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Capítulo 09



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Cuando subí al auto, saludé a mamá y cerré los ojos. Estaba exhausta.

«Alastor...». Ya conocía su nombre; sin embargo, en inglés tenía un sonido bastante peculiar.

—¿Te estaban molestando?

—¿Quiénes? —Abrí los ojos para entender a lo que se refería, y a través del retrovisor, vi a esos dos hombres entrando en el hotel—. No, son huéspedes privilegiados.

—¿Has estado con ambos durante todo este tiempo? —Su pregunta sonaba llena de insinuaciones, y solté una risa carente de humor. Mamá sospechaba cosas que no eran ciertas.

—Para nada. Me tomó más tiempo de lo esperado limpiar sola. Tropecé con ellos mientras te buscaba.

Todo acerca de este hotel era un error controlado por un frío magnate. Su indiferencia al decirme que terminara de limpiar y que me marchara todavía me pesaba, aunque me ubiese ayudado al final.

Mamá encendió el motor del auto y empezó a conducir.

—Creí que tenías una compañera de limpieza.

No me apetecía contarle lo vergonzoso que había sido mi día, y tampoco quería preocuparla. Sabía que cuando empezara a trabajar en el hotel dentro de unos días, ya no podría ocultarle nada. Tendría que ser más cuidadosa a partir de ahora.

—Fue la decisión de nuestro jefe —musité con amargura.

—Parece un imbécil.

—Lo es.

Me miró y obsequió una sonrisa cálida que me produjo nostalgia. Echaba de menos nuestra tranquila vida en Ecuador.

—Mañana buscaré la manera de adquirir dos líneas telefónicas para comunicarnos en este país. También espero poder abrir una cuenta bancaria —dijo cuando llegamos a la casa de su amigo.

—Olvidas que tampoco tenemos teléfonos —le recordé mientras bajaba del automóvil. Vendimos casi todas nuestras pertenencias. Con ello, apenas pudimos cubrir las deudas en ese país, los gastos del viaje, y también lo necesario para trabajar en el hotel.

—César conoce un lugar que podría facilitarnos dos teléfonos y sus líneas correspondientes hasta que nos paguen la quincena.

—¿Y qué tan costoso será? —indagué.

—De lo mejor que se puede encontrar. —Avanzó hacia el sótano.

—¿Estás segura? —La observé con cuidado. Mamá se detuvo a mitad del camino y volteó. No me había movido de mi lugar junto al auto.

—¿Qué sucede? —me preguntó.

—No quiero parecer caprichosa, pero tu amigo dijo que, cuando viniéramos, tendríamos privacidad, una cama cómoda y comida gratis. Bueno, eso último está bien para ti, sin embargo, al llegar, nos encontramos con otra realidad. No existe privacidad si sus hijos se quedan hasta tarde pegados al televisor junto al sofá cama que, por cierto, son más resortes que colchón. Incluso su casa rodante carece de aire acondicionado y agua.

—Sam...

—No me estoy quejando. Deben existir otros inmigrantes con vidas aún más difíciles que las nuestras. Siento que no podemos confiar en lo que dice. Sé que es tu mejor amigo desde la infancia, pero tampoco nos contó todo.

Hasta este momento no supe del sentimiento irritable que existía en mi interior, pero no podía permitirme llorar. Cuando terminé con Mateo, me dije que sería otra, una Sam fuerte y dura de roer.

Se acercó a mí y me abrazó.

—Todo estará bien, lo prometo. Es por un corto período de tiempo, luego nos marcharemos a un mejor lugar. —Se apartó y su mirada encontró la mía al tomar mi mano—. Además, recuerda que César dio con este trabajo para nosotras.

—Con un número social y residencias falsos.

Nos pidió $150 a cada una por los documentos. Un conocido suyo era el que facilitaba esos papeles a inmigrantes como nosotras. También había empresas que nos contrataban a sabiendas de que eran números inventados, y a su vez, el hotel nos reclutó a través de ellos. De otro modo, habría sido imposible.

—Fue la única manera de conseguir trabajo en este país. A menos que contraigas matrimonio con un nativo y me des los papeles —se rio y puse mala cara.

—No planeo casarme.

—Cuando salías con Mateo no pensabas igual.

—No lo menciones —pedí avergonzada.

Meses atrás fui una tonta. Fantaseaba acerca de un futuro matrimonio, en qué vestido usaría, e incluso en cuán lindos serían nuestros hijos si compartieran sus risos y mi nariz. Ahora me siento muy tonta al recordarlo.

—Está bien. —Enredó su brazo en mi cintura y juntas caminamos—. Te prepararé algo de comer, debes tener hambre después de trabajar hasta tarde. Además, limpié la cocina y la sala, así que ya no tendrás que preocuparte por el desorden. Y cuando sea tu día libre, juntas iremos a Gualmar para buscar comida sin gluten. Escuché que tienen muchas cosas.

Sus palabras me produjeron alivio absoluto.

—Ya conoces una tienda —le dije asombrada y sonrió.

—A lo largo de esta semana, debo entender todo lo que pueda sobre este nuevo mundo, pues una vez que empiece a trabajar, ya no tendremos mucho tiempo libre.

Mamá fue la primera en entrar al sótano. Cuando yo lo hice, no avancé más de tres pasos y frené en seco.

—¿Qué sucedió? —gritó mamá y miré con horror a la niña que estaba sentada en el sofá, viendo un video sobre autos en YouTube, con la cara embarrada de chocolate.

A sus pies se encontraba un casco color rosa, un plato sucio cuyo contenido había manchado la alfombra, y también uno de sus zapatos. El otro se hallaba en el pasillo que conectaba con las habitaciones.

La pequeña mesa del comedor estaba saturada con cajas de pizza. Platos sucios también llenaban el fregadero, las hornillas de la cocina estaban ocupadas con lo que parecía carne molida mezclada con atún y pasta cocida. Por otro lado, en el suelo había cajas de enlatados y otros productos que necesitaban refrigeración, pero que fueron dejadas ahí sin ningún cuidado.

El olor desagradable del frigorífico seguía igual que el primer día. Mamá no habría tenido tiempo de limpiarlo, pero me aseguró que solucionó gran parte del desastre esta mañana. Entonces, ¿qué ocurrió?

La niña ignoró su pregunta y nos contempló como si fastidiáramos su existencia. Luego se encogió de hombros y le subió el volumen a la televisión.

Por otro lado, Raine, su hermano mayor, apareció a través del pasillo, vistiendo una toalla en la cintura.

Como si mamá y yo fuéramos invisibles, se abrió paso hacia la nevera. Al abrirla, tuve que retroceder, no solo por el fuerte olor que emergió, sino también por el líquido viscoso que se derramó al suelo cuando sacó un galón de leche. Se sirvió un vaso y luego se marchó sin decir una palabra, dejando el suelo manchado con esa sustancia pegajosa.

Me sentí tan disgustada, pero al mismo tiempo impotente. No había nada que pudiéramos hacer.

Deseaba volver a mi hogar en Ecuador.



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Durante la noche, soñé con ella. No era el tipo de sueño que esperaba, como encontrarla en mi cama lista para recibirme entre sus piernas. Aunque no podía recordar los detalles, estaba seguro de que no se trataba de eso, porque me desperté sobresaltado. Fue una pesadilla tan desagradable, que durante un par de segundos me hizo dudar de cuál era mi realidad.

Me devolvió al pasado, a cuando tenía menos de nueve años. La sensación incómoda se incrustó en mi pecho durante la madrugada, hasta que el sol empezó a mostrarse entre el mar y el cielo.

A las siete de la mañana, me duché y me vestí con una camisa y pantalones. Al salir de mi suite y encontrarme en el pasillo, me molestó percibir un fuerte sonido. La gente no parecía entender que debía dejar las máquinas expendedoras en paz.

Avancé hasta el final, y al doblar la esquina, junto a la puerta conectada a un corto corredor exterior, la encontré de frente a una máquina de bocadillos. Estaba contemplando su interior con las manos pegadas en el cristal. Parecía una niña.

—Vamos. ¡Suelta mi desayuno, maldita porquería! Eres lo único que puedo comer —pronunció su apetecible boquita, le dio una patada y la máquina se quejó otra vez.

—Yo me ofrezco —le dije, y ella se sobresaltó al verme. No parecía alegrarse de mi presencia en absoluto. Qué mujer tan desconcertante. Tenía un par de ojeras bajo sus ojos, y me pregunté qué podría haberla mantenido despierta esta vez. Desde que la vi marcharse la noche anterior en compañía de, a saber quién, me tenía intrigado. Todavía estaba tratando de entender por qué.

—¿De qué hablas?

«¿Qué tal si me ofrezco como tu desayuno y me comes la pija?» Estuve a punto de pronunciar, pero algo me detuvo: la posibilidad de que se tomara mis palabras de la peor manera posible, en lugar de una broma. Con ella, nunca sabía de qué forma iban a resultar las cosas al final, pero eso también lo volvía fascinante.

Sus mejillas enrojecieron como si hubiera tenido la capacidad para leer mis pensamientos, y a sus espaldas la máquina emitió un nuevo sonido. Un objeto acabó de caer. Se apresuró a tomar la barra de proteína y la observó, al igual que me gustaría que me contemplara a mí.

Pero qué tontería. Esta chica hacía que me rebajara hasta el punto de compararme con un objeto.

—¿Estás a dieta? —cuestioné y me ignoró, pues quitarle la envoltura a esa barrita parecía algo más interesante.

Me acerqué y la tomé del brazo. Sentí su mirada clavada en mi espalda mientras, con suavidad, comencé a tirar de ella. Estaba preparado para soltarla si se resistía, pero no lo hizo.

—Todavía no es hora de trabajar. ¿A dónde me llevas?

—A proporcionarte un desayuno adecuado.

Una buena lección es lo que también estuve tentado a darle, pero ya comprendí que de esa manera no conseguiría llegar a ella.


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