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10 de Febrero, 2024.
Zarya Harper
Me desperté sintiendo como si un tren me hubiera pasado por encima. El cuerpo me dolía en cada centímetro, desde los hombros hasta las piernas. Era un dolor sordo y profundo, el tipo de dolor que te recuerda constantemente lo frágil que eres. Giré la cabeza, la luz del sol colándose por las cortinas mal cerradas de mi habitación. Me dolía hasta respirar, como si el aire mismo me pesara.
Con esfuerzo, me senté en el borde de la cama. Tenía que levantarme. Había niños que cuidar. Al pasar por el espejo que colgaba en la pared, me detuve, no por vanidad, sino por la necesidad de enfrentar la realidad.
El reflejo que me devolvió el espejo no parecía el mío. Mi cabello estaba sucio, enmarañado en mechones grasos que caían desordenadamente sobre mis hombros. Mi rostro estaba pálido, y debajo de mis ojos había ojeras profundas, recordándome las noches de insomnio y los días de lucha. Pero lo peor eran los moretones. Pequeñas manchas amoratadas decoraban mis brazos, mi cuello, y sabía que había más en mi abdomen y espalda. Las marcas de la noche anterior.
La memoria me golpeó de repente, como si mi cuerpo recordara antes que mi mente. Andrew. Mi padrastro borracho, esperando en la sala de estar cuando llegué anoche con los niños.
Había sido un milagro que Kayla ya se hubiera ido cuando todo comenzó. Me imaginé el horror en su rostro si hubiera presenciado la escena que ocurrió después. No, esto era mío, una carga que no podía compartir con nadie.
Cuando llegué a casa anoche, los niños estaban agotados, y Lena, aún en mis brazos, se había quedado dormida, su carita oculta contra mi cuello. Apenas tuve tiempo de subir a los otros a su habitación, de asegurarme de que estuvieran a salvo, antes de que escuchara los pasos pesados de Andrew detrás de mí. Sabía lo que venía.
—¿Dónde demonios has estado? —su voz había retumbado en la casa, llena de ira.
El miedo corrió por mi columna, pero intenté mantener la calma. No podía permitirme el lujo de perder el control. Todavía tenía a Lena en brazos, y ella era mi prioridad.
—Estaba trabajando —respondí, manteniendo la voz baja, tratando de no provocar más su furia.
—¿Trabajando? ¡No me jodas! —gruñó, acercándose tambaleante. Pude oler el alcohol en su aliento antes de que lo viera de cerca— Maldita oportunista, igual que tu madre—
En ese momento, Lena se removió en mis brazos, y todo mi cuerpo se tensó. Si se despertaba, si lloraba... Me aterroricé de pensar en lo que Andrew podría hacer. Rezaba porque siguiera dormida, porque no emitiera ni un solo sonido. Apreté su cuerpecito contra el mío, tratando de protegerla tanto como podía. No podía dejar que él la tocara. No a ella.
Andrew no tardó en ponerse violento. No le importaba que yo tuviera a Lena en brazos. No le importaba nada, ni siquiera si me lastimaba a mí o a los niños. Lo único que le importaba era desquitarse, descargar su frustración y odio. Intenté explicarle que había tardado porque estaba trabajando, que había hecho todo lo posible por regresar lo más rápido que podía. Pero las palabras apenas salieron de mi boca cuando él me agarró del brazo, tirándome con fuerza.
Los golpes vinieron rápido. No fueron muchos, pero lo suficiente como para dejarme marcas. Su puño se estrelló contra mi costado una vez, y luego otra, mientras yo me encorvaba sobre Lena, protegiéndola como si mi propio cuerpo fuera un escudo. El dolor era insoportable, pero lo único que me importaba era que ella no llorara, que no gritara, que no lo atrajera hacia ella. Era todo lo que podía hacer. Protegerla.
Por suerte para mí, Andrew estaba demasiado borracho y cansado para continuar mucho tiempo. Después de lo que parecieron horas, pero en realidad solo fueron unos minutos, se desplomó en el sofá, su cuerpo cayendo pesadamente como una montaña que se derrumba. Lo escuché roncar casi de inmediato. El alivio fue tan grande que casi me desplomé yo también, pero no podía. Tenía que llevar a Lena a la cama. Tenía que ponerla a salvo.
Subí a duras penas las escaleras con Lena aún en mis brazos, mis piernas temblando con cada paso. Los niños ya estaban dormidos en su habitación, gracias a Dios. Cerré la puerta con suavidad y los observé un momento, asegurándome de que todos estuvieran bien. Eran todo lo que tenía. Lo único que me mantenía en pie.
Y ahora, aquí estaba, frente al espejo, mirando las secuelas. Mi cuerpo cubierto de moretones, mi alma llena de cicatrices. La imagen que me devolvía el espejo me causaba asco. No solo por los golpes, sino porque cada vez que lo miraba, me veía a mí misma, una chica rota, incapaz de escapar de este infierno. Una chica que seguía soportando, una y otra vez.
Quería llorar, pero las lágrimas no salían. Me mordí el labio con fuerza, obligándome a apartar la vista del espejo. No había tiempo para lamentarse. No había tiempo para debilidades. Los niños se despertarían pronto, y ellos no podían verme así. Para ellos, yo era fuerte. Yo era su roca.
Respiré hondo, ignorando el dolor en mis costillas, y me dirigí al baño para intentar al menos limpiarme un poco. No podía hacer mucho por los moretones, pero podía lavar mi cara, desenredar mi cabello, y aparentar que todo estaba bien. Como siempre.
Porque eso era lo que hacía. Fingía que todo estaba bien, mientras por dentro, me desmoronaba lentamente.
Ignore el espejo con esfuerzo y me dirigí al baño, arrastrando los pies. Eran apenas las cinco de la mañana, demasiado temprano para que nadie más en la casa se despertara, pero sabía que este era el único momento del día en que podía permitirme un poco de privacidad. Cerré la puerta suavemente detrás de mí e ignore una vez más el espejo, intentando no quedarme observando las marcas que me cubrían.
El baño estaba frío, el azulejo bajo mis pies me helaba los dedos, pero necesitaba una ducha. Abrí el grifo, dejando que el agua caliente llenara el pequeño espacio con vapor. Mientras me desvestía, los moretones se hicieron más visibles. Había manchas amoratadas en mis costillas, en los muslos y en la parte superior de los brazos. Toqué una de ellas ligeramente, la piel sensible al contacto, y me estremecí. Me di la vuelta y me miré la espalda; también había marcas allí, aunque menos visibles. Respiré hondo y entré en la ducha.
Abrí el grifo del agua, pero sabía que no podía usar mucho de la caliente. La poca que quedaba tenía que guardarla para los niños, para que pudieran bañarse antes de ir a la escuela y la guardería. Así que me resigné a una ducha rápida y fría. El agua helada cayó sobre mi piel, haciendo que me estremeciera al contacto, pero no tenía tiempo de quejarme ni podía permitirme el lujo de calentarme. Me quedé ahí, dejando que cayera sobre mí, intentando lavarme no solo la suciedad, sino también la sensación de vulnerabilidad. Cerré los ojos, permitiendo que el agua me envolviera por completo, y me lavé el cabello con el champú barato que había comprado la semana pasada. Me tomó un rato quitar algunos de los nudos y enredos, pero me las arreglé. Luego me enjaboné el cuerpo con cuidado, tratando de evitar los moretones que aún estaban frescos, froté el jabón con rapidez, intentando limpiar lo necesario sin dejar que el frío me paralizara.
Mientras me lavaba, intentaba no tocar las zonas donde Andrew me había golpeado la noche anterior. Las marcas eran visibles, algunas ya tomando un tono oscuro que me hacía sentir asco de mi propia piel. Pero no tenía tiempo para lamentaciones. Cuando terminé me sequé con la toalla designada para mi, era de las más vieja que teníamos, ya desgastada de tantos lavados, y me miré de nuevo en el espejo. El cabello seguía enredado, pero no tenía la energía para dedicarle demasiado tiempo. Solo lo recogí en una coleta alta, lo suficientemente decente para la oficina.
Parecía un poco mejor ahora que estaba limpia, pero los moretones seguían allí, recordándome cada segundo lo que había pasado la noche anterior. No podía ir al trabajo así. Tenía que hacer algo para cubrirlos.
Abrí el pequeño cajón donde guardaba mis cosas y saqué lo poco que quedaba de mi maquillaje. El corrector ya casi estaba vacío, pero lo suficiente para hacer el trabajo. Tomé una esponja y comencé a cubrir los moretones de mi rostro. Primero las mejillas, luego el cuello, intentando igualar el color de mi piel lo mejor posible. Era una tarea que ya había hecho tantas veces que prácticamente lo hacía en automático, sin pensar.
El problema eran los brazos. Hoy no tenía más camisas de manga larga, todas estaban sucias. Había usado las últimas durante la semana y no había tenido tiempo de lavar la ropa. Mordí mi labio, frustrada. No tenía opción. Tendría que cubrir los moretones lo mejor que pudiera con maquillaje y rezar para que nadie se diera cuenta. Me apliqué el corrector en los brazos, difuminando las manchas lo mejor que podía, aunque sabía que no sería suficiente.
Una vez que terminé, me vestí con lo que tenía. Opté por una blusa de color beige que tenía un cuello redondo y mangas cortas, lo suficientemente modesta para la oficina pero aún profesional. La tela era ligera, algo que agradecí porque no quería nada pesado sobre mi piel adolorida. La combiné con una falda lápiz negra que me llegaba justo por encima de las rodillas, simple pero elegante, una que ya había usado esta semana, pero que seguía viéndose decente. Terminé con unos zapatos planos negros, unos desgastados pero apun funcionales, los únicos que no me hacían doler los pies después de todo el día corriendo de un lado a otro.
Miré mi reflejo una última vez. La ropa me quedaba bien, era decente, pero no podía dejar de notar cómo las sombras de los moretones asomaban por el borde de mis mangas. Apreté los labios y me dije a mí misma que nadie miraría tan de cerca. La mayoría de la gente en la oficina estaba demasiado ocupada con su propio trabajo para preocuparse por mí.
Tomé un poco de polvo translúcido y lo apliqué sobre el corrector, sellándolo para que al menos aguantara unas horas. Me apliqué un poco de máscara de pestañas y un toque de rubor en las mejillas para darle algo de vida a mi rostro pálido. No era mucho, pero al menos me hacía sentir un poco más presentable.
Me miré en el espejo una última vez antes de salir del baño. El reflejo que me devolvió ya no era el de una chica herida, sino el de una joven que intentaba seguir adelante. No era perfecta, pero al menos estaba de pie.
Tomé aire profundamente, salí del baño y eché un vistazo a los niños, todos aún dormidos. Lo más importante era mantenerlos a salvo.
Afuera, el aire frío de la mañana me recordaba lo que estaba por venir. Después de alistarme, me detuve frente a la puerta de mi habitación y respiré profundo. Aún no había revisado si Andrew seguía en la casa, y eso siempre era una ruleta rusa. Bajé las escaleras lentamente, cada paso más cuidadoso que el anterior, mis oídos atentos a cualquier sonido desde la sala.
La casa alquilada donde vivimos es modesta, pero había aprendido a vivir con lo que tenía. La cocina estaba separada del comedor por una pequeña mesa desgastada y algunas sillas, y justo al lado, una pequeña sala con un sofá antiguo y dos sillas viejas que habían visto días mejores. Las paredes de la sala tenían fotos de los niños, las pocas alegrías que me quedaban, y sobre una mesita baja estaba el televisor de segunda mano que había logrado comprar el año pasado. No era nuevo, pero funcionaba lo suficientemente bien para distraer a los niños cuando yo no podía estar con ellos. Al lado de la cocina, un pequeño espacio para lavar la ropa completaba el primer piso.
Para mi alivio, cuando llegué al final de las escaleras, el sofá donde usualmente dormía estaba vacío. Andrew se había ido, probablemente en busca de más alcohol, lo que significaba que tenía al menos unas horas de paz antes de su posible regreso.
Con Andrew fuera de la casa, por fin pude soltar el aire que había estado conteniendo y concentrarme en preparar algo para los niños. No teníamos mucho en la despensa, pero después de todo, cocinar con lo poco que teníamos era algo en lo que me había vuelto experta. Abrí la pequeña alacena y encontré lo suficiente para improvisar algo que pareciera más elaborado de lo que realmente era. Tenía un poco de pan viejo, algo de mantequilla, unos cuantos huevos, un par de plátanos maduros y un poco de yogurt natural en la nevera. Noté incluso un poco de canela atrás en la despensa.
Con una idea en mente, me moví rápido por la cocina. Encendí la vieja estufa y puse una sartén al fuego, derritiendo la mantequilla con una pizca de sal para que los huevos tomaran más sabor. Mientras la mantequilla burbujeaba, batí los huevos con un poco de leche (la última que nos quedaba), y en vez de hacer los típicos huevos revueltos, decidí ir por algo un poco más especial. Hice una especie de omelette relleno, cortando los plátanos en finas rodajas y añadiéndolos dentro para darles un toque dulce. Cuando el omelette estaba casi listo, espolvoreé un poco de canela por encima. Cociné los huevos a fuego lento para que quedaran suaves y esponjosos, el olor que llenó la cocina era increíble, una mezcla de mantequilla, huevo y plátano caramelizado que le daba un toque cálido y hogareño a la mañana.
Mientras los omelettes se cocinaban, aproveché para transformar el pan duro. En lugar de solo tostarlo, lo pasé por una mezcla rápida de leche y huevo que hice con lo poco que quedaba, y lo freí en la sartén con un toque de canela. Unas tostadas francesas rápidas, crujientes por fuera y suaves por dentro. El olor a canela se mezclaba con el de los huevos, haciendo que la cocina oliera mucho mejor de lo que uno esperaría con tan pocos ingredientes.
Finalmente, revisé la nevera y, para mi alivio, encontré un poco de jugo de naranja. No era suficiente para todos, pero lo mezclé con un poco de agua para que al menos los niños tuvieran algo fresco que tomar. No era lo ideal, pero sabía que ellos no se darían cuenta de la diferencia.
El reloj marcaba las cinco y media cuando apagué la estufa y coloqué todo en la mesa. Aunque era simple, sabía que este desayuno no solo llenaría sus estómagos, sino que también les haría sentir que alguien se preocupaba lo suficiente por ellos como para hacerlo especial, incluso en medio de nuestras dificultades. Todo estaba listo: omelettes rellenos de plátano con canela, tostadas francesas improvisadas, y un poco de jugo de naranja. Puede que no fuera un banquete, pero me sentía orgullosa de haber logrado convertir esos pocos ingredientes en algo que pareciera más especial.
Disfruté ese momento de calma en la cocina, el aroma dulce y reconfortante envolviendo el pequeño espacio. Aunque era simple, sabía que este desayuno no solo llenaría sus estómagos, sino que también les haría sentir que alguien se preocupaba lo suficiente por ellos como para hacerlo especial, incluso en medio de nuestras dificultades.
Subí las escaleras con cuidado, dirigiéndome primero al cuarto de los niños. Abriendo la puerta, vi a Erik, Stefan, Gabriel y Michael apretujados en los dos camarotes. Erik dormía en la litera superior, y a pesar de su expresión relajada mientras dormía, su rostro siempre tenía un aire de seriedad que me rompía el corazón. Sabía que estaba enfadado, molesto por todo lo que ocurría en la casa, pero no sabía cómo expresarlo, y en ocasiones pensaba que me odiaba por no hacer nada al respecto.
Me acerqué primero a Erik, sacudiendo suavemente su hombro. Él entreabrió los ojos y me miró en silencio antes de asentir y levantarse lentamente para ir al baño. No decía mucho por las mañanas, pero sabía que cumplía con su rutina sin necesidad de que yo le recordara qué hacer. Mientras él se dirigía al baño para ducharse, fui a despertar a Stefan, que aún dormía profundamente en la cama inferior del otro camarote.
—Vamos, Stef, es hora de levantarse— le dije en un dulce susurro. Él se estiró perezosamente y me sonrió medio dormido antes de salir de la cama, siempre con esa energía tranquila que lo caracterizaba. Sabía que en poco tiempo también se levantaría para ducharse, así que no me preocupaba.
Dejando a los dos mayores encargados de sí mismos, me dirigí a mi cuarto, donde Lena aún dormía en su pequeña cama a mi lado. Lena es la más pequeña de mis hermanos, y en cierto sentido, más que hermana, es como mi hija. Me acerqué con cuidado y la levanté en mis brazos, acariciándole el cabello mientras abría sus grandes ojos azules.
— Es hora de despertarse, mi amor— le susurré. Ella bostezó y se acomodó contra mi pecho mientras la llevaba hacia el baño principal. Antes de bañarla, fui a la habitación de los niños y tomé a Lián, su gemelo. Él dormía en la vieja cuna al lado de Gabriel y Michael, su pequeño cuerpo acurrucado bajo una manta vieja pero cálida.
Lián se despertó con una sonrisa, extendiendo los brazos hacia mí mientras lo cargaba junto con Lena. Con los gemelos en brazos, me dirigí al baño de la habitación principal, el único lugar donde podría bañarlos al tiempo que los otros niños lo hacían. El agua fría era un golpe para los sentidos, pero ellos no se quejaban, acostumbrados a la rutina. Los lavé rápidamente, cuidando de no hacerles pasar frío más tiempo del necesario, y luego los vestí con la ropa más limpia que pude encontrar.
Con los gemelos listos, regresé al cuarto de los niños donde ya Erik y Stefan estaban ayudando a Gabriel y Michael a levantarse. Aunque Gabe y Mike eran solo unos años menores que Stefan, seguían siendo niños pequeños, siempre llenos de energía y risas. Me alegraba que no tuvieran la misma conciencia de lo que sucedía en casa como Erik, su inocencia aún intacta.
Mientras yo terminaba de preparar a los gemelos, Erik y Stefan los ayudaban a bañarse y vestirse. Sabía que podía contar con ellos para estas tareas, especialmente en las mañanas caóticas. Gabe y Mike se reían entre ellos, jugando mientras se vestían, y a pesar del caos en el que vivíamos, esos momentos de alegría me llenaban de esperanza.
Con todos listos, bajamos al comedor. Los gemelos a su edad, no podían comer lo mismo que sus hermanos, así que su desayuno requería un poco más de atención. Tomé las sillas altas que había conseguido de segunda mano y las coloqué en la mesa. Luego, busqué en la nevera lo que quedaba del yogurt natural y saqué otra banana madura. Machaqué la banana con un tenedor hasta hacerla puré, mezclándola con el yogurt para crear algo fácil de digerir para ellos.
Lena estaba medio dormida aún, apoyando su cabeza en mi hombro mientras la colocaba en su silla alta. Su pequeño cuerpo se recostaba contra el respaldo, todavía soñolienta. Lián, en cambio, ya estaba más activo, moviendo las manitas como si supiera que la comida estaba en camino. Lo senté en la otra silla alta y le entregué una cucharita pequeña para que jugara mientras yo repartía la comida.
Con la mezcla de yogurt y plátano lista, empecé a darle pequeñas cucharadas a Lena. Ella bostezaba entre cada bocado, abriendo la boca lentamente para recibir la comida mientras sus ojos luchaban por mantenerse abiertos. Lián, siempre más inquieto, trataba de coger la cuchara con sus manitas torpes, moviéndola sin mucha precisión, pero lo dejé intentarlo, dándole una cucharada extra cuando fallaba.
A esta edad, Lena y Lián eran tan vulnerables, completamente dependientes de mí para todo, y eso me daba una mezcla de sentimientos. Por un lado, me llenaba de amor cuidarlos, pero también me recordaba cuán frágil era nuestra situación. No podía permitirme fallarles, no cuando su bienestar dependía tanto de mí.
Les di a ambos su desayuno lo más rápido posible, pero con cuidado de que no se atragantaran. Lena terminó primero, apoyando de nuevo la cabeza en su silla, su carita llena de yogurt, mientras Lián seguía insistiendo en que quería más. Le limpié la boca y las manos con una servilleta húmeda, luego lo levanté y lo acomodé en mi regazo mientras terminaba de darle las últimas cucharadas.
Cuando por fin los gemelos estuvieron listos y tranquilos, respiré un poco más aliviada. Mientras ellos estaban entretenidos, los niños mayores ya estaban bajando para unirse al desayuno.
Ellos empezaron a comer con avidez, encantados con los huevos en omelette y el pan tostado, mientras yo me aseguraba de que los más pequeños estuvieran limpios tras su desayuno.
Entonces me sentí un poco aliviada de haberles dado, al menos por esa mañana, un momento de normalidad en medio del caos que era nuestra vida diaria.
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Mientras los niños mayores devoraban el desayuno, Yelena y Elian jugaban tranquilos en el suelo balbuceando y riendo entre ellos.
Entonces me dirigí a la pequeña alacena. La realidad era siempre la misma: teníamos muy poco, pero mi mente estaba entrenada para aprovechar cada pequeño ingrediente. Sabía que debía prepararles el almuerzo a los gemelos para llevar a la guardería, además de alguna merienda para todos los niños, pero hacerlo con lo que teníamos requería ingenio.
Abrí la alacena y revisé: un par de zanahorias, media cebolla, un tomate medio arrugado, un poco de arroz y un par de pedazos de pollo que había cocinado hace dos noches. No mucho, pero más que suficiente para crear algo nutritivo. Encontré también un pequeño tarro de puré de manzana que aún quedaba, perfecto para los gemelos, que adoraban los sabores suaves.
Primero me concentré en el almuerzo de Yelena y Elián. Tomé el arroz y lo cocí con un poquito de sal y aceite, asegurándome de que quedara esponjoso y suave, ya que los gemelos aún eran pequeños y necesitaban algo fácil de masticar. Para acompañarlo, rebusqué entre las sobras y hallé un par de zanahorias. Corté las zanahorias en trocitos minúsculos, casi deshaciéndolas con el cuchillo. También tomé los trozos de pollo que habían sobrado, los desmenucé con paciencia, hasta dejarlos en pedacitos lo suficientemente pequeños para que los gemelos pudieran comerlos sin problemas.
Una vez el arroz estaba listo y esponjoso, mezclé los trozos de zanahoria y pollo, cocinando todo junto por unos minutos para que el sabor del pollo se impregnara en el arroz. Quería asegurarme de que fuera lo suficientemente suave para que sus pequeñas bocas pudieran manejarlo sin esfuerzo. Dividí todo en dos pequeños tupper, perfectos para su almuerzo en la guardería.
Luego, para la merienda, debía ser aún más creativa. Encontré otros pocos plátanos que ya estaban empezando a madurar demasiado, pero seguían siendo comestibles. Decidí hacer una mezcla rápida con esos plátanos y avena, creando una especie de masa que podía hornear. Sin embargo, como no teníamos horno, improvisé cocinándolas en la sartén como si fueran pequeñas tortitas de avena y plátano. Les añadí la poca canela que sobro del desayuno, y el resultado fue unas pequeñas galletas suaves que los niños podían llevar en sus mochilas.
Para completar las meriendas, repartí lo poco que quedaba del puré de manzana entre pequeños tazones, uno para cada niño, y lo combiné con las tortitas de avena. Sabía que no era mucho, pero al menos era algo nutritivo y casero, algo que me aseguraba que ellos disfrutarían. Además, a los gemelos les encantaba el puré de manzana, y sabía que sería un alivio para sus encías, especialmente con los dientes aún en crecimiento, a ellos también les corté un par de esas tortitas en pedacitos minúsculos para que pudieran llevárselas también sin problema, asegurándome de que no fuera nada que los pudiera atragantar.
Con todo listo, empaqué cuidadosamente los almuerzos de Lena y Lián, junto con las meriendas para todos. No podía evitar sentir un poco de alivio al recordar que Erik, Stefan, Gabriel y Michael no necesitarían almuerzo gracias a que el colegio incluía la comida en la mensualidad. Eso siempre era una preocupación menos, aunque me aseguraba de que no se quedaran sin una merienda para la mañana.
Terminé de cerrar las bolsas de cada uno justo cuando escuché a los gemelos balbucear algo, mirando hacia mí desde su espacio de juegos en el suelo. Sonreí al verlos tan tranquilos, mientras me aseguraba de que todo estuviera listo para la jornada, sabiendo que, aunque fuera un día más con lo justo, al menos estarían bien alimentados.
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A las seis y media, el caos organizado de la mañana estaba llegando a su fin. Después de asegurarme de que cada niño estuviera vestido, alimentado y más o menos listo para enfrentar el día, me concentré en las mochilas. Las había colgado una a una, asegurándome de que nada faltara. En las mochilas de Erik, Stefan, Gabriel y Michael, guardé las meriendas que había preparado. Para los gemelos, además de sus meriendas, también coloqué los pequeños tupper con sus almuerzos. Sus mochilas eran más grandes con todo lo que debía prepararles, pero igual de importantes.
Mientras organizaba todo, sentí un vacío en mi estómago, recordándome que aún no había comido. No me había alcanzado lo que preparé para los niños, pero no me importaba. Abrí la alacena y saqué una manzana, el único desayuno que tendría hoy, pero ya estaba acostumbrada. La metí en el bolsillo de mi abrigo para comerla de camino al trabajo. Luego, agarré mi vieja bolsa de trabajo, revisando que estuvieran dentro mis cosas: mi libreta, la laptop de la empresa, un par de bolígrafos y los papeles que tenía que llevar a la oficina.
Me detuve un momento y miré a los niños.
— ¿Todos listos?— pregunté, sabiendo que siempre había algo que revisar de último minuto.
Erik asintió mientras se aseguraba de tener su chaqueta bien puesta. Stefan seguía batallando con uno de sus zapatos, pero finalmente lo logró y sonrió victorioso. Gabriel y Michael estaban entretenidos, revisando sus mochilas como si cada mañana descubrieran algo nuevo en ellas. Los gemelos jugaban en el suelo, pero su energía se estaba agotando. Ya era hora de salir.
— Erik, toma las manos de Gabe y Mike, ¿sí? No los sueltes hasta que lleguemos a la escuela— Recordé como todos los días, Erik obedeció sin protestar, cogiendo firmemente las manos de sus hermanos menores. Sabía que aunque él fuera serio y distante a veces, se preocupaba profundamente por ellos.
Me agaché para levantar a los gemelos. Primero tomé a Lena en un brazo y luego a Lian en el otro, notando lo cansada que ya me sentía y apenas estaba comenzando el día. Stefan se acercó y me agarró de la mano.
— Listo, mamá— dijo, aunque esa palabra, mamá, aún me costaba escucharla sin sentir un nudo en el pecho. No era su madre, pero para ellos lo era todo. Además siempre sería extraño escucharlo venir de Stef y Erik, mis primeros hermanos, aquellos que sí conocieron a mamá, aquellos a los que, aunque medianamente, si los cuidó.
Con un último vistazo a la casa, aseguré que todo estuviera apagado y cerré la puerta. No era la mejor casa, pero era nuestro hogar, y mientras estuviera yo, sería el refugio de los niños.
La primera parada siempre es el colegio de Erik, Stefan, y los trillizos. Está a unos quince minutos caminando, y aunque con los gemelos en brazos y el resto del grupo siguiéndome siempre me hacía sentir como si estuviéramos en una pequeña aventura, cada paso era un recordatorio del peso que cargaba, no solo físicamente sino también emocionalmente. Cada día era una lucha para mantenerlos a salvo, alimentados y amados, pero por ellos, valía la pena.
Erik caminaba a mi lado, silencioso pero firme, sujetando a Gabe y Mike, que a veces intentaban soltarse, pero Erik los mantenía bajo control. Stefan caminaba a mi otro lado, aferrado a mi brazo mientras yo sostenía a los gemelos. Lena ya había comenzado a recostarse en mi hombro, sus pequeños dedos jugando con mi cabello. Lian, por otro lado, seguía mirando a su alrededor, fascinado con el mundo que apenas comenzaba a entender.
El frío de la mañana se filtraba a través de mi abrigo, pero el calor de los niños me mantenía en marcha. Sabía que esta rutina era difícil, pero también sabía que era todo lo que tenían. Así que, con cada paso, me aseguraba de darles una infancia lo más normal posible, aunque fuera bajo las sombras de una vida complicada.
El reloj seguía avanzando, y pronto estaríamos en la escuela.
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Al llegar a la escuela faltando pocos minutos para las siete, la hora a la que entran los niños a estudiar, el bullicio matutino llenaba el aire. Familias en coches lujosos y viejos sedanes se detenían frente al edificio, dejando a sus hijos en la entrada. Padres y madres conversaban brevemente con los maestros o entre ellos mientras despedían a sus pequeños, algunos con besos en la frente, otros con rápidas palabras de aliento. El contraste con nuestra llegada siempre era evidente, pero yo intentaba no pensar demasiado en ello. Sabía que mis niños se daban cuenta, aunque nunca decían nada. Ellos sabían que nuestra realidad era distinta, pero también sabían que hacíamos lo mejor que podíamos.
Me agaché para dejar a los gemelos en el suelo. Lena y Lián se tambalearon un poco al tocar tierra, pero enseguida buscaron mi mano. El frío de la mañana nos envolvía, pero la calidez de tenerlos cerca me mantenía en pie. Los niños estaban a punto de entrar al colegio, y como siempre, este era un momento agridulce.
Erik, el mayor, se mantenía serio, como siempre. Su rostro era estoico, una pequeña barrera que había construido con el tiempo, pero aún era un niño bajo esa fachada de madurez. A veces, me preguntaba cuánto había perdido de su infancia por todo lo que había pasado, pero también sabía que él era fuerte. Me acerqué a él y le di un leve abrazo que me devolvió de inmediato. No dijo nada, pero me miró, sus ojos mostrándome más de lo que las palabras podían decir.
Stefan, más relajado y tranquilo, sonrió suavemente.
— Nos vemos luego, Ary— dijo, usando mi nombre como normalmente hacía. Él y Erik rara vez me llamaban "mamá", suelo ser "hermana" o "Ary". Después de todo, yo era más una hermana mayor para ellos, alguien que había tomado el rol de cuidadora demasiado pronto. Pero en su mirada y tono, sabía que me apreciaban de todas formas. — Adiós gemelos, portense bien— agregó, siempre consciente de sus hermanos menores.
— Lo hacen— le respondí con una sonrisa, desordenándole un poco el cabello antes de que él la alisara nuevamente con una sonrisa tranquila.
Luego me acerqué a los pequeños torbellinos de la familia, Mike y Gabe. A diferencia de sus hermanos mayores, ellos sí me llamaban "mamá," algo que todavía me sorprendía, pero llenaba mi corazón de una mezcla de alegría y responsabilidad.
— Pórtense bien mis pequeños, ¿sí? Y no se peleen con nadie, no hagan muchas travesuras ¿Esta bien? — les advertí, sabiendo que esos dos eran los más traviesos del grupo.
— Lo prometemos, mamá— dijo Mike, aunque sus dedos cruzados detrás de su espalda me hicieron sonreír. Sabía que probablemente harían alguna travesura antes del final del día.
— Vamos, chicos, no lleguen tarde— les animé mientras veía a los cuatro prepararse para entrar.
Gabriel le dio un abrazo rápido a Lena y un pequeño beso en la mejilla a Lián, un gesto tierno que hacía todas las mañanas. Luego, junto con Mike, corrieron hacia la entrada, donde ya comenzaban a divisar a sus amigos. Los dos mayores, Erik y Stefan, caminaron más despacio, siempre con un aire de responsabilidad que no les correspondía para su edad, pero finalmente se unieron a los otros en el patio, donde los esperaba su pequeño grupo de compañeros
Me quedé allí por un momento, observando cómo se mezclaban con los otros niños. No pude evitar sentir un orgullo silencioso, a pesar de las dificultades, porque estaban aquí, seguían adelante, y en cierta manera, yo también lo hacía.
Con un suspiro suave, volví a agacharme para tomar las manos de los gemelos. — Vamos, pequeños, ahora es su turno— les dije con una sonrisa.
Lena, con su cabello despeinado, se pegó a mí, agarrándose de mi mano con fuerza, tenía miedo con todos aquí a su alrededor. Lián, siempre más curioso, ya estaba mirando a su alrededor, pero igualmente se aferró a mi mano. Con las mochilas de los dos pequeños colgadas en mi espalda, junto con mi propia bolsa de trabajo, emprendimos el camino hacia la guardería. Diez minutos más a pie, no era mucho, pero con el peso de los días anteriores y la carga emocional de la mañana, cada paso parecía un esfuerzo extra.
El camino hacia la guardería era más tranquilo que el bullicio de la escuela. El tráfico comenzaba a aumentar en las calles, pero la caminata, con los gemelos balanceando sus pequeñas manos a mi lado, era un respiro, una pausa antes de la siguiente etapa de la mañana.
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Llegamos a la guardería a las siete y quince, justo a tiempo. El lugar era un pequeño oasis en nuestra rutina diaria, y cada vez que entraba allí, sentía una mezcla de alivio y gratitud. La guardería no estaba en el mismo edificio de mi trabajo, pero había sido creada por el señor D'Amico, el dueño de la empresa donde trabajo, precisamente para empleados como yo. Sabía que muchos de los empleados no tenían dónde dejar a sus hijos durante la jornada laboral, así que, en un gesto que pocas personas harían, decidió abrir esta guardería. Y no solo es gratuita, sino que es linda y espaciosa, con salas coloridas, juguetes por doquier y ventanas grandes que dejaban entrar la luz de la mañana.
Lo mejor de todo era el equipo que trabajaba allí. Todas las encargadas eran mujeres, muchas de ellas madres solteras casi como soy yo, a quienes el señor D'Amico había contratado para darles una oportunidad de trabajo. Me parecía algo tan contradictorio, tener un jefe tan consciente y generoso, pero al mismo tiempo frío, reservado y algunas veces malicioso y cruel. Aún así, esa decisión había sido un alivio para mí, porque Yelena desde muy pequeña no se siente cómoda cerca de los hombres. No importaba cuán amable o cuidadoso fuera alguno, simplemente los evitaba. Pero aquí, en la guardería, no había esa preocupación. Todas las encargadas trataban a los niños con tanto cariño que me hacía sentir más tranquila cuando los dejaba en sus manos.
Al entrar al edificio, sentí la calidez del lugar y el olor a productos de limpieza, algo que siempre me hacía sonreír. Lián y Lena empezaron a moverse inquietos a mi lado. Lian, como siempre, estaba lleno de energía, soltándose de mi mano y avanzando un poco más rápido que su hermana. Lena, en cambio, se mantenía más cerca, observando todo a su alrededor con sus ojos grandes y tímidos.
—¡Hola, Zarya! —me saludó una voz familiar mientras nos acercábamos a la sala principal.
Era la señora Marissa, una de las encargadas que siempre cuidaba de los gemelos. Ella tenía una sonrisa cálida y una manera de hablar tan suave que los niños siempre se sentían cómodos con ella. Lián corrió hacia ella en cuanto la vio, balbuceando con su típico entusiasmo.
—¡Missa! —gritó Lián, levantando los brazos para que lo alzara.
Marissa se agachó y lo levantó con facilidad, dándole vueltas en el aire antes de besarlo en la mejilla. Lián rió a carcajadas, como si todo el cansancio de la caminata hasta allí hubiera desaparecido de repente. Lena, en cambio, se quedó quieta a mi lado, aferrándose a mi pierna.
—Hola, pequeña Lena —dijo Marissa suavemente, dándole una sonrisa— ¿Cómo estás hoy?—
Lena no respondió con palabras, pero asintió levemente y se escondió un poco más detrás de mí. No era raro en ella, Lena siempre ha sido la más reservada de los dos. Aun así, Marissa siempre sabía cómo ganarse su confianza, y por eso me sentía segura dejándolos aquí.
—Están listos para otro día, ¿verdad? —le pregunté, sonriendo mientras le pasaba las grandes mochilas de los gemelos, llenas con sus meriendas y el almuerzo que les había preparado más temprano.
—Por supuesto —respondió Marissa—Los cuidaremos bien, como siempre. Hoy hay actividades con pintura, creo que a Lián le encantará. Lena también, si se anima—
Lián ya se había soltado de los brazos de Marissa, explorando la sala con pasos torpes pero seguros, mientras Lena seguía pegada a mí.
—Despidámonos de mamá, Lena —le dijo Marissa con ternura.
Desde el inicio, por sus palabras y gestos, todos los cuidadores siempre me tomaron como la joven madre de los gemelos, jamás los contradije, los niños tampoco.
Me agaché a su altura y acaricié suavemente su cabello. Lena me miró, sus ojitos mostrando una mezcla de inseguridad y apego. Siempre me dolía un poquito más despedirme de ella, porque sabía lo difícil que le era soltarse.
—Te veo luego, ¿de acuerdo? —le susurré, besando su frente — Te amo mi princesa —
Lena asintió y, con algo de esfuerzo, soltó mi pierna y dio un pequeño paso hacia Marissa.
—Mam... á —balbuceó Lena, pronunciando palabras que pocas veces se atrevía a usar, siempre en esos momentos en los que necesitaba sentirse segura.
Le devolví una sonrisa, sintiendo el peso de su gesto. No era común que hablara en general, y cuando lo hacía, sabía que estaba buscando algo más que una simple despedida.
—Nos vemos en la tarde, princesa—le dije antes de levantarme.
Lián ya estaba entretenido, corriendo detrás de una pelota que había encontrado en la esquina de la sala. Lena, aunque más reticente, finalmente tomó la mano de Marissa y se dejó llevar.
Me quedé observándolos un segundo más, respirando hondo antes de girarme hacia la puerta. Sabía que estaban en buenas manos, y aunque la separación siempre dolía un poco, me sentía afortunada de tener este lugar para ellos. Con las manos ahora libres, ajusté la correa de mi bolso y salí de la guardería, lista para los próximos cinco minutos de caminata hacia la oficina.
Hoy tenía cuarenta minutos antes de que el día realmente comenzara, un pequeño margen de tiempo que había aprendido a aprovechar al máximo. Con los gemelos ya en la guardería, sabía que me tocaba una tarea sencilla pero esencial: recoger el café del señor D'Amico antes de llegar a la oficina. Era una rutina que hacía casi a diario, y con suerte, el tiempo me alcanzaría para caminar tranquilamente hasta la cafetería, hacer el pedido, y estar de vuelta a tiempo. Ajusté el bolso en mi hombro, respiré el aire fresco de la mañana y comencé a caminar, sintiéndome lista para enfrentar otro día más.
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Estaba sentada frente a mi escritorio, concentrada en los informes que debía revisar. Estaba organizando parte de la logística de un proyecto nuevo bajo las órdenes del señor D'Amico. Era tedioso a veces, pero necesario, y disfrutaba la tranquilidad que venía con concentrarme en los números, las tablas, y las hojas de cálculo.
El tiempo pasó volando, y me di cuenta de que tenía sed. Decidí tomar una pausa rápida y buscar una de las botellas de agua que la empresa proporcionaba a los empleados. Caminé hasta la pequeña nevera al final del pasillo, cogí una botella y comencé a abrirla mientras volvía a mi escritorio. La tapa estaba más dura de lo normal, así que la forcé con ambas manos, sin prestar demasiada atención a lo que pasaba a mi alrededor.
En ese momento, sin darme cuenta, también salía el señor D'Amico de su oficina, con una taza de café en una mano y su teléfono en la otra. Ninguno de los dos estaba prestando atención y, en un abrir y cerrar de ojos, chocamos de lleno.
Sentí el calor del café cuando se derramó sobre mis brazos, quemando mi piel. El susto fue inmediato. Dejé caer la botella al suelo, el sonido del plástico golpeando el suelo resonando en el pasillo.
—¡Maldita sea, Señorita Harper! —exclamó el señor D'Amico, alterado, mientras rápidamente buscaba algo con lo que limpiar el desastre. Agarró un pañuelo de su bolsillo y empezó a frotarme el brazo con rapidez. —Lo siento, lo siento mucho. ¡No la vi!—
Yo intentaba apartar mis manos, nerviosa, tratando de calmarlo mientras mi corazón latía a mil por hora.
—No se preocupe, de verdad, estoy bien... no es nada —dije, más nerviosa por la cercanía que por el café derramado. Sentía el calor en mi piel, pero más que dolor físico, me preocupaba el contacto, sus ojos fijándose en mis brazos.
—¿Está segura? ¡Te he quemado, lo siento tanto! —siguió disculpándose, sin hacerme caso mientras continuaba limpiándome con el pañuelo.
Intentaba retroceder un poco, pero él no paraba, demasiado enfocado en arreglar el desastre. Lo que no esperaba era que el pañuelo, junto con la humedad del café, comenzara a correr el maquillaje que había aplicado esa mañana para cubrir los moretones.
El movimiento se detuvo de golpe. Noté cómo el señor D'Amico dejó de frotar y se quedó mirándome fijamente. Mis ojos siguieron los suyos hasta mi brazo, donde parte de la base había desaparecido, revelando un moretón oscuro que cubría gran parte de mi piel. El silencio se apoderó del pasillo. Ninguno de los dos decía una palabra, y la incomodidad se hizo palpable.
Pude sentir la mirada fija del señor D'Amico en el moretón, su expresión cambiando de sorpresa a algo más. Mis labios temblaron mientras intentaba encontrar algo que decir, pero las palabras simplemente no salían.
El silencio se volvió opresivo en cuanto su mirada se clavó en mi brazo, justo donde el moretón había quedado expuesto. Mi garganta se cerró. El aire parecía más denso, como si el pasillo se hubiera convertido en un lugar demasiado pequeño para ambos. Con movimientos rápidos y nerviosos, me aparté bruscamente, traté de jalar de la manga de mi blusa para cubrir la piel marcada sin resultado, retrocediendo un paso mientras sentía cómo la sangre se me agolpaba en las mejillas.
—¿Qué es eso, Señorita Harper? —La voz del señor D'Amico rompió el silencio con un filo de preocupación mezclado con algo más— ¿Qué sucedió allí?—
Mis pensamientos se enredaron, las palabras no salían. Mi corazón latía tan rápido que sentía que me iba a marear. El miedo, ese miedo constante que siempre me acosaba, comenzó a apoderarse de mí. Quería decir algo, cualquier cosa, pero no sabía cómo explicarlo sin delatarme. Si le decía la verdad... No, no podía arriesgarme a que alguien más se enterara. Andrew no podía saber que había hablado, no podía exponerme, no podía poner en peligro a los niños.
Intenté sonreír, aunque me salió una mueca tensa, forzada.
—No es nada Señor... de verdad, solo... solo un accidente tonto. —Mi voz sonaba extraña, débil, como si ni siquiera yo me creyera mis propias palabras—. Ya sabe, soy torpe a veces...—
—¿Un accidente? —El señor D'Amico frunció el ceño, sus ojos oscuros no apartándose ni un momento de mi rostro—No parece un simple accidente, Señorita Harper. ¿Qué sucedió?—
Mi corazón saltó en mi pecho. Las palabras se atropellaban en mi mente, sin forma, sin sentido. Las manos me temblaban mientras las apretaba contra mis costados. No podía decirle la verdad. Si lo hacía... si lo hacía, todo se acabaría. Los servicios sociales vendrían, investigarían, y yo perdería lo único que me importaba en este mundo: mis niños.
—De verdad, no es nada grave, señor. —Intenté reír, pero el sonido fue áspero, quebrado—. Tropecé con los tacones en casa y me golpeé contra la mesa. Fui torpe, es todo. Solo me maquillé para que no se viera tan feo, pero realmente no es nada de qué preocuparse—
Él no dijo nada al principio. Solo me miraba, como si estuviera intentando leer cada palabra, cada gesto. Y de alguna manera, sabía que no me creía, pero tampoco sabía cómo demostrarlo. Había algo en su mirada que nunca había visto antes: una mezcla de incredulidad y frustración. Él no era un hombre que se dejara engañar fácilmente, eso lo tenía claro.
—Zarya... —empezó a decir, su voz más baja ahora, casi como si intentara no asustarme. Y, noté, era la primera vez que me llamaba por mi nombre, no "Señorita Harper"— No parece que te hayas golpeado con una mesa. Ese moretón no es algo que puedas simplemente maquillar. ¿Quién te hizo esto?—
El sonido de esa pregunta me heló la sangre. "¿Quién te hizo esto?" Las palabras resonaban en mi mente, repitiéndose como un eco. Quería gritar, quería decirle que no había sido nadie, que todo estaba bien. Pero sabía que no podría engañarlo mucho más. Él era un hombre inteligente, y por la forma en que me miraba, supe que ya tenía sospechas.
—No, no, no... —balbuceé, sintiéndome atrapada. Quería retroceder, pero mis pies parecían anclados al suelo—. No fue nadie. De verdad, solo fui yo... Tropecé, fue culpa mía. No hay nada de qué preocuparse...—
—Zarya, mírame—Su voz, normalmente tranquila, ahora tenía una urgencia que me descolocó— Mírame y dime la verdad. Esto no es normal. No puedes esperar que me lo crea—
Sus manos, que hasta ahora habían permanecido quietas, se alzaron hacia mis hombros. El toque fue suave, evito que me estremeciera, pero lo suficientemente firme como para hacerme sentir expuesta, como si no hubiera forma de escapar. No me agarraba con fuerza, pero había algo en la delicadeza de su toque que me hacía sentir vulnerable. Sus ojos, serios y llenos de preocupación, no dejaban de observarme, esperando una confesión.
—Zarya... ¿quién te está haciendo daño?—
Mi cuerpo temblaba. No podía respirar bien, como si todo el aire hubiera desaparecido del pasillo. Quería gritar, llorar, pedir ayuda, pero al mismo tiempo sabía que no podía. Si decía una palabra equivocada, todo acabaría. Si él lo sabía, todo cambiaría.
—Yo... —intenté articular, pero mi voz se quebró—No es... no es lo que parece. De verdad...—
El señor D'Amico, todavía con sus manos sobre mis hombros, aflojó su agarre un poco, como si quisiera que me calmara. Inhalé profundamente, intentando reunir fuerzas para decir algo, cualquier cosa que lo convenciera de que no había nada más detrás de ese golpe. No podía dejar que la situación se saliera de control.
—De verdad, señor, tropecé en casa con los tacones y me caí. —Intenté parecer lo más convincente posible, obligándome a sostener su mirada— Ya sabe lo torpe que soy. Me golpeé la muñeca, pero no es nada de lo que deba preocuparse—
Él me observó durante unos segundos que parecieron eternos. Su mirada estaba llena de una mezcla de incredulidad y frustración, pero también de algo más: impotencia. Sabía que no me creía, pero tampoco podía forzarme a decir algo diferente. Finalmente, suspiró, soltando mis hombros con cuidado. Retrocedió un paso, pero sus ojos no me dejaron ni por un segundo.
—Está bien... —respondió finalmente, pero con una advertencia en su voz—Si alguna vez necesitas ayuda, Zarya, cualquier tipo de ayuda, ya sea personal o laboral, quiero que me lo digas. ¿Entendido?—
Asentí rápidamente, sintiendo el alivio mezclado con la tensión en mi pecho. Él se quedó allí un segundo más, observándome, y por un momento pensé que iba a decir algo más, pero solo negó ligeramente con la cabeza y dio un paso hacia atrás.
—Ve a lavarte y cuida ese brazo. No quiero verte con otro "accidente" como ese, ¿entendido? —dijo, su tono aún serio pero más suave.
—Sí, señor D'Amico —respondí, agradecida de que la conversación hubiera terminado.
Él asintió una vez más y se giró, volviendo hacia su oficina, dejándome sola en el pasillo. Apenas se cerró la puerta, dejé escapar el aire que no sabía que estaba conteniendo. Mi corazón aún latía rápidamente, y mi mente se sentía como un torbellino de emociones. No podía permitirme un desliz como ese otra vez.
Tenía que ser más cuidadosa.
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