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Capítulo 18



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¿Qué estaba mal con él? Era contradictorio. Me decía cosas hirientes y luego actuaba de manera distinta.

Alastor, detrás de su escritorio, irradiaba una presencia imponente y majestuosa. Sin embargo, existía una oscuridad en su mirada tan abrumadora que me robó las palabras mientras nos observaba a mí y a Claudio, como si estuviera evaluando la situación. Lo habíamos encontrado en frente de la suite, cuando debatíamos sobre si llamar a la puerta o no, hasta que lo vimos llegar.

Justo ahora, me recordaba a la primera vez que lo vi.

—¿Por qué vino el día de hoy? —le preguntó Alastor en inglés, señalándome con la quijada—. Además, creí haberte informado que tendría cambio de horario.

—El nuevo grupo estaba por llegar, y ella...

—Tan solo trabaja para mí —puntualizó Alastor, y la manera en la que lo dijo me produjo escalofríos—. ¿Entendido?

—Sí, señor.

Nunca lo vi tan enojado como cuando me sacó de la habitación 989. En cierto modo, me salvó. El huésped, desde el momento en que me detuvo en el pasillo, no dejó de acercarse demasiado. Malinterpreté su actitud como amabilidad. Y aunque pensé que estaría dispuesta a hacer cualquier cosa para conservar mi trabajo, ya no estaba tan segura. Me resultaba inquietante imaginar en lo que habría terminado si Alastor no hubiera llegado a tiempo.

Sin embargo, ¿por qué no pensé que podría pasarme lo mismo cuando me quedé a solas con él? No lo conocía, y la posibilidad de que Alastor pudiera hacerme daño también debió estar presente, pero ni siquiera lo medité a fondo. Lo único que me preocupaba era que mi corazón saliera herido otra vez.

Me sorprendió que en realidad no hubiera considerado las demás alternativas. Quizá, ante mis ojos, Alastor no lucía como una mala persona en ese sentido. Aunque me besó sin mi consentimiento, una parte de mí no lo veía de esa manera, y me aterraba que mi lado impulsivo pudiera llegar a encapricharse de verdad con él.

—Hoy es mi día libre —mencioné, y cuando ambos volvieron la mirada hacia mí, sentí que me encogía. Había un par de cosas que me habría gustado hacer, como ayudar a mamá a limpiar la asquerosa nevera de su amigo. Al menos, la pestilencia desaparecería, y no tendría que dejar de respirar cada vez que cruzara la cocina para llegar al baño. El baño... Cómo desearía poder limpiar ese lugar con cloro y aplicar todo lo que Ana me enseñó.

—¿Con quién? —cuestionó Alastor con autoridad, y de reojo percibí la mirada de Claudio sobre ambos.

—No necesito pedirte permiso para saber con qué persona paso mi día libre.

Alastor se acomodó en su silla, apoyando los codos sobre la mesa e inclinándose ligeramente en nuestra dirección. Mientras tanto, traté de parecer imperturbable. Estaba claro que nadie antes se había atrevido a desafiarlo de esta manera.

—Tu día libre no será hoy. —Si creí que existiría una pequeña posibilidad, resultó ser que no. Este hombre carecía de un alma—. Claudio, debo recordarte que hay un numeroso grupo de huéspedes sin habitaciones que aguardan en la piscina. Las quiero listas dentro de una hora, no me des más trabajo.

Alguien llamó a la puerta de la suite. Susana asomó la cabeza, le sonrió al verlo y entró pavoneándose. Su uniforme constaba de una falda beige bastante corta, pero no me había dado cuenta hasta ahora. Era la primera vez que no estaba sentada detrás del mostrador. Incluso su camisa azul tenía un botón abierto de más.

Susana se plantó justo frente a Claudio y de mí, se inclinó sobre el escritorio y deslizó un folio hasta dejarlo delante de Alastor. Si nosotros, que nos encontrábamos detrás, teníamos una vista completa de sus atributos, ni hablar de lo que podía ver el que estaba en frente. Mi rostro debía estar reflejando una clara aversión con lo expresiva que era.

—Lo que me pediste. —Un instante después, Susana se acomodó a su lado y nos miró como si apenas se hubiera dado cuenta de nuestra presencia. Estaba claro que en el hotel ella jugaba el papel como su persona de confianza.

Alastor hizo un gesto hacia su cuello, sin mirar demasiado. Demontró mayor interés en el folio.

—El mes pasado, creo que hablé sobre la importancia de seguir el código de vestimenta adecuado. Asegúrate de ajustar tu uniforme —le dijo, y contuve la risa—. Por último, pero no menos importante, solo Samantha estará autorizada para acceder a mi suite. Por favor, Susana, proporciónale una copia de la llave lo antes posible.

Parpadeé rápidamente, como si eso pudiera ayudarme a aclarar mi mente. No entendía por qué de repente me sentía tan acalorada. ¿Timidez? No estaba segura. La situación, junto con el hecho de que Alastor mencionara mi nombre de manera tan exclusiva, me había convertido en el centro de atención.

Finalmente, Alastor dirigió su mirada hacia Susana y, con la misma expresión desinteresada, señaló la puerta. Ella, tratando de recuperase de lo que acabó de escuchar, se dirigió hacia la salida. Poco después, Claudio la siguió, y el inminente silencio me hizo pensar que el gesto era para todos. Aun así, no me detuve a preguntar y di un paso hacia la puerta.

—No huyas. —Su voz me alcanzó como una onda sonora que me pegó contra el suelo.

—Pareces mi jefe —musité entre dientes.

—Lo soy —corrigió—. Olvídate de Claudio.

—Como ordene, amargado —murmuré, asegurándome de que no fuera a oírlo.

Algo en el folio que Susana le entregó había captado por completo su interés; sus cejas pobladas se arquearon formando una V. No podía evitar sentir cierta curiosidad por conocer qué había empeorado todavía más su humor, aunque en determinado momento, mientras leía, tmbién me pareció verlo contener una risa. Lo más seguro es que fuera mi imaginación.

—¿Eres de Ecuador? —preguntó de repente.

—¿Cómo lo sabes?

No respondió, tan solo siguió mirando los documentos. Al reflexionar, no era difícil imaginar que supiera algo como eso si era el dueño del hotel. Podría ser que lo que estaba leyendo fuera mi información, pero dudaba que le importara mucho más de lo que dejó claro la noche anterior.

—Voy a mover el contenedor que aparqué a mitad del pasillo —anuncié después de no hacer nada mejor que mirarlo durante un par de minutos.

—Claudio se encargará de eso.

—¿Y si no lo ve?

—Lo despido. —Qué facilidad tenía para decir las cosas.

—Tampoco tengo los insumos de limpieza.

—No los necesitas.

Resoplé.

—Entonces, ¿cómo se supone que voy a limpiar su habitación, señor?

Sus ojos negros se alzaron del folio para encontrarse con los míos. Su mirada ardiente me perforó como una llama repentina mientras se ponía de pie. ¿Había terminado de revisar tan rápido el contenido de esos papeles? Para ser sincera, esperaba que le llevara más tiempo, y deseaba desaparecer antes de que acabara.

Se acercó peligrosamente, como un león hambriento. Retrocedí sin aliento y, cuando estuvo a punto de llegar, pasó de largo sin dirigirme una palabra, saliendo de la suite.

—¿A qué esperas? —me preguntó desde el pasillo.

Con el corazón latiendo como una locomotora, tomé aire. Había sido aterrador, pensé por un momento que su único propósito era alcanzarme.

Salí de la suite y avancé un paso detrás de él. Alastor se detuvo frente al ascensor y las puertas se abrieron. Siguiendo sus órdenes, entré primero. Cuando él lo hizo, sentí la necesidad de darle más espacio, así que me aparté hasta casi presionar mi espalda contra la pared. Las puertas se cerraron y el calor de su cuerpo me envolvió, haciendo que los segundos parecieran eternos. Entonces, descubrí que me miraba de reojo.

—Prometí que no te haría nada que no quisieras, pero eres tan problemática e indisciplinada. Tenemos alrededor de quince segundos para llegar al Vestíbulo. —Su enojo había desaparecido, aunque no por completo. Acercó el dedo índice al botón rojo con la palabra Stop y abrí mucho los ojos—. Tan solo di rojo, y lo que suceda después...

Un vacío se precipitó en mi estómago, tan pronunciado como el inesperado conteo regresivo que había empezado en mi cabeza.



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El nerviosismo en sus ojos destilaba una anormalidad evidente, y no pude evitar notarlo en ese instante. Cuando probé sus labios en mi suite, su cuerpo me instó a explorar más allá. Pude confirmar que existía una mezcla de duda y deseo en ella, pero también detecté un temor más profundo, un recelo palpable que la mantenía distante de mis acciones. Alguna vez mencionó que yo encajaba en esa categoría de hombres, y parecía ser la razón detrás de su desconfianza. Me llevó a suponer que en su pasado hubo alguien que la hirió, por lo que acabó construyendo murallas a su alrededor, y ya tenía algunas sospechas sobre quién podía ser ese individuo.

—Ahora quiero conocerlo.

Su mirada se cargó de confusión después de escuchar mi susurro.

Antes de lo planeado, el ascensor se detuvo en el tercer piso. Ella profirió un insulto en voz baja y trató de escapar, pero se contuvo justo antes de que las puertas se abrieran por completo, ya que un joven bloqueaba su camino.

—Mateo —tartamudeó, y lo contempló desorientada.

Él, como si acabara de escuchar una maldición, volteó. Y al verla sonrió con arrogancia.

—Sam. —Odié que pronunciara su nombre de la forma en que lo hizo. No me gustó. Era denigrante—. Qué mundo tan pequeño. ¿Viniste a finalizar tus estudios en los Estados Unidos?

Mateo Díaz, de 27 años, ecuatoriano nacido en la capital y uno de los recién graduados. Esa era la información que figuraba en los documentos que Susana llevó a mi suite.

—Disculpa. —Me coloqué junto a Samantha, rodeando su cintura con mi brazo, y él me miró con desagrado. Acababa de notar mi presencia, y para aumentar su confusión, seguí hablándole en inglés—: Tenemos prisa, y ustedes están en medio del camino.

Detrás de él, otro muchacho parecía estar apurado por subir. Supuse que habían escapado de la piscina para dar una vuelta y conocer las instalaciones. Ambos estaban transpirando.

—¿Qué es lo que dijo este gringo? —Volvió a reír, tratando de aparentar ser genial en lugar de parecer un tonto.

—Dice que te quites del medio. Y también te llamó imbécil. —Ella recuperó la compostura más rápido de lo que había anticipado, pero mis palabras no fueron las mismas, aunque eso tampoco importó. Samantha se apretó más contra mí, su mano empujó mi espalda con suavidad y salimos del ascensor.

—Todavía puedes pronunciar la palabra, Sam —susurré encantado contra su oído, y apretó los labios. La piel de su brazo estaba erizada, en respuesta al roce de mis dedos, y sinceramente esperé que estuviera considerándolo.

Al doblar la esquina se apartó de mi lado y respiró con agitación. De repente también empezó a temblar y temí que volviera a perder la consciencia. Con ella no se sabía. Pero al verla de mejor manera, por primera vez, anhelé tener el poder sobre algo que estaba fuera de mi alcance: el de calmar el origen de sus inseguridades.

—No esperaba que fuera tan pronto —susurró mientras revisaba su cuerpo, pero sobre todo su ropa. Debió de sentirse avergonzada. No obstante, ¿qué tenía que estuviera trabajando en un lugar como este? Había una larga fila de solicitantes y el salario era muy atractivo.

Comprendí mejor contra qué me enfrentaba. Él debió ser la razón por la cual Samantha desconfiaba de mí y se mostraba cautelosa. Aún no lo superaba por completo, pero mi objetivo no era dejar una grieta en su vida, ni tampoco hacerla temblar de miedo en cada encuentro, sino ser quien la llevara a experimentar el éxtasis del placer, y también algo más.

El despertar de esos pensamientos fue como una súbita ráfaga helada que me recorrió la espalda. Me di cuenta de que mi interés por ella eran un rompecabezas que aún no había conseguido resolver por completo. Cada pieza encajaba de una manera única y misteriosa, y mientras más profundizaba en ello, más complejo se volvía.

—Aún sigue en pie —le recordé.

—Habla claro, no te estoy entendiendo —me dijo rápido. Se había convertido en un manojo de nervios.

—Por un demonio. —Reduje la distancia que ella tomó de mí y ejercí una suave presión entre nuestros cuerpos. Fue entonces cuando dejó de moverse y mantuvo el aliento, sus ojos se encontraron con los míos mientras yo apoyaba mi brazo en la pared sobre su cabeza. Su mordida en el labio reavivó en mí un fuego poderoso e incontrolable. En ese instante, deseé besarla y hacer que se olvidara de todo. De repente anhelé ser yo quien la llevara a la locura.

—¿Qué te ocurre?

—Mantén la palabra rojo en mente —susurré, notando cómo mi boca se secaba. No obstante, no fui el único; ella también tragó saliva de manera ruidosa.

Esto había dejado de ser un simple juego. En realidad, ansiaba involucrarme con ella en todos los aspectos posibles.

Su figura se deslizó con una delicada lentitud bajo mi brazo, y en mí creció la certeza de que habría un punto en el tiempo en el que no intentaría huir de mí. No sería porque yo fuera a retenerla, sino porque ella misma no querría marcharse.

—Esa palabra se quedará olvidada en algún lugar recóndito de mi mente, al igual que tu número de teléfono. ¿Qué hacemos aquí? —Cambió de tema.

Mi idea original era bajar un par de pisos más y aprovechar el trayecto para convencerla, pero ya que nos encontrábamos aquí...

—Evidentemente, no sabes mucho y también cometes bastantes errores, así que presta atención —dije mientras señalaba la habitación 306, cuya puerta permanecía entreabierta. Me acerqué, eché un vistazo al interior antes de empujarla, y Danna, quien estaba ocupada limpiando, dio un salto al percatarse de nuestra presencia—. Continúa con lo que hacías, hoy superviso.


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