7
Entre Caleb y su mejor amigo se había llevado a cabo un pacto de tregua. Él estaba consciente que ya no había manera de darle marcha atrás a su desastre, que su juego había quedado a medias y las cartas que le quedaban eran, en resumen, una más complicada que la otra. Nathaniel era, en cuestión, una de esas malas cartas, pero que no tenía otra opción más que optar por ella antes que ninguna otra.
De momento, cuando el reloj marca las tres y la calurosa tarde resplandece ahí fuera, Jeremy, codeándose con su círculo de lunáticos, ha logrado consolidar un tercer día si intercambiar palabra alguna con Caleb. La continua permanencia de Diana en sus fronteras le ha absorbido, casi por completo, la atención, la mente y el corazón. Se ha olvidado del primo de la bruja y es así como la bruja pretende mantener las cosas.
Caleb intenta, como en los días anteriores, con un mensaje sencillo, un simple saludo, un emoji angelical. El silencio entre líneas es rotundo. Nathaniel insiste en apartarlo del móvil, en hacerlo cambiar la rutina que no tiene y que vuelva a su propia vida, que vuelva con Camille, que haga algo divertido con sus vacaciones.
–¿Algo como qué? –pregunta Caleb con la mente en blanco.
–¡Qué sé yo! Haz lo que sea –responde Nathaniel mostrándole, en la pantalla de su móvil, el anuncio de una fiesta; –Como salir bailar, por ejemplo.
–¿Eso es hoy?
–Lo sabrías si vivieras en el mundo real en vez de andar fantaseando con 'Jeremyland'.
Las vacaciones se acaban y el tiempo que ha pasado con Camille se reduce a nada, casi. Se ha encerrado demasiado consigo mismo, ha luchado demasiado con cosas que no comprende –o que no quiere comprender– por la simpleza de evitarse descubierto, aunque eso ya haya sucedido. Se ha olvidado de sí mismo, de Camille, de su relación. Se ha olvidado de la vida que llevaba, esa que ha intentado recuperar.
Busca por su cuenta el anuncio de dicha fiesta. La organiza uno de sus muchos contrarios, pero sabe que puede presentarse, que podrá pasar una buena noche en compañía de Camille pues, entre él y Ender, las cosas no son demasiado serias, no son, para nada, como ocurre con Samuel. Entonces le escribe, pregunta lo necesario y termina penalizado con algún aperitivo. Acepta.
Desaparece sin despedirse y Nathaniel lo toma como una buena noticia. Él, mientras, intentará recobrar también su propio tiempo esa noche, intentará recobrar la confianza de la chica que siempre viste de rosa, que siempre lo mira con cierto enojo pero que solo sabe hablarle con dulzura, muy a pesar de lo que sea que Nathaniel haya ocasionado.
Y así es como los cuatro, llegada la temprana noche, se reencuentran con la juventud encendida, con la alegría desbordada y los cuerpos en completa agitación llevados por la música. Camille, en un principio, se sorprendió al ser invitada, de buenas a primeras, por Caleb. Había compartido muy poco últimamente y era, precisamente, algo como esto lo que necesitaba para sí misma, para los dos.
Y lo veía sonreír una vez más. Aquella sonrisa que llevaba su nombre a cuestas, que la hacía ponerse nerviosa cada tanto, que la obligaba a besarlo porque no lograba resistirlo, no lograba resistirse al Caleb del que tan enamorada estaba, ese que tenía rato sin volver a ver y que, ahora, bajo el hechizo de la música, bajo el ambiente de celebración, volvía a resurgir con todo el peso de su egocentrismo natural.
Casi todo el instituto estaba en aquella casa que, sorprendentemente, no se había caído todavía. Nathaniel yacía arrinconado, entre las sombras y una luz tenue, acompañado por Rosalinda y otras tantas parejitas que solo buscaban hablarse bajito, andarse de cursis, acariciarse y besarse a cada rato, lejos del bullicio. Camille los veía de lejos y sonreía sin terminar de creerse la imagen de aquel par de problemáticos.
Caleb, por su parte, siempre de la mano con Camille, buscaba los rincones más escandalosos, las pistas de baile más movidas y los ambientes más fiesteros, porque aquello no parecía una sola fiesta. Y la estaba pasando bien, demasiado bien. Y todos vitoreaban su presencia, gritaban su nombre cuando, en una de las suyas, se volvía el centro de atención, fuese con una payasada o con alguna increíble ocurrencia. Volvía a ser el mismo de siempre.
Y todo iba bien, lo suficientemente bien como para no haberse cuenta, todavía, de que la realeza y él se habían cruzado una increíble cantidad de veces y, aun así, nunca se toparían el uno con el otro. Diana, Samuel, Louis, Ralphie y otros tantos varios que acompañaban al príncipe llevaban largo rato poblando aquella noche estrellada, así como él, así como Camille y como Nathaniel y Rosalinda.
El mundo estaba dividido en aquella casa: una especie de margen supernatural mantenía distanciados a ambos jóvenes, así como a sus respectivos acompañantes. Entonces la fiesta los desenvolvería de una manera demasiado surreal, los liberaría de una manera, en extremo, increíble, como si se apretara un botón de reinicio y cada quien volviese a su sitio original. Luego el desastre.
–¡El reto de la noche, chicas y chicos! –dice Ender por medio de un micrófono; –Postulen a sus participantes y el que gane, pues, muchas gracias.
No era la primera vez que Ender hacía una fiesta, así como tampoco era la primera vez que Caleb hacía de las suyas en una de ellas. Era conocido por ganar, uno tras uno, 'el reto de la noche' en cada fiesta y esta no sería la excepción. Aunque, a diferencia de las otras veces, en esta ocasión el reto era un misterio.
–¡Ya conocen la regla: solo chicos! –dice Ender por el micrófono mientras despejan la pista de baile; –¡Que pasen adelante las parejas!
Un bullicio ensordecedor, entre gritos, aplausos y risas, decoran el lugar mientras Ender lee, una a una, los nombres de las parejas que se posan en el centro de la pista de baile: chicos que, tomados de la mano, pretenden bailar juntos. Toda una comedia bien organizada para la que, Caleb, no está preparado.
Solo cuatro parejas son las que, en la pista, se posicionan, entre risa y risa, listos para bailar la melodía que nadie conoce todavía. Entonces Nathaniel empuja a Caleb hasta el mero centro de la pista y, como por cosa de mala suerte, del otro lado aparece Jeremy, quien aterriza a su lado con los ojos tan abiertos que, casi, se le salen. Ender suelta una risa estruendosa.
–Pero ¡¿qué tenemos aquí?! –pregunta con animoso desdén; –La última pareja, una sorpresa para todos, hasta para mí: los príncipes del tercer y cuarto año. ¡Que suene la música!
La muchedumbre queda en silencio, la música comienza a sonar y, rápidamente, todos reconocen la tonada del Danubio Azul: un vals. Ender los hará bailar un vals y los que superen la humillación serán recordados para siempre como los reyes de la fiesta. Camille y Diana, a ambos lados de la pista de baile, no saben qué pensar de lo que ven ni de lo que escuchan. Risas empiezan a surgir, de a poco, al ver a los chicos no lograr concebir bailar, en lo absoluto, un paso correctamente.
Caleb y Jeremy, todavía estáticos, se miran con el silencio, no solo entre los labios, sino también en el mirar. Caleb, el de siempre, el chico superestrella, es el que lo mira bajo aquellas luces, rodeado de tantas otras miradas pensando solo en que quiere ganar, en que no será humillado por la torpeza de aquel chiquillo de cabello extraño. Jeremy yace paralizado, sonrojado, avergonzado hasta la médula.
–Sabes bailar ¿verdad? –pregunta Caleb. Jeremy solo mueve la cabeza; –Entonces sígueme el paso, diviértete y, si ganamos, la humillación no será tal cosa.
Las miradas, muy al pendiente de cada quien, se preguntan si aquel par se moverá o si, simplemente, los descalificarán del reto y la humillación verdadera impregnará, para siempre, sus nombres. Entonces Caleb, como si se tratase de una actuación real, hace una leve reverencia ante Jeremy quien, apenas, y reacciona. Los invitados ríen.
Con una delicadeza teatral, Caleb lo toma de la mano y le da una vuelta lenta, lo posiciona ante sí y, sembrando la mano en la parte baja de su espalda, le guía el paso al ritmo del Danubio. Las miradas se olvidan de los otros, los desplazan, se deshacen del chiste y quedan perdidos, embelesados. Caleb y Jeremy, en su lento ir y venir, se adueñan de la pista, se adueñan el uno del otro a través de la música, del leve tacto de sus manos y sus permanentes miradas.
Camille siente celos, aunque le gusta lo que ve. Diana quiere asesinar a alguien, pero la escena le es del todo tierna. Al igual que los demás, al igual que Nathaniel, la incredulidad les nubla los ojos, la mente, las palabras. Ya nadie ríe, ya nadie grita ni aplaude, ya nadie queda en la pista de baile, solo ellos. Ender, con el micrófono en la mano, ha quedado enmudecido ante la inesperada acción tomada por el dúo principesco.
Un par de vueltas, una última y, justo antes que enmudezca la melodía, Jeremy cae presa de un abrazo que le rodea la cintura. Su rostro y el de Caleb, tan cerca el uno del otro, los labios casi rozándose, causaron un griterío al momento de culminar el reto. Y las chicas clamando un beso de la pareja mientras Caleb, con una sonrisa, les dice que no.
–¡Esos besos son de Camille, niñas, no pidan imposibles! –dice buscando a Camille con la mirada para arrojarle un beso con la mano. Ella se sonroja.
Ender, reaccionando al bullicio, felicita y celebra a los eternos ganadores el reto de la noche, increíble reto. Entonces aparecen, de ninguna parte, un par de muchachos cargando un cetro, dos coronas y una flor, casualmente, un girasol.
–¡Póstrense ante los reyes de la noche! –dice Ender haciendo una reverencia. Y el resto lo imita.
Caleb, cetro en mano, sonríe ante las cámaras que lo fotografía en compañía de Jeremy quien, girasol en mano, a pesar de la sonrisa, no termina de borrarse los tintes rojos del rostro. Sigue avergonzado. Entonces Diana y Camille entran en escena y, tomando cada una a su respectivo chico, posan junto a ellos para las fotografías.
–¡Hey, Murphy! –dice Ender al acercársele por la espalda; –Te superaste con esta ¿Acaso no piensas perder una?
–Hasta el diablo te diría que no –responde Nathaniel, saliendo de ninguna parte, con una sonrisa desmedida dibujada en el rostro; –de eso no tengo dudas.
La tensión no se notó demasiado en ese momento, pero, las miradas de Diana no dejaban de rebanar a Caleb, una y otra vez, mientras Camille intentaba disimular sus celos lo mejor que podía. Para Nathaniel aquello era una verdadera fiesta. Para Caleb, sin notarlo, se convertiría en un infierno. Para Jeremy, por último, la vergüenza le decoraría el mirar el resto de la noche.
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