Capítulo 05
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Quise golpearme hasta perder el conocimiento.
—Acoso laboral —repetí en voz baja mientras luchaba por mantener el equilibrio al caminar. Mis piernas temblaban, y aunque una parte de mi mente reconocía el peligro que implicaba mi reacción en el baño, no podía permitir que nadie me pisoteara de nuevo.
Estaba presintiendo que iba a pagarlo caro cuando Ana me detuvo en la sala. Me estuvo persiguiendo durante todo mi recorrido, pero la adrenalina parecía haberse conglomerado en mis oídos porque no la escuché, sino hasta ahora.
—¿Por qué te encerraste? Tenemos prohibido usar los baños de las habitaciones. Y si además eres tan lenta, no sirves de na... —Guardó silencio.
Al voltear, ese rostro cincelado de hombre sin emociones me redujo a la nada.
Él ejercía un dominio absoluto con una sola mirada. Era consciente de su atractivo y de lo que podía conseguir a través de él. Estaba rodeado por una aura impenetrable que nos separaba, simples mortales, de su grandeza.
Con una actitud despreocupada, se encaminó hacia el bar situado junto al inmenso televisor en el centro de la sala de estar, vistiendo solo los pantalones que dejaban al descubierto sus músculos tonificados.
Como si no fuéramos más que sombras, se sirvió hielo y un licor en un vaso de cristal transparente. Dio un sorbo y contempló su bebida con aprobación.
Con esfuerzo, observé a mi compañera. Su color de piel había tomado un tono amarillento, casi traslúcido mientras lo contemplaba con la boca abierta. Era sorprendente cómo este hombre tenía este efecto en las personas. Ana, siendo también una mujer joven, no era inmune al encanto de esta especie irracional.
—No quiero verte mañana, o ningún otro día —sentenció él, y mi boca se abrió como la de un pez fuera del agua. Sin embargo, cuando apartó la mirada de su vaso, sus ojos dirigieron la advertencia hacia mi compañera. Ahora, ella mantuvo la boca cerrada. El nerviosismo había sustituido por completo su enojo—. La nueva se encargará.
—Está enseñándome —adelanté en su idioma. No podía quedarme sola, todavía no sabía cómo hacer la cama de forma correcta, y eso me preocupaba en gran medida. Había observado que la sábana quedaba tirante y envolvía el colchón de manera impecable, como un papel de regalo perfecto. Duvet, eso era lo que Ana le llamó en alguna ocasión.
—¿A limpiar? —ironizó él—. ¿Ustedes estudiaron para ser personal de limpieza? Responde. Así podría demandar al equipo entero por un trabajo deficiente. No han sido capaces de limpiar mi habitación en una semana.
Porque espantaba a todos. ¿No había hecho lo mismo con la mujer el día pasado?
Apreté la mandíbula, ya que su enojo actual, en parte, fue culpa mía.
De cualquier manera, él no conocía lo agotador que resultaba limpiar una sola pared de la ducha. Apenas era mi segundo día y ya tenía las manos resecas debido al cloro. Y ni mencionar la arena que se adhería al suelo a causa de la humedad. La playa podía ser hermosa, pero definitivamente no lo era cuando se trataba de mantener la limpieza en un hotel de cinco estrellas.
Decían que había huéspedes que buscaban el mínimo pretexto para causar problemas y obtener algún beneficio de ello. Este hombre sería el primero en quejarse si encontraba un solo pelo en el forro de su almohada.
—Es evidente que no comprendes cómo funcionan ciertas cosas —reprimí todo lo que me gustaría decirle, pero una sonrisa de medio lado se amplió detrás de su vaso antes de que probara otro sorbo de su contenido.
—Ilumíname.
—Por ejemplo, en dónde colocar las amenidades, qué productos utilizar al limpiar cierto objeto, o tener que soportar calores extremos al comer... —Cada palabra que salía de mi boca parecía aburrirlo más y más—. Las toallas.
—¿Qué hay con ellas? —preguntó con ese retintín que también iba en aumento. Por un breve momento, su interés lució auténtico.
—Puede que el día de mañana te frotes la cara con la toalla para los pies —solté sin poder soportarlo más, pero volvió a sonreír.
—Con esa lengua, es evidente que necesitas una toalla de semejante magnitud para limpiarte la boca —me dijo mientras bebía otro trago. Sin embargo, algo en su mirada me provocó un vacío en el estómago. Como si sus pensamientos se centraran en mi boca o mi lengua de una manera diferente, y en realidad quisiera expresar algo más.
—Cállate. No pronuncies nada —me silenció Ana al verme abrir la boca—. Terminemos de limpiar.
—Pero...
—Todavía nos falta mucho. —Tomó la aspiradora y me la entregó de mala manera—. Trae las sábanas y el duvet del carrito, te enseñaré a colocarlos. Estarás sola a partir de mañana.
Increíble.
Y él estaba bebiendo otra vez.
Detestaba a los hombres que creían que el mundo giraba a su alrededor y que podían obtenerlo todo solo por su apariencia. Sin embargo, los adinerados eran los peores. El hombre frente a mí parecía combinar ambas características: era guapo y engreído, además de rico y fastidioso.
Durante el camino a la casa de César, me pasé revolviendo en el asiento.
El dolor de cuerpo había regresado. Trabajar en ese hotel era agotador, pero más que nada en la suite. Tardamos ocho horas en limpiarla a causa de la Limpieza Profunda. Por otro lado, el duvet de la cama era cosa seria, sobre todo porque al levantar el colchón para introducir las sábanas, descubrí que pesaba casi tanto como un caballo. Incluso tuvimos que quitar el polvo de las ventilas del aire acondicionado. Fue una completa locura, pero gracias a ello, aprendí gran parte de lo que Ana debió enseñarme desde el primer día.
Noté que habíamos llegado a nuestro hogar provisional cuando mamá me despertó otra vez.
—Calor infernal o suciedad —me dijo antes de bajar del auto que nos prestó César. Aquí nadie podía moverse a ningún lugar si no contaba con un coche a la mano.
—¿De qué estás hablando? —pregunté, aún desorientada, mientras buscaba su mirada café a través del retrovisor. Mi cabeza todavía estaba adormilada y mis palabras se arrastraban.
—Elige.
—Sigo sin comprender.
—¿Dormiremos en la casa rodante o en la sala del sótano?
—Primera opción —respondí sin necesidad de meditarlo.
—No tiene aire acondicionado —me recordó mientras miraba a través de la ventana, e imité su gesto. La luz del sol en el exterior brillaba con tanta intensidad que mis ojos dolieron—. En las noticias hablaron de una ola de calor en toda la Florida.
—No me importa —dije mientras me bajaba del automóvil. Me negaba a dormir en ese basurero, pero al dar tres pasos fuera, entendí su preocupación.
No podríamos quedarnos en la casa rodante.
¿Estábamos en los Estados Unidos o en el infierno?
Más tarde, mamá y yo intercambiamos miradas al ver el sofá cama que su amigo había preparado para nosotras. Era tan viejo que, al tomar asiento, pude sentir los resortes clavarse en mi trasero.
—Espero que duerman cómodas —dijo César poco antes de servirnos huevos revueltos para la cena y marcharse a descansar, algo a lo que no pude negarme debido al hambre. No desayuné y tampoco había almorzado. Estuve tan concentrada tratando de aprender, que incluso Ana pasó por alto nuestra media hora de descanso.
—¿En dónde trabaja? —le pregunté a mamá en voz baja mientras cenábamos.
—En una fábrica empacadora de barras de chocolate. —Sonaba como el paraíso en comparación.
Después de lavar todos los trastes que encontré sucios en la cocina, sentí un peso en la conciencia con respecto a lo que acababa de ingerir, pero no había manera de que los huevos tuvieran gluten.
Mamá ya se encontraba bajo las sábanas.
Desplacé la mirada hacia la hija de César. Estaba sentada junto al sofá cama y contemplaba la televisión como hipnotizada. Eran pasadas de las once de la noche y parecía no tener la intención de ir a dormir todavía.
Me recosté junto a mamá, quien se quedó inconsciente en cuestión de cinco minutos. Tenía la suerte de disfrutar de un sueño profundo. Yo, por otro lado, di vueltas sobre el colchón sin poder conciliarlo. Hasta que llegó un punto en el que no pude tolerarlo más.
—¿Podrías, por favor, apagar el televisor? —le pedí, pero la niña me miró con el ceño fruncido hasta que alguien apareció por el pasillo. Era su hermano. Imaginé que le diría que se fuera a dormir, ya que eran pasadas la una de la mañana. Pero en lugar de eso, se sentó junto a ella y aumentó el volumen del televisor en tres puntos—. Tengo que despertar temprano.
—No nos interesa ni nos importa —susurró él, dejándome perpleja.
Irritada, me puse de pie. Estaba lista para empezar a discutir, entonces se me ocurrió que tal vez la temperatura hubiera disminuido en el exterior, así que apreté la mandíbula y salí. Por suerte, tampoco me equivoqué y dormir en la casa rodante seguía siendo la mejor opción.
Al siguiente día, desperté por los golpes insistentes contra la puerta de plástico.
—¡Son las siete treinta! —gritó mamá.
Sobre el colchón, me incorporé de forma automática y miré alrededor. Estaba en la casa rodante.
—¡Sam!
Me levanté de un salto. Apenas escuché los sonidos ejecutados por mi estómago, sin embargo, no tenía tiempo para prestarle atención y me puse el uniforme.
—Pensé que ya estarías lista —dijo mamá justo después de abrir la puerta.
—¿Y tú? —pregunté mientras la examinaba de pies a cabeza. Llevaba puesta la ropa de dormir, lo que me hizo suponer que también había despertado recientemente.
—Puedo llevarte así —indicó—. ¿Quieres desayunar?
—Comeré algo en el hotel.
—¿Tienen alimentos sin gluten en ese lugar? —preguntó con interés mientras salía de la casa rodante, lista para ir al trabajo. Pero me llevó más tiempo del necesario asegurar la puerta porque tenía un desperfecto.
—Máquinas expendedoras en los pasillos —le informé.
Creo que vi algunas barritas energéticas sin gluten. De todos modos, lo que más me preocupaba en ese momento era llegar tarde. A esta hora, debíamos estar a mitad del camino.
Ambas corrimos hacia el automóvil, y una vez dentro, mamá me preguntó:
—¿Qué tal dormiste?
—Los hijos de tu amigo son vampiros.
Tomó mi comentario como una broma, pero no quise decir que hablaba en serio. Es lo que ocurría cuando tenía hambre o sueño, que me ponía irritable. Por eso preferí guardar silencio durante el resto del viaje.
Mamá me despertó cuando llegamos. Los trayectos hacia el trabajo solían ser largos, de poco más de una hora sin tráfico. Y ya que las vías en su mayoría eran rectas, tampoco recordaba en qué momento del trayecto me quedaba dormida.
Si yo estuviera al volante, daba por sentado que sería un peligro mortal. Pero tampoco sabía conducir automóviles.
—Que tengas un buen día —me deseó al bajarme.
Para nada. Ya pasaban de las ocho, me iban a despedir.
Cuando entré al despacho de housekeeping con un mal presentimiento, no encontré a mi jefe en ninguna parte. Sin embargo, la hoja en la que debía registrar mi hora de entrada y salida hasta que me ingresaran en el sistema, estaba colgada en la puerta de su oficina.
Vigilé que no hubiera alguien cerca, luego firmé mi entrada a las ocho en punto y corrí a llenar mi carrito de limpieza.
Si nadie vio, entonces nunca sucedió.
Al estacionar los carritos frente a la Suite 999, estaba sudando. Eran las ocho cuarenta y tres de la mañana cuando dejé el despacho atrás, es decir, tenía alrededor de una hora de retraso.
Mientras intentaba controlar mi agitada respiración y me ataba el cabello en una cola alta, recordé que no tenía la llave maestra para abrir cualquier habitación como las demás.
Tragué saliva y toqué la puerta con suavidad. Pensé que tal vez no me escucharía y debía golpear más fuerte, pero antes de hacerlo, se abrió sin más.
—Llegas tarde —me reprendió el Señor Amargado.
—Imposible.
—Ocho en punto es la hora de entrada. Además, no es necesario golpear, el timbre...
—No —lo interrumpí, y el enfado cruzó su semblante. No me di cuenta de que llevaba una bata blanca hasta que colocó su mano en el umbral de la puerta y se inclinó para estar a mi altura—. Acabas de hablar en perfecto español. Tú, ¿entiendes lo que digo?
Mis manos se apretaron y tragué saliva. Sentía su aliento cerca de mi rostro, y, como si le resultara divertido, esbozó una sonrisa que duró muy poco. Tal vez lo había pillado por accidente.
—Solo hablo español cuando me conviene. Y de ahora en adelante, nadie nos escuchará.
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