiado. —Apagó su cigarro en la orilla de mi plato y se puso de pie, sacudiendo su chaqueta. Sus palabras entraron en mis oídos y resonaron en las paredes, hiriéndome como si fuera la primera vez que decía algo parecido—. Estaba buscando un poco de diversión, pero me equivoqué contigo. Sigues siendo la misma. ¿Sabes por qué accedí a estar con Emily? Porque siempre fuiste una mojigata aburrida y ella sí sabe divertirse, especialmente en la cama.

Todavía con el vaso entre mis dedos, me levanté de la silla, pero antes de poder arrojárselo encima, una mano me sujetó de la muñeca, y una parte del líquido acabó derramándose en el pecho de la persona equivocada.

—Alastor —solté. Y si creí que había conocido su peor etapa de enfado, cuán errada estaba—. Lo siento.

Una risotada hizo que Alastor volteara en cámara lenta y con la mandíbula apretada.

—Tan inútil como de costumbre. —Mateo me observó, y sus pensamientos se proyectaron en su mirada. Estaría pensando que yo era una niña sin remedio. Siempre fue así, no encontré la diferencia en su expresión de ahora con la del pasado. Sin embargo, ¿por qué seguía doliendo?

Los oídos me retumbaron y mis ojos se nublaron. No veía con claridad cuando Alastor lo golpeó con fuerza en la cara, arrojándolo al suelo.

—¡Santo Dios! —Elena y demás personal del hotel, con premura, se acercaron a nosotros.

—¿Qué diablos? —Mateo, todavía en el piso, se llevó ambas manos a la nariz para contener la sangre que empezó a gotear—. ¡Voy a denunciarte por esto! —advirtió, y ya no pude más.

Tomé el objeto que había olvidado en mi mesa, me aproximé antes de que Alastor tuviera oportunidad de frenarme, y doblé mis rodillas hasta que estuve a su altura. Su rostro reflejaba pánico y dolor extremo. El lugar en donde Alastor lo había golpeado empezó a inflamarse, cuando con satisfacción presioné la colilla apagada contra su frente, de la misma manera en que él lo había hecho en el borde de mi plato.

—No olvides llevar contigo toda la basura. —Dejé caer lo que quedaba de la colilla en sus piernas, y salí del restaurante con una nueva sensación liberadora llenándome el pecho.


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