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One-Shot

 Bruce Wayne es todo lo que está mal en este mundo: Soberbio, privilegiado e hijo de dos padres amorosos que, aunque ya no existen, dejaron prueba de todo ese sentimiento en cada una de sus posesiones y recuerdos. A Edward le revuelve el estómago pensar que una persona como él se cree en el derecho de regodearse en su dolor; ¿Quién en Gotham no ha perdido algún padre o a un ser querido por la violencia? No todos tienen la oportunidad de llorar ese hecho o de encerrarse en una torre de cristal para alejarse del maldito mundo. Bruce es ese recuerdo del autocompadecimiento que Edward, ni nadie de esa ciudad, ha tenido la oportunidad de experimentar. Por eso Bruce Wayne debe morir primero.

Es fácil penetrar en su hogar. Tan fácil como hacerse pasar por un cartero, marear a Dory, la empleada, para salir por un recado olvidado y llamar a Alfred, el mayordomo, con una grabación que consiguió de Bruce de maneras poco legales para alejar a los pocos habitantes de la Torre Wayne.

La Torre Wayne le dan ganas de vomitar. Está pintada a la perfección hasta en la esquina más recóndita sin un ápice de humedad; los pomos, barandales, adornos y juraría que hasta los botones de las chaquetas colgadas en la entrada brillan por la minuciosa manera con la que han sido pulidas; el piso de madera, que bien está encerado a juzgar por lo fácil que desliza, lo hace trastabillar un par de veces y la alfombra, que no había visto, lo obliga a chocar y estamparse contra el suelo, casi que le hace extrañar el piso irregular de cemento de un triste gris del orfanato donde se crio. Sin embargo, cuando mira arriba y las piezas de candelabros que cuelgan del suntuoso techo mueven sus trozos de cristal colgantes y sueltan destellos al moverse, tiene que taparse los ojos. Las ratas como él son de oscuridad y poca luz.

—¿Alfred?

Una voz conocida, tan solo por una grabación robada, resuena en el vestíbulo al tiempo que la puerta suena al cerrarse. Edward se levanta de la alfombra, esta resbala bajo sus viejos zapatos, se arruga a cada paso que da y lo deja en el mismo sitio. Su respiración se hace pesada tras la máscara, el cuerpo le pica, sus manos están de un momento a otro luchado por quitarse las capas de ropa interminable que tuvo la genial idea de ponerse para cometer su crimen y salvaguardar una identidad que, en realidad, nadie conocería. Los don Nadie apenas y tienen rostro.

—¿Al...? —Silencio. —¿Quién eres tú?

Los pies de Edward se apresuran, pero la alfombra se convierte en su peor enemiga. Resbala. Intenta hacer equilibrio con sus manos, aunque el suelo de madera es estable, no lo son sus pies que vuelven, testarudos, a pisar la alfombra. Cae una tercera vez y se rinde. Opta por agarrar el quita moquetas, futura arma homicida, y la ironía de decir que es quien viene a cambiarle el tapiz de la sala pasa por su mente como un chiste de mal gusto.

—¿Quién eres tú?

Le cuesta un par de segundos mirar arriba, su mano se aprieta con rabia en la pala para quitar moquetas y tira de ella, pero, desgraciado de él, esta se engancha en alguna de las muchas cuerdas con la que se ató los pantalones y se queda allí, traicionera.

—¿Quién eres tú?

La pregunta es más hostil, rápida y fuerte. El Sr. Wayne está inclinado sobre él, con las líneas de su frente arrugadas, una mueca por sonrisa y el pelo desordenado de mala manera. Si no lo odiara tanto diría que las revistas que está tan acostumbrado a leer sobre él tienen razón al apodarlo el «Príncipe de Gotham»; sin embargo, recuerda que toda su apariencia angelical, envidia de Adonis, no es más que producto de su privilegio y lo odia solo un poco más por obligarlo a envidiar su posición de niño rico.

—Soy tu peor pesadilla.

La frase suena mejor en su cabeza, al igual que sus movimientos se veían más certeros en su plan y en su visión de lo que debió ser esa noche. Pese a su intento de amenaza, sus pies intentan una última vez volverlo a poner en pie y, como ya se le hace costumbre, sus zapatos se deslizan por el suelo de madera pulido y, maldito de su cuerpo, su primera reacción es sostenerse de lo que tiene más cerca para no caer: Bruce Wayne. Edward lo aprieta por el brazo, más por miedo de caer de nuevo que por ganas de hacerle daño, Bruce, que también reacciona por instinto -supone y espera-, le clava los dedos en el agarre, pero lo mantiene sobre sus pies.

—Alfred enceró el suelo esta mañana. Eso sí que es una pesadilla.

Edward, que había estado mirando sus pies, levanta la vista. Quiere que Bruce Wayne sepa que debajo de su máscara está frunciendo el ceño y lo está mirando con furia y que su comentario no le importa lo más mínimo, pero no es capaz de expresarlo debajo de sus respiraciones pesadas ni del ahogo que la maldita cosa le está causando.

—¡Esto no es un chiste! ¡Bruce Wayne!

Lo empuja, en un momento donde los dioses se alinean de su parte, jala de la pala y esta se arranca con algunas otras cosas. Se abalanza sobre Bruce, antes de volver a ser víctima del encerado de Alfred, e intenta atizarle con el maldito quita moquetas, pero su mano solo es capaz de llegar a centímetros de ese perfecto rostro porque la mano de Bruce lo tiene asido por la muñeca e impide que lo apuñale y que caiga al suelo. Edward grita. Jala su mano, Bruce lo suelta. Vuelve arremeter y se da cuenta de que, además de esquivar bien la vida pública, sabe hacerlo también con un arma blanca. Detiene sus movimientos, respira cada vez con más dificultad hasta que se ve en la obligación de intentar quitarse la máscara o será él quien muera esa noche víctima de sus propios cosplays mal confeccionados.

—Eh, tranquilo.

Las manos de Edward tiran con fuerza de la maldita cosa, está atorado. No puede respirar, sus pulmones están más llenos de dióxido de carbono que del gas noble que necesita para vivir y, en cualquier momento, se pondrá azul o verde o morado o del color que la gente se pone cuando no puede respirar y morirá igual que ese niño en el orfanato al que no podían cubrirle sus medicamentos para el asma. Sin embargo, hay unas manos suaves sosteniendo las suyas, intentando encontrar alguna abertura y, más ágiles, encuentran la cremallera y tira de ella hacia arriba. Le quita la máscara, jalándole el pelo en el proceso sin querer, pero devolviéndole el preciado aire a sus pulmones. No le da vergüenza admitir que inhaló aire como si no lo hubiese hecho en milenios y que debió parecer un pez de esos dorados dando bocanadas en el agua.

—¿Quién eres? —pregunta Bruce por cuarta vez. Edward sonríe. Hay algo que no está bien en el cerebro de ese niño rico para no haber llamado ya a la policía o haberlo dejado morir.

—Tú peor pesadilla —dice entre bocanadas. —Y tú has de ser el imbécil más grande de todo el maldito planeta.

El empujón toma a Bruce desprevenido. La fuerza, la gravedad y la cera hacen lo suyo y termina con los dos en el suelo: Edward encima de Bruce, Bruce debajo de Edward maldiciendo la alfombra. La pala para quitar moquetas queda un metro allá, porque tampoco es inmune a deslizarse por la madera.

—Oh, mira lo que has hecho. Estúpido niño rico.

Las manos de Edward van al cuello de su peor enemigo, pero Bruce es, por alguna razón, más rápido al agarrar sus muñecas. Edward empuja su cuerpo sobre el agarre, al menos, quiere darle un puñetazo antes de salir huyendo. Para su mala suerte, Bruce extiende los brazos y lo obliga a hacerlo también, lo único que logra empujar es su propio cuerpo y su cara, que se abalanza sin control sobre la de Bruce, termina por chocar sus frentes, su nariz y sus labios. Toda una digna escena de culebrón en idioma extranjero de esos que odia porque es lo único que puede ver en su televisión sin cable.

—Pensé que venías a matarme.

Maldito Bruce Wayne. Ahora por su culpa tiene roto el labio, una experiencia horrible de lo que es un primer beso y puede agregar la cera y el suelo de madera a las cosas que odia.

—¡Eso es lo que voy a hacer!

Lo hará, pero ahora, solo quiere alejar su rostro del niño bonito, porque sino tendrá que besarlo de nuevo y eso no es a lo que vino.

—Nunca nadie me intentó matar quitándome el oxígeno a besos, pero te dejo intentarlo.

Bruce lo suelta, al mínimo movimiento de Edward, lo tiene de nuevo asido de un abrazo, lo hace rodar por el suelo y estrella su cara en la madera pulida que huele a pino, para suerte de su olfato. Además, no es cuidadoso en doblarle el brazo por la espalda hasta hacerlo gritar.

—¿Quién eres? ¿Para quién trabajas? —El aliento de Bruce Wayne está detrás de su oreja. Se lo quiere sacudir, aunque solo logra que le retuerza más el brazo. —¿Por qué ibas a matarme?

—Soy el que quita las moquetas. Y voy a matarte por este mal gusto en pisos de madera.

Se queja, pega su frente a la superficie encerada, solo quiere irse a casa, alimentar a las ratas, zarandear la jaula del murciélago y esperar a la madrugada para salir a espiar a Batman. Podría jurar que son amigos, le gastó una hamburguesa la otra vez, eso es algo, ¿no?

—Muy divertido. —La voz de Bruce es oscura, cargada de algo que no sabe distinguir y que le pone los pelos de la nuca en punta. —Edward Nashton.

El corazón intenta salirse de su pecho, intenta zafarse del agarre, pero no puede. Solo da vueltas en una pataleta infantil debajo de Bruce y nunca es capaz de salir de su prisión. Pasa un momento entre que todo en su interior se desmorona y se percata de que está gritando «No», mientras que Bruce Wayne lo mira con una sonrisa que bien podría haber sido creada por los mismísimos dioses.

—¡NO!

—¿No? ¿No eres Edward Nashton? ¿El Contador de TKMJ?

—¡NO!

—Me pareció a mí que eras tú.

La ira corre por sus venas ¡No es justo! Bruce Wayne sabe quién es él, pero él no sabe nada del maldito Bruce Wayne a parte de su nombre, los chismes de los tabloides y la vida que se ha imaginado que debe de tener. Se revuelve con fuerza, con todas las que tiene. Para su disgusto -gusto más bien- los labios del maldito niño rico contra los suyos vuelven a dejarlo congelado en su sitio y no le da tiempo de asimilar su desprecio.

—Mejor. Tranquilo te ves mejor.

Los cabellos castaños sucios están esparcidos por el suelo, su rostro sudoroso, marcado por las lágrimas, parece cansado, le duele la garganta por los gritos y la espalda está sufriendo por todo el tiempo que ha sido aplastado con rudeza. Sus ojos ruedan dentro de sus cuencas y aparta la vista de Bruce Wayne mientras este aún lo mantiene preso.

—Eres muy lindo, Edward. —Las manos ya no lo tienen agarrado, en cambio, están acomodando sus cabellos desordenados, pero Edward no se mueve, no tiene caso, le ganará.

—¿Cómo es que sabes mi nombre?

Bruce se inclina, deja otro beso cerca de sus labios, cerca de su cuello. Su nariz le hace cosquillas a medida que sube y se esconde por detrás de su oreja perdiéndose en su pelo. La piel de Edward se eriza, pero se queda allí a esperar que ocurran más toques que le son desconocidos.

—No eres el único acosador que anda suelto por ahí.

Edward gira, sus pupilas conectan con las de Bruce que se levanta sobre él, orgulloso del pasatiempo que ambos comparten. No puede evitar la sonrisa que cruza su rostro. Sí. Le encanta que Bruce Wayne no sea el ser angelical que todos creen que es: Hay más de un secreto detrás de ese corte de pelo prolijo, ese rostro simétrico y sonrisa de Playboy.

Y Edward lo va a descubrir, aunque tenga que besarlo cientos de veces.

Sus secretos serán suyos.

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¡Déjenme saber qué les pareció!

<3 Que el universo siempre sea favorable para ti <3

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