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8

Luego del espectáculo llevado a cabo ante la mirada de todos, Diana, en su afán compulsivo de mantener a Caleb lo más lejos posible de Jeremy, decide no apartarse de éste ni por un mínimo segundo. Samuel, con un sentimiento de culpa arraigado a la garganta, busca la manera de estarse a solas con Jeremy un instante siquiera. Pero no lo logra.

A pesar de ello, insiste e insiste. Decide a favor de una estrategia nada convencional y súper femenina: el baño. Así y solo así Diana puede dejarlo ir, puede dejarlo respirar. Entonces Samuel, en los segundos de descuido, decide declararse culpable de aquel show en el que Jeremy se vio forzado a participar.

–¡Es lo más vergonzoso que he hecho en mi vida! –replicó Jeremy con cierto enojo.

–Creí que no ocurriría nada inusual –aclaró Samuel con pleno arrepentimiento; –Simplemente esperaba que volvieras con nosotros y ya. ¡Jamás pensé que alguien haría lo mismo con Murphy! Lo siento mucho, en verdad.

–No importa. Ya está hecho: soy el Rey de la humillación –dice con desaire mientras se cubre el rostro con ambas manos.

–Corrección –contrapuntea Samuel con una sonrisa en el rostro; –Eres el Rey por vencer la humillación. Ése es el premio por ganar los retos de Ender.

Aquello le devolvió un poco la tranquilidad. La vergüenza no se borraría de su rostro por un largo rato, pero ya no se sentía tan inquieto, ya no se sentía arrinconado o burlado. En cierto modo, sabe, le debe un agradecimiento a Caleb por sacarlo airoso de aquel predicamento tan insólito. Pero Diana era una traba enorme, un grillete que le prensaba, no solo el cuerpo, sino el alma también.

–¡Primero muerta! –diría Diana tras intentar hablarlo con ella primero. Aquel había sido un error que, indudablemente, valdría menos que nada, sobre todo por lo que estaba a punto de suscitarse.

No era cosa de suertes trenzadas ni, mucho menos, de karmas paganos. Solo era un cabo suelto siendo atando por sí mismo y las intenciones que, cósmicamente, se procuraba para mantener las cosas de tal o cual forma. Y Jeremy estaba en el centro del asunto, Caleb lo secundaba y Nathaniel, como buena piedra en el zapato, estaba siempre cerca, casi como un vehículo conductor, como generador de caos.

Y así sería, tal cual el reto de Ender, que Nathaniel metería las manos en el fuego, no para quemarse, no para salvar a alguien, sino para darle la vuelta y evitar que se queme demasiado de un solo lado. Así, con su malicia premeditada y con un descuido desgraciado que, de no ser por su astucia, no lo habría sabido aprovechar, empujó a Nathaniel dentro de la habitación de huéspedes, aquella que solo los chicos rondan para usar el baño.

Una vez dentro, Nathaniel clausura la puerta con llave, la misma llave que le pidió prestada al dueño de la casa. Caleb golpearía, una y otra vez, la puerta sin ser escuchado del otro lado debido al bullicio de la gente y de la música. Nathaniel montaría guardia a cierta distancia y mantendría a los chicos lejos de la puerta con una excusa ingeniosa.

–Está bajo asedio, amigo mío. Yo que tú no entraría, no todavía.

Y así los mantuvo a raya por un tiempo. Sería el turno de Samuel, pues, Jeremy no había vuelto todavía y lo pensó, de nuevo, en el baño. Pero no estaba ahí, o al menos eso le aseguró Nathaniel palmeándole la espalda. El diablo haciendo de las suyas, una vez más, abogando por corazones ajenos.

Tras la puerta, golpeando todavía, Caleb, irremediablemente irritado, se sienta a un lado de la puerta a la espera de que esta se abra. A la vez, a sus espaldas, la puerta del baño se abre y la figura del príncipe aparece un tanto trastocada por la locura de la noche.

Caleb no sabe qué decir. Jeremy tampoco. El silencio entretejido por ambas bocas se convierte en vehículo, en ruta, y son las miradas las que transitan, incómodamente, de un lado a otro de la carretera visual. Y cuando uno intenta decir algo, el otro también reacciona, entonces ninguno dice nada a la espera de que el otro hable también, interrumpiéndose un par de veces antes de que ocurra enserio.

–Está cerrada por fuera –dice Caleb señalando la puerta.

–Quería agradecerte por el baile –dice Jeremy al unísono manteniendo, al mínimo, el contacto visual.

–Habrías hecho lo mismo, supongo.

Es cuando vuelven a calarse el silencio sobre las palabras. Y ya que le cuesta demasiado, intenta no abrumarse a sí mismo con sus pensamientos, esos que volvieron a encender la mecha que tiene el nombre de quien lo mira sin hacerlo del todo. Recuerda el baile, recuerda el cuerpo presionado contra el suyo, la figura casi femenil del príncipe dando vueltas entre sus manos al ritmo del Danubio Azul.

Recuerda, también, las cosas que no le ha dicho y las que pretende no decirle nunca, porque no las considera algo normal, pero las siente como tal, porque las ha sentido antes y sabe qué nombre llevan, aunque no le gusta llamarlas de esa manera tampoco. Entonces extiende la mano en busca de aquella otra, delicada, pálida, se pone de pie y, segado por un impulso incoherente, le acaricia el rostro también.

El príncipe no reacciona, al menos en parte. Su reacción muda es más cosa de sorpresa que de desagrado. Y son sus ojos los que lo delatan, así como ese sonrojar intenso que, en él, es cultura general, pero es distinto esta vez. No se aparta, así como no aparta la cara tampoco mientras, con ternura, la mano del pelinegro, del engreído ególatra, se vuelve seda sobre su piel.

Es demasiado tarde cuando reacciona, cuando, sin mediar palabra, decide empujarlo, apartarse de él y enmarcar una nueva frontera que los mantenga, irremediablemente, distanciados, restringidos. Pero la puerta se abre antes de eso. Se abre justo en el instante en el que, con los nervios recorriéndole cada parte de su cuerpo, Caleb se inclina hacia él en un intento furtivo de besarlo.

Si la mirada que los descubrió durante aquel acto hubiese sido la de Diana, habría tenido un resultado, no tan distinto, pero si más caótico. El rostro enrojecido por la rabia y una rigidez pétrea en sus facciones la obligó a darse media vuelta y salir de ahí con paso presuroso. Jeremy la imitaría al instante. Diana acababa de ver a su chico, a su novio, a punto de besar a otro muchacho por iniciativa propia.

Nathaniel lo veía todo con las manos sobre la cabeza y los ojos que casi se le salían de las cuencas. Caleb no logró reaccionar a tiempo pues, en su estado de bifurcación, no lograba compenetrarse por completo con una u otra preocupación: o corría tras Camille o iba tras Jeremy. Ambas cosas, ambas situaciones, indiferentemente, tenían el mismo peso significativo en sus pensamientos, en su sentir.

Jeremy no dudó en desaparecer junto con todo su grupo. No dudó hacerlo para así evitar, a toda costa, que Diana se enterara del percance. Algo semejante no podía, no debía, jamás ni nunca, llegar a oídos de aquella bruja lunática. Y no lo hacía por salvar su cuello, sino por mantener el de Caleb en su lugar. Sabía que Diana iría por él sin retorno y prefirió seguir mintiéndole, seguir mintiéndose también a sí mismo y negar por completo el suceso.

Nathaniel intentaría razonar con Camille, cosa que, obviamente, no funcionaría ni por asomo. El peso de sus acciones y la última de sus jugadas acababa de desplazar, demasiado, una pieza dentro del tablero, acababa de generar un desnivel en las fuerzas de su suerte y, por consecuencia, un efecto secundario instantáneo rebotaría a la ficha más cercana, al nombre más cercano.

–¡Oye, oye! ¿A dónde vas? –le pregunta cruzándose en su camino.

–No me vengas tú con tus cosas, Nat –dice ella intentando mantener la calma, intentando ahogar sus lágrimas; –Estoy seguro que sabías de esto.

–No, no, espera. Espera un segundo...

–Ni una jodida milésima, Nat –contrapuntea ella sin dejarlo hablar más; –Ahora quítate de en medio.

Y se abrió paso empujándolo con fuerza para apartarlo del camino. Caleb aparecería entonces y, tomándola del brazo, intentaría llamar su atención, intentaría hacerla volver sus pasos, volver su mirada, para luego disculparse de aquello, intentar explicar algo imposible, algo impensable.

–Simplemente no me llames, no me escribas, no me busques ¿Estamos? –dijo Camille antes de desaparecer, a solas, en la noche.

El rompimiento duele tanto como pesan la culpa y el descuido. El supremo acto de estupidez que acababa de conjurar le habría costado, entonces, la poca normalidad que había estado intentando recuperar: se había quedado solo. Nathaniel, cómplice silencioso de sus anormalidades recientes, lo miraba con cierto asombro. Él lo sabía, lo sabía desde un principio y, apenas, viene a tomarlo como un hecho trascendental

–¿Por qué lo hiciste? –le pregunta derramando un par de lágrimas. Su aflicción empezaba a surgir.

–Jamás creí que ella... lo siento, viejo.

–¿En realidad seguimos siendo amigos, Nat? Porque no te entiendo.

–No tienes que entenderme, nunca lo has hecho –responde Nathaniel palmeándole el hombro; –Yo solo te empujé a hacer lo que tenías que hacer.

–Entiéndelo, Nat: ¡no quiero nada con...!

–¿Y aun así ibas a besarlo? Eres demasiado tonto, amigo mío, pero no como para ser un tarado.

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