Serenis
Micah alzó la vista ansioso de verla aparecer en el horizonte. La ciudad dorada. El paraíso amurallado. El oasis de cristal. La ciudad de mil nombres.
Su padre les había contado de ella durante una de esas interminables noches en el desierto, acurrucados juntos para conservar el calor. Aunque nunca había entrado en ella, conocía las leyendas y las relataba de manera tan vívida que casi podían verla con sus propios ojos: los enormes bosques en burbujas de cristal, las eternas cascadas que emanaban de sus edificios, la vida en paz y armonía.
Ese era el último recuerdo grato que Micah conservaba. Papá no había despertado a la mañana siguiente.
Su madre había fallecido mucho antes. Antes del éxodo, justo antes de que su pequeño pueblo apartado del mundo se volviera un infierno. El primer fuego de artillería la había alcanzado. Su padre no les permitió acercarse a verla.
Habían partido juntos los cuatro poco después del entierro. Micah y Darlib cargando sus escasas pertencias, Lidina en brazos de Papá, llorando a todo pulmón, preguntando aún por mamá. Algunos vecinos también emprendían el viaje cargando lo que podían; aunque casi todo se los quitaban en los controles del camino.
Su padre entregó a unos hombres un enorme fajo de billetes a cambio de subir a un camión en que ya había decenas de personas más. Nadie podía llevar más que una mochila, pero aún así no había espacio suficiente. Lidina no paraba de llorar. Micah sentía que se ahogaba. Darlib, asustado, no soltaba la mano de su hermano.
Pasaron una eternidad al interior de ese cubículo de metal hirviente, la gente se desmayaba, costaba respirar.
Cuando las puertas se abrieron, descubrieron que los habían engañado. Los bajaron a punta de cañón, robaron sus pertenencias de valor y se perdieron en el horizonte. La ciudad de las cascadas no se veía por ningún lado. Uno que conocía el desierto dijo que estaban aún a varios días de camino. Comenzaron a marchar, siguiendo la estrecha huella de tierra apisonada bajo un sol implacable.
Lidina fue la primera en sucumbir, pese a los esfuerzos de su padre. Su pequeña cabecita colgaba lacia entre sus brazos. La dejaron bajo un montículo de piedras.
Luego fue el turno de Papá. No había comido ni bebido nada para que Micah y Darlib lo hicieran. A él no hubo nadie que lo enterrara.
Los hermanos estaban solos y no lograban mantener el ritmo del grupo. Poco a poco se fueron quedando atrás.
Una mujer cuyo único hijo también había muerto se apiadó de ellos. Les compartió sus víveres, los protegió como pudo y cuando unos mercenarios los interceptaron, ofreció lo único que tenía para que no se los quitaran. Solo alcanzó para uno. Micah intentó aferrarse con toda su fuerza a su hermano mientras se lo llevaban; gritó y lloró, pero era demasiado pequeño para resistirse a la voluntad de los adultos. Jamás lo volvería a ver.
Era el amanecer del tercer día desde que se terminó toda la comida y el segundo desde que la mujer muriera a manos de uno de los hombres del grupo que se hizo de su cantimplora, cuando finalmente alcanzaron los enormes muros de la ciudad.
Por encima de las almenas asomaba el verdor de los gigantescos invernaderos y sobre estos se alzaban imponentes estructuras de cristal, oro y luz que a los ojos de Micah resultaban imposibles. El agua manaba a raudales desde sus cornisas y el fino rocío de las cascadas creaba arcoíris que parecían cubrir a la ciudad por completo. En el cielo, miles de máquinas voladoras circulaban como insectos de un lado a otro.
—¡Bienvenidos a Serenis! —rugió repentinamente una voz en tono amistoso, al tiempo que una enorme sección de muro se iluminaba y comenzaba a desplegar imágenes. Todos los rostros cansados se alzaron boquiabiertos ante la aparición, Micah sintió lágrimas rodar por sus mejillas—. Disfrutad de nuestras noches de fiesta y visitad nuestro casino de juegos, comed en alguno de nuestros finos restoranes y comprad en nuestros distritos comerciales... —continuó la voz, mientras cientos de imágenes de lujo y placer aparecían ante ellos. Terminado el discurso con gran fanfarria, las luces se apagaron y el muro volvió al silencio.
Todas las miradas se dirigieron a las gigantescas compuertas de acero que les separaban del interior, en completo silencio, a la espera de oír sus mecanismos activarse. Pero nada pasó.
Tras algunos minutos, los más desesperados comenzaron a gritar y golpear el sólido bloque de acero. Pronto el resto se unió.
El ajetreo atrajo la atención de las máquinas voladoras, que comenzaron a flotar hacia el lugar, sobrepasando los límites del muro. Micah volteó a mirarlas. Los aparatos descendieron hasta pocos metros del suelo, casi al alcance del grupo. Uno a uno, rostros fueron apareciendo en pequeñas pantallas situadas entre sus rotores; Micah jamás había visto caras así: llevaban extravagantes peinados, joyas incrustadas en la piel e implantes tecnológicos que no lograba comprender.
—¿Qué quieren? —el ser que hablaba a través de uno de los aparatos ya casi nada tenía de humano.
—Refugio —respondió el mismo que había golpeado la puerta primero—. Huimos de la guerra, nos abandonaron en el desierto y...
—¡Terroristas! —chilló una mujer, desde otra de las máquinas—. ¡Traerán su guerra a nuestra ciudad!
—Solo quieren vivir a costa de nuestro dinero —agregó otro, que mostraba en su pantalla un rostro imposiblemente obeso—. ¡No hay suficiente para todos!
—Seguro están llenos de enfermedades —aportó un tercero.
Los refugiados se miraban confundidos. Micah, pasando entre las piernas de los adultos, se adelantó al grupo y se puso frente al dron que volaba más bajo. Se asustó al ver su propio reflejo en el cuerpo metálico del aparato. Su rostro casi no tenía carne, sus costillas se dibujaban bajo su camiseta harapienta.
—Por favor —dijo, volviendo a usar ese tono con que infinitas veces había conseguido demoler la resistencia de su madre ante sus súplicas. El recuerdo llenó sus ojos de lágrimas—. Tenemos hambre. Al menos dennos un poco de comida. Si nos dejan aquí, moriremos.
El rostro en la pantalla lo escrutó por algunos segundos en silencio. Finalmente, sus labios se movieron:
—¿Y nosotros... qué ganaríamos?
Los grandes motores de las compuertas de la ciudad permanecieron en silencio.
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