Capítulo 30: Almas gemelas.
Taylor Swift- Dorothea
SAORI
He tenido tanto miedo de tantas cosas en mi vida y he aprendido a ocultarlo. Me he montado en montañas rusas cuando estaba asustada de caer de ellas, he entrado a casas embrujadas cuando odio ser asustada, he tocado serpientes cuando es mi animal menos favorito. He hecho cosas que antes no me atrevía hacer y en todas estaba intentando demostrar lo valiente que era. Y ahora, he tenido tanto miedo de olvidarme de las personas que he perdido que la idea de sanar me parece aterradora.
La psiquiatra dice que sanar no es olvidar, es aprender a recordar desde otra perspectiva. Porque la vida está compuesta de momentos efímeros; aunque algunos se sientan eternos debido a que no queremos dejarlos ir por miedo a olvidar.
En otros casos por el sentimiento de culpa. Y yo me he aferrado a esa culpa por miedo a olvidar.
Observo el papel blanco que está sobre el escritorio. Solo he podido escribir una frase sobre Ayla y sé que es lo mejor que define lo que era nuestra relación.
Dejo salir un suspiro tembloroso y veo la hora. Ya casi empieza mi terapia. La psiquiatra dijo que intentara escribir mis emociones para intentar expresarme. Sin embargo, no he podido avanzar. Mi mano se queda en el aire cuando intento escribir algo, mi mente se vuelve un nido de emociones y el corazón me duele.
Recordar duele.
Soltar duele.
Todo duele.
Dejo salir un suspiro brusco y observo el reloj en la pared. Ya no voy a poder escribir nada y sé que si tuviera más tiempo tampoco lo haría. Con los nervios a flor de piel y sintiendo que voy a fracasar; voy a la oficina.
La habitación es pequeña, acogedora y tiene plantas por todos lados, reconozco algunas por Lou y pensar en ella genera una sonrisa en mi boca. La extraño, quiero verla y abrazarla. Me ha llamado, hemos hablado al menos una vez por semana y su voz me calma, me relaja. Solo he podido hablar con ella pero sé que todos están bien.
Y ellos saben que los extraño.
—Saorí —llama la psiquiatra.
La mujer frente a mí me observa paciente, su mirada transmite confianza, seguridad. Ha sido difícil entablar una relación con ella, el silencio era la respuesta que le daba a todo, y poco a poco, me ha sacado de mi caparazón, me ha escuchado en lo poco que he compartido con ella. Me ha entendido cuando le digo un día que estoy bien y al siguiente que me siento horrible. Me ha comprendido cuando me quedo en silencio porque hay días malos y me ha escuchado hablar cuando me hace preguntas de cosas que me gustan.
—No sé por dónde empezar.
Sus labios se alargan en una sonrisa alargada y fina. La veo acomodarse en su asiento y asentir con la cabeza.
—Intenta leer lo que escribiste.
Busco el papel doblado qué guarde en el bolsillo de mi suéter. Lo desdoblo, veo la frase y me armo de valor para hablar.
—Era mi alma gemela —susurro con un nudo en la garganta, es lo único que escribí y mi corazón duele al recordarla—. De esa clase de almas gemelas con las cuales estás a salvo.
Con Ayla estaba segura. Sabía lo que dolía, lo que me gustaba y cuando no estaba segura de hacer algo. Recuerdo que la primera vez que nos conocimos fue cuando aún éramos muy jóvenes para saber lo que significaba ser almas gemelas. Ella escuchó como unos niños decían que yo estaba embrujada debido a las muertes de mis padres.
Me defendió, me acogió en su pequeño grupo de amigos, me hizo sentir aceptada y nadie se volvió a meter conmigo. Crecimos juntas, aprendimos de nuestros errores, de nuestros corazones rotos y soñamos alto.
Nos aferramos la una a la otra, nos cuidamos. Éramos hermanas. No teníamos la misma sangre y estaba bien, pero nuestra conexión era más fuerte. Era inquebrantable.
Ayla hacia amigos en todos lados. Siempre hablaba con todos y se reía de todo, su corazón y alma era tan pura que era imposible que le cayera mal a alguien o que tuviera algún problema. Era honesta, valiente, brillante. Y yo era su admiradora. Éramos tan distintas pero encajabamos tan bien, como piezas de un puzzle qué nadie sabía armar.
Siempre cambiaba el color castaño de su cabello a los colores de la moda, su ropa siempre combinaba y sus ojos cafés te daban esa sensación de que podías descansar con ella, no te tenías que esforzar en ser perfecta o siempre agradable.
Conocía a Lou y yo conocía a su familia. Quieres se fueron del país con sus dos hermanos luego de su muerte. Sus padres no me culparon del accidente. Me abrazaron fuerte, me consolaron aún cuando yo portaba el corazón de su hija en mi pecho y ellos habían perdido a su niña, me miraron con tanto dolor y con tanta súplica en sus ojos cuando me pidieron que viviera por ambas.
No pude hacerlo.
La depresión que vino luego de despertar fue tan grande, tan desgarradora. Yo iba a morir, mi corazón ya no estaba aguantando más y ese era mi destino. Creí que morir sin decir nada haría que el dolor de los demás fuera más pequeño.
Ahora sé que no hay manera de evitar el dolor de la pérdida, tampoco de disminuir su impacto. Nunca estás preparado para perder a alguien a quién amas. No estamos preparados para lidiar con el dolor aún cuando creemos que sí.
Comencé a guardar el dolor en porciones, sabía que no estaba bien y tampoco intentaba mejorar. Porque el camino a sanar es una montaña rusa, a veces estás en la cima, te sientes bien; y luego, cuando viene la caída te desesperas y la realidad da de golpe.
—La extraño —susurro con la voz rota y rompiendo a llorar—. La extraño tanto y me siento tan culpable.
—¿De qué te sientes culpable, Saori?
—De estar viva.
—¿Por qué te sientes culpable de estar viva?
Niego con la cabeza. No dejo de llorar ni de sentir cómo el dolor se está deslizando por mi cuerpo. Como cada memoria se convierte en una punzada dolorosa.
—Debió ser diferente.
—Si todo hubiera sido diferente: ¿Cómo crees que se sentiría ella?
—¿Qué?
La mujer enfrente de mí se acomoda en su silla, pasándome los pañuelos y mirándome con cuidado.
—Si hubieras muerto, ¿como crees que estuviera ella? ¿Tal vez se sentiría culpable? ¿Enojada? Quizás ella estaría aquí en vez de ti.
—Ella no estaría aquí.
—¿Por qué no? —inquiere la mujer—. Ella era tu alma gemela y tú debiste ser la de ella. Si ella te hubiera perdido a ti. ¿Cómo crees que hubiera reaccionado?
La posibilidad entra en mi cabeza. Por primera vez, me hago realmente esa pregunta. ¿Sí yo hubiera muerto cómo hubiera afectado mi muerte a los demás? Imaginé que todos estarían bien, que nadie se quedaría estancado por mi pérdida.
Pero Lou...yo soy su hija, su niña. Le hubiera destrozado el corazón.
Era la mejor amiga de Ayla, su alma gemela y cómplice de sus locuras. Hubiera sido profundo.
¿Qué hubiera ocurrido con ellos?
—Ella merecía vivir. Había muchas personas que la amaban y ella...—niego con la cabeza—. Merecía vivir. Merecía más.
La mujer frente a mí se inclina, una pequeña y dulce sonrisa se extiende por sus labios antes de susurrar:
—Tú también mereces vivir. Mereces estar con las personas que te aman, con aquellos que quieren verte bien. Mereces vivir, Saori —hace una breve pausa—. No podemos controlar las cosas que suceden, tampoco quien vive o quien muere. Lo que sí podemos hacer es recordarlos y mantenerlos vivos de esa manera. Ella no era solo un recuerdo doloroso. Ayla era más. Era una hija, hermana, amiga y era el alma gemela de alguien más. Y merece ser recordada como alguien feliz y lleno de vida, no como alguien que murió de una forma trágica.
—Recordar duele —no dejo de llorar.
—Y ese dolor es válido. Algunas veces vas a llorar y sonreír al mismo tiempo cuando recuerdes algo de ella. Luego van a haber sonrisas y otros días lagrimas. Es parte del duelo. Sin embargo, poco a poco la tristeza ira disminuyendo.
El camino hacia sanar es un tramo largo y lleno de subidas y bajadas, y lo sé muy bien. Y a veces nos quedamos tan estancados en las bajadas que olvidamos cómo volver a subir o al menos seguir caminando.
Cubro con las palmas de mis manos mi rostro y lloro desconsolada. Y aun cuando la sesión ha acabado algunas lágrimas siguen cayendo por mi rostro, nadie me juzga ni hace preguntas incómodas cuando salgo de la oficina. Mi cabeza palpita y mis ojos pesan.
Mi corazón se siente ligero como una pluma, siempre que creo que ya no tengo más lágrimas termino sorprendiéndome de lo mucho que puedo llorar. Mis piernas me dirigen hacia el jardín del lugar, me quedo sentada en una banca y cierro los ojos con dirección al cielo.
—Hoy no hay sol y el cielo se sigue viendo bonito —susurra Ayla.
Mi cabeza descansa entre sus piernas mientras ella está sentada con la espalda recostada al gran árbol. Sus ojos bajan hacia los míos y me regala una suave sonrisa. Es mayor que yo por varios meses y a veces pareciera que es mucho más grande y experimentada, que conoce tanto de la vida y que su alma es vieja, pero no lo es. Es una niña pequeña cuando ve dulces, es miedosa cuando observa tarántulas y se fascina cuando conoce algo nuevo.
—Es plano y gris —susurro con la mirada en el cielo.
—Es bonito —recalca—. Ayer llovió todo el día y hoy, es solo calma. Y la calma que se siente y transmite es bonita.
—¿Te sientes mejor?
Aparta la mirada de mí para posarla en el cielo. Hace horas estaba llorando porque le rompieron el corazón y ahora, es como el cielo, está en calma. Transmite tanta tranquilidad que nadie me creería si le dijera que estaba llorando desconsolada hace unas horas atrás.
—Duele pero no está bien. Hoy soy como el cielo, calmada y llena de melancolía, ayer fue una tormenta y mañana; quizás sea un cielo brillante y lleno de luz.
—Ayla.
—Sí algún día estás triste, recuerda que el cielo también está triste y siempre cambia. Siempre brilla después. No debemos ser solo nubes que lloran, también podemos ser rayos de luz.
Me quedo en silencio. Fue lo que le dije que decía padre, que éramos como las nubes cuando llorabamos. Cierro los ojos cuando sus dedos acarician la hebras de mi cabello. Está tarareando una canción, no sé cuál es pero es suave.
—So.
—Mmm.
—Cuando te sientas una nube, buscame en el cielo —la observo confundida—. No tienes que aguantar sola la tristeza. Ambas podemos estar tristes juntas, aún cuando estemos separadas. También podemos estar felices, enojadas o solo estar en calma. Somos un equipo. Así que, si algún día estamos lejos, buscame en el cielo.
Me siento a su lado y niego con la cabeza.
—Nunca vamos a estar lejos —afirmo y la abrazo.
La escucho reír. Y me devuelve el abrazo, es cálido, fuerte y se siente como si estuviera en casa.
—Los nunca son muy inciertos. Solo recuerda que allí voy a estar siempre.
Mi mirada se dirige al cielo cuando el recuerdo se desvanece en mi mente y solo queda ese sentimiento agridulce. Tenía razón, los nunca son inciertos. El cielo está brillante, el azúl cubre cada rincón, las nubes blancas se mueven con calma y las aves vuelan con libertad, mientras que el sol calienta el día sin ser sofocador. Es calidez y calma. Tal y como era ella. Sonrío al cielo y coloco una mano en mi pecho, sintiendo como va tan rápido que puede salirse de mi tórax si quisiera hacerlo.
—Debo dejar de ser una nube y empezar a ser un rayo de luz, sin importar si titileo un poco. ¿Cierto? —No va a haber una respuesta, lo sé y un suspiro tembloroso escapa de mis labios—. Te quiero, Ayla, siempre lo haré y hablaré de tí, todos van a conocer a la persona más buena y dulce que ha pisado la tierra. Gracias por haber sido mi amiga, mi hermana y mi alma gemela.
Una ráfaga de aire corre y mi piel se eriza, una risa pequeña sale de mis labios. Se sintió como un abrazo y quiero creer que fue ella. Me quedo en el patio unos minutos más y cuando comienzo a avanzar hacia la entrada, la puedo imaginar observandome marchar, sonriendo orgullosa de que decido seguir adelante, porque avanzar no necesariamente tiene que ir de la mano con olvidar. Se puede recordar y seguir avanzando.
Ayla fue y siempre será una parte de mí tan grande que no existen palabras exactas para describirla, ella era todo y siempre lo será. Me enseñó mucho y siempre estuvo y sé que estará ahí. Ella fue aquello que sin buscarlo encontré, una amiga fiel, una compañera de locuras y un corazón lleno de amor para dar.
Ayla fue mi alma gemela hoy y siempre.
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