̶ De fantasías sinceras y otras cosas del corazón ̶
«Se me ha venido a la cabeza sin
siquiera darme cuenta. Ahora no sé
cómo borrarlo, ni cómo sacarme
esta idea tan absurda de la mente.»
Jeremy.
Tres días pasarían ante sus ojos con la velocidad de un caracol de carreras. No había vuelto a dirigirle la palabra a Nathaniel, además del visto que le dejó sembrado en el WhatsApp la noche misma del incidente que, todavía, parecía tenerlo un poco tenso.
En ese tiempo tampoco había vuelto a saber de Jeremy, de Diana ni de Camille. Se hallaba aislado del todo, procesando información sin fuentes, cazando brujas en los rincones de su propia casa. Las vacaciones no eran, para nada, tal cosa, solo un insoportable dolor en el trasero.
Como detective, intentó rastrear sus propios errores, inventariar todos y cada uno de sus fracasos y así aislar aquel nombre que, empezaba, a considerar un tabú en su vocabulario. Se supuso perdido en el instante en que, al pensarlo, al recordarlo tal como en el sueño, su cuerpo enviaría señales demasiado contrarias a su propio enojo.
Volvería a maldecir a su mejor amigo entre dientes, así como se maldeciría a sí mismo por su flaqueza, por su torpeza y su inflamada estupidez. Porque nadie se enamora, así como así, de la nada. Algo no estaba viendo, o no podía encontrarlo ni reconocerlo, a pesar de que, en cosas del corazón, lo evidente jamás parece ser suficiente.
Para Caleb, en cosas de lo-que-sea, tenía que toparse con respuestas al estilo "dos más dos, igual a cuatro", o sino no daría por solventada la incómoda duda o terquedad o razón, cualquiera que fuese, que estuviera perturbándole el pensamiento.
Él necesita que ese cuatro sea cuatro y no otra cosa. Pero Jeremy, definitivamente, no era cuatro. Nathaniel, definitivamente, tampoco era cuatro, así como no lo serían Diana ni Camille. Y la idea volvía a susurrarle desde la penumbra una verdad irrefutable, una que, insiste, no quiere que sea.
–Dos más dos, amigo mío. Dos más dos –dice aquella voz, la de la idea, la de Nathaniel, como apuntándolo con el dedo; –Ce más jota, muchachote. Ce más jota.
No quiere, no debe, no puede hacerle caso. Camille sigue sobre el tablero. Su hermosa sonrisa sigue decorándole los mejores recuerdos que tiene, las mejores experiencias de amor sincero, de cariño desinteresado, de paciencia, sobre todo de paciencia.
Ella sigue siendo su respuesta para todo y no puede evitar sentirse decepcionado de sí mismo. Decepcionado de ser abrumado por ideas absurdas y fantasías románticas con otro muchacho, uno que, curiosamente, puede abatirle el corazón con la misma fuerza que Camille.
–No es lo mismo –suspira; –No es para nada igual. ¡Es extraño!
Su ausencia, aunque parece haber pasado desapercibida, en realidad ha activado ciertas alarmas. Camille, luego de cientos de mensajes, luego de prolongados y numerosos intentos de llamada, todos fracasados, optó por aparecerse ante él invadida por una angustia que no podía ocultar a simple vista.
Caleb la recibiría con los ojos enrojecidos, con lágrimas secas en las mejillas y un aspecto de total abandono. Ella se atribuiría, en su angustia, una culpa ajena por el estado de su pelinegro de ensueño, cosa que él, perdido en su laberinto de contradicciones, no logró siquiera notar.
La delgada mariposa de anteojos saltaría a sus brazos con tal emoción, con tal desesperación, con tal grado de culpa, que no pudo contenerse las lágrimas de quien, pareciera, no haberlo visto en años. Ella detesta distanciarlo, así como él detesta estar ausente.
Lo guiaría de vuelta a su habitación. Se apostarían muy cómodamente, uno junto al otro, sobre la cama, compenetrados en un abrazo de lágrimas continuas y 'perdóname' fugaces. Él, todavía en silencio, solo acariciaba aquella suave y larga cabellera oscura.
Entre lágrimas y silencios, con el correr de los minutos, ambas almas serían invadidas por un pesado sueño. Entonces el abrazo, más allá de la conciencia dormida, más allá de los deseos despiertos, se volvió una conjunción inseparable, un enraizamiento supernatural.
Caleb volvía a sentir tranquilidad en su mente, en su corazón. Volvía a sentir el aire que respiraba tan liviano como de costumbre, y no aquel amasijo insoluto de agonía que le apretujaba los pulmones. Un nombre le desbalanceaba la existencia y el otro, entre sus brazos, le devolvía la compostura.
–Ella es mi respuesta –se dijo con alivio al despertar, al verla rendida entre sus brazos, todavía atrapada en el sendero de los sueños.
Ahí volvía a superponerse Jeremy, en la mente, en la realidad, tras recordar –de golpe– cuando lo sostuvo dormido entre sus brazos. La sensación era similar, porque ambos cuerpos se parecen un poco, pero él le parecía algo más frágil, más liviano.
–¡No lo pienses, tarado! –se dijo sacudiendo la cabeza, como arrancándose la idea y el recuerdo del cráneo. Pero seguía ahí, inmóvil como el día en que lo sostuvo entre sus brazos, así como sostenía a Camille en ese mismo instante.
Entonces la besó para zafarse de una presión que, de momento, buscaba resurgir con brusquedad. Y se le llenó de euforia la vida al saborear, una vez más, los colores que Camille resguarda tras sus suaves labios. Entonces la idea le habló, Nathaniel le habló, con esa malicia que hasta solo de él podría nacer.
–Delicioso ¿verdad? –le dice; –Seguramente él esconde sabores aún más exquisitos, solo digo.
–Estoy seguro que no es así –replica él antes de rozarle los labios para mostrarle victorioso. Pero la idea conoce de trucos sucios.
Entonces, al rozarle los labios, ya no la ve a ella, ya no siente sus labios: entre sus brazos, ante su mirada, Jeremy lo mira fijamente con aquellos ojitos abrillantados. Y su corazón se hace pedazos. Traga en seco y lo toma con mayor apremio, le roza los labios con mayor énfasis. Le pesa entonces su pecado.
–¿Ocurre algo, pequeño? –pregunta Camille al despertar. La imagen de Jeremy ha desaparecido.
–No soy esa clase de chico –dice Caleb repentinamente, acariciándole el rostro con levedad. Camille no comprende al principio; –Intento no ser esa clase de chico, en verdad. Pero él...
–¿Qué ocurre con él? –pregunta ella, todavía sin entender, buscando descifrar lo que piensa, lo que dice, lo que dirá.
–Pienso demasiado en él y no quiero hacerlo más –responde sin vacilación, sin temor, sin prisa, pero con cierto dolor, con cierta agonía; –Así que... – y guarda silencio entonces.
Camille, abrumada entonces por aquel temor sin fundamento, comprende que lo que creyó imposible acababa de explotar en su cara mientras le provocaba lágrimas al pelinegro que tanto ama. Se está enamorando, al parecer, y el muchacho no logra zafarse de ello.
Una discusión sincera termina siempre con corazones rotos, aunque entre ellos no habría ocurrido discusión alguna, sino una aclaración, una llamada de auxilio. No lo notó al instante, pero supo que él si había discutido, llevaba días haciéndolo consigo mismo y con su corazón contrariado. No quería perderse, así como ella no quería perderlo.
Ahí comprendió que, hasta cierto punto, tenía razón: era imposible que Caleb se fijase en un muchacho, no sin antes resistirse a la idea. Esa era su oportunidad de acción, su momento de aparecer en el juego como una ficha activa, como un rival de cuidado.
–Me tienes aquí, pequeño. Ya no llores.
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