9
A Caleb se le escaparía el tiempo de las manos. Hablaría a medias con Camille, ignoraría a Nathaniel por completo y se aislaría en su habitación buscando alguna forma y manera, posibles, para disculparse correctamente con el chico del cabello extraño.
Trataría, también, de aclarar sus propios pensamientos respecto a sí mismo, respecto al príncipe, respecto a Camille y lo que, para él, comenzaba a ser un dolor de cabeza agotador. Porque así había empezado a llamar al amor: un dolor de cabeza.
Él estaba al tanto de sus decisiones y el por qué las había tomado en un principio, pero ignoraba, como cualquier otro, el resultado que acarrearía cada puerta abierta. Ahí empezó a reorganizar su rompecabezas mental, haciendo a un lado piezas que, sin ton ni son, parecían no cumplir objetivo alguno al contrastarlas con las demás.
De a poco el panorama empezaba a tener un sentido más claro, una lógica más precisa, una numerología posible. El universo de sus pensamientos dejaba de ser solo un vacío oscuro repleto de caos e inconexiones arbitrarias: cada pieza había recobrado un sentido, una razón de ser, y la suya volvía a entrar al juego.
La idea había hecho estragos, lo sabía. Nathaniel había hecho de él un amasijo improbable de contradicciones perpetuas y actos, en pleno, autodestructivos. Sabía que estaba tomando las decisiones correctas, en cierto modo, pero no sabía por qué los resultados eran, en todo caso, positivos para las razones contrarias.
–Esto no tiene sentido alguno –se dijo alborotándose los cabellos con ambas manos; –Y todo por haberle hecho caso al idiota de Nat.
Le correspondía parte de la culpa, es cierto, pero Caleb seguía sin notarse como el culpable principal, el único y verdadero. Es lo suficientemente despistado como para asegurarse enamorado de alguien, por muy evidente que el asunto lo sea.
Nathaniel solo hizo su parte, esa en la que los mejores amigos parecen ser los mejores: lo empujó desde el borde del puente a ver si abría, o no, las alas y volaba. Caleb se pensaba a punto de estrellarse contra el ficticio suelo, Nathaniel lo pensaba planeando con alas que no sabía que tenía.
¿Qué lo hacía dudar todavía? ¿Qué lo hacía permanecer, todavía, en una especia de neutralidad consigo mismo?
Camille le venía a la cabeza antes que cualquier otra cosa. Luego llegaba Jeremy y con éste, Diana, para estropearlo todo. Su corazón se aceleraba con la confrontación, por la indecisión y por otra serie de tenues atisbos que, de un momento a otro, parecieran dibujarle respuestas incoherentes a lo largo de pasillos intrincados.
–No debería ser tan difícil –musita tras cerrar el refrigerador y sorber un trago de agua; –Camille es mi obvia respuesta ¿Por qué sigo pensando en ese tonto? ¿Por qué tengo que sentir celos de Diana?
La tarde todavía era joven para el momento en que se aleja de las paredes que lo rodean y se aloja en el patio trasero de su casa. La casa está sola, casi como de costumbre. Quisiera pedirle consejo a alguien, a quien sea, pero está solo.
Su padre, un hombre de negocios, parece no tener tiempo para otra cosa más que la oficina. Su madre, una catedrática de la universidad, se ha enfrascado en una investigación que, pareciera, haberle hecho olvidarse del mundo que hay más allá de su trabajo.
Camille no ha vuelto a responderle los mensajes. Ni siquiera se ha atrevido a leer los últimos tres que le envió. Entonces recuerda aquel número desconocido en el whatsapp, aquel mensaje sorpresivo de un individuo siempre pensado.
–Escribirle sería demasiado estúpido –se queja haciendo el móvil a un lado; –Además ¿qué podría decirle?
Y lo piensa, una y otra vez, antes de cerrar el caso como inconcluso. Porque no tiene, siquiera, un tema de conversación en mente mientras, en realidad, se ahoga pensando en ese muchacho y en lo contundente que empieza a serle la idea de estarse enamorado.
–¿Qué tiene él? –se pregunta quisquilloso; –Si Camille es muchísimo más hermosa.
Pero el asunto, en cuestión, no era cosa de belleza o falta de la misma. Algo lo hacía perderse, locamente, en aquel rostro, en aquella mirada, en aquella piel blanca, en aquellas delicadamente delgadas manos. Entonces suspiraba. Y lo hacía en nombre del príncipe, aunque no quería.
Siendo hijo único, haba tenido todo cuanto ha querido sin recibir un no como respuesta. Lo mismo ha hecho con todo en la vida, desde las amistades hasta las relaciones, porque ha tenido varias, aunque hayan durado muy poco.
Ésta vez se enfrenta a una decisión que lo contraría a sí mismo, porque se trata de algo que, está consciente, no quiere pero que, a su vez, en su interior, algo impulsa un deseo que lo hace encaminarse hacia ello, que lo hace buscar al príncipe tal y como buscó a Camille una vez.
Así son las cosas del corazón, esas que tienen todavía menos lógica que Dios y que, de alguna manera, al igual que Dios, parecen tener una razón tangible y, valga la redundancia, una lógica certera. Ahí, en ese limbo, era donde Caleb empezaba a perderse, donde su mente empezaba a ahogarse.
Y la cosa, todavía, no había empeorado. Ahí Nathaniel hizo de las suyas, desde la distancia, cuando los colores crepusculares adornaban el tan despejado cielo, previo a la venidera noche.
–Acabo de ver llegar a Diana al castillo del príncipe –dijo vía whatsapp; –Creo que pasará la noche en el reino. Espero y no tengas problemas con eso, pero yo estaría bien cabreado.
De no haberse contenido, el móvil no sería más que un simple recuerdo. La imagen de Diana sembrada en los labios del príncipe y su, completamente irracional, deseo de estar ahí para evitarlo empezaban a brotarle del cuerpo, de la boca y de la mente, un enojo y rabia inusitados. Los celos habían hecho ya erupción.
La noche se alarga cuando los celosos imaginan lo peor, sobre todo cuando la noche todavía no ha, siquiera, empezado, cuando la noche todavía era un anuncio traído por un leve y frío viento.
Y quiso golpear a Nathaniel por cualquier cosa, así como quiso dejarse caer dentro de la piscina y tocar el fondo con los pulmones inundados.
Porque ya no quería sentirse de tal manera, ya noquería verse atareado por la imagen de un chico que no era suyo ni por el circo que, en su interior, no dejaba de decirle que debía quererlo, aunque se negaba a hacerlo.
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