Esa noche, mi última noche, no me animé a hablarle de mi partida.  Pero él, como intuyéndolo, comenzó a dar vueltas en la cama sin poder dormir. Yo, cobijado en una manta en un rincón de la fría habitación, lo observaba en silencio. Traté de no pensar. Nunca le había dicho adiós a nadie. En el Cielo no existen las despedidas. Traté de resignarme pensando que en el futuro los labios de aquel joven serían besados por el dulce beso de la Muerte y ascendería al Paraíso. Se lo había ganado prácticamente desde el momento de haber nacido. Pero no me conformé. Aún cuando no tenía un cuerpo humano, sentía una presión en el pecho que apenas me dejaba respirar.

   Cuando vi que se empezaba a quedar dormido me aproximé a su catre de maderas carcomidas por las termitas y rocé su frente con mis dedos. Suspiré. Al menos aquel poder sí funcionaba. Aún cuando no pudiera hacer nada, me contentaba con saber con qué estaba soñando:  ¿con una vida mejor?,  ¿con una casa enorme?,  ¿con una mesa llena de manjares?,  ¿con ropa elegante y cara?

    Pero me quedé petrificado con la imagen que vislumbré en su sueño:  Tyr abrazaba a alguien y temblaba emocionado... y sonreía... y luego reía feliz por algo que aquel que  lo abrazaba le acababa de susurrar al oído. Miré alrededor. Nada en su sueño parecía distinto, su ropa era la misma, su casa era la misma, su vida  parecía ser la misma.

   La presión en mi pecho se hizo más grande y entonces giré la imagen para poder ver el rostro de quien lo abrazaba. Sólo lo vi un segundo, el sueño estaba terminando, pero me bastó ese segundo para saber que aquel que lo abrazaba... era yo...