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6

A Jeremy le costaría salir del asombro causado por lo ocurrido previamente. Todo había ocurrido, a su parecer, tan rápido, tan deprisa, que no terminaba de asimilarlo por completo. Para entonces no lo había notado, pero él también se había metido un lío sin estar al tanto de cómo o cuándo.

Diana, discutiendo a solas consigo misma, caminaba de un lado para otro mientras, de vez en cuando, se detenía para mirarlo brevemente antes de reanudar su marcha sobre el alfombrado rosa de su habitación. Jeremy permaneció todo el rato sobre la cama, de piernas cruzadas y rostro sonrojado.

–¡Ese par de zánganos miserable me las pagará! –vociferó Diana dejándose caer de espaldas sobre la cama.

–Creo que estás exagerando un poco –dijo Jeremy extendiendo el brazo, hundiendo sus dedos en la oscura cabellera de Diana.

–Los conozco de toda la vida, no confío en ellos –dijo con cierta calma; –No me creo eso de que, de un día para otro, quiera ser tu amigo. Algo planea ese ególatra desconsiderado.

Jeremy lo pensó también en cierto momento. Pero, la pregunta que le interesaba era: ¿qué tenía él que pudiera interesarle a Caleb? Si, después de haberle quitado el peso de la popularidad, esa que tanto quería para sí mismo, no le había quedado nada por lo qué preocuparse. Diana todavía no se había enterado de esa última parte.

–¿De verdad solo te dijo eso? ¿Así tal cual? –preguntó Diana al cabo de un prolongado silencio.

–Yo todavía no salgo del asombro –respondió él con una sonrisa tranquila; –Estaba nervioso cuando lo dijo. Sobre todo, porque no sabía cómo hacerlo.

–Es que es difícil creerle nada –alega Diana buscando acomodo sobre la cama; –Siempre ha sido un mentiroso manipulador, igual que Nati. Un ególatra sin remedio que no sabe mirar más allá de su propio reflejo.

Pero Jeremy había empezado a vislumbrar un Caleb diferente, uno del que nadie parecía saber nada. Uno que, tal y como empezaba a suponer, solo él iba a conocer porque, por alguna extraña razón, así respondía el pelinegro a su presencia. Luego recordó el incidente que lo obligó a abandonar la otra escuela.

Diana, un tanto somnolienta, se recostó sobre sus piernas y lo tomó de la mano. Jeremy, con su mano libre, seguía acariciando la oscura cabellera de la chica que, según Caleb, era una bruja insoportable. Y los contrastó, a uno con otro. Y notó que el parecido entre los primos era irremediablemente enorme.

–La herencia es fuerte –musitó con una sonrisa nerviosa. Diana empezaba a perder el conocimiento.

Por un minuto desvió la mirada hasta la suave mano de su novia, esa que sostenía con dulzura, y recordó (sin saber por qué) el momento en que Caleb lo sostuvo de una manera similar. El tacto le pareció el mismo, la suavidad le pareció levemente distinta, pero no lo suficiente como para decir que podría reconocer el tacto de uno u otro.

La soltó de golpe al verse a sí mismo pensando demasiado en Caleb. Un acto inconsciente, inusual y absurdamente extraño, uno que quiso no comprender así que, simplemente, sacudió la cabeza y olvidó lo que acababa de experimentar. Simplemente prosiguió zambulléndose en aquella suave y oscura melena.

Volvería a casa poco después del crepúsculo. Se toparía con un par de escandalosos que discutían al pie de su puerta, al parecer, esperando por su retorno. Por el timbre de las acusaciones y la metodología de las peleas, pensó, no se podía tratar de nadie más que de Caleb y Nathaniel. Y así fue en cuestión.

–Y yo que creía que los otros tres eran locos –dijo Marlon observando al dúo. Jeremy sonrió.

–Yo también pensé lo mismo.

Ni bien el auto cesó funciones y el motor quedaba en silencio, Caleb y Nathaniel corrieron hasta la puerta del pasajero, esperaron a que Jeremy abandonara el aparato y, sin mediar palabra alguna, Nathaniel lo tomó con fuerza y se lo llevó cargado, sobre el hombro, a su casa. Marlon solo se quedó mirando el secuestro de su hermano mientras este, con poca eficacia, intentaba poner resistencia.

–¡Lo devolveremos por la mañana, lo prometo! –gritó Caleb desde mitad de la carretera sin volver la mirada hacia atrás.

–¡Si quieren se los regalo! –contestó Marlon entre risas antes de verlos desaparecer tras la puerta.

De vuelta en aquella habitación, de vuelta sobre aquella cama, Caleb y Nathaniel lo acorralarían a punta de preguntas sobre lo ocurrido, sobre lo que dijo Diana, antes y después de haberlo traído, sobre lo que sea que haya ocurrido también al momento de partir. Jeremy empezaba a sentirse un tanto asfixiado.

A pesar de la hora, Jeremy no había probado bocado alguno. En casa de Diana se saltó la comida por el simple hecho de que ella no estaba de humor para comer y él no pretendía dejarla a solas con su avinagrado humor. La cabeza ya le dolía y el estómago empezaba a punzarle una frasecita que, sin darse cuenta, se le escurriría por entre los labios.

–Tengo hambre –diría con la mirada baja y la energía a punto de quiebre. Caleb se le quedaría mirando.

–Me leíste el estómago –dijo entonces juntando las manos sobre la panza.

–¡Grandioso! Ahora soy niñero –se quejó Nathaniel a modo de ocultar que, al igual que ellos, él tampoco había comido nada.

Luego de trazarse una idea en la cabeza, una que pudiera servirle en todos sus oscuros propósitos, los dejó al cuidado de sí mismos mientras bajaba e improvisaba algo que pudiera colmar el apetito de tres estómagos vacíos. Dejarlos a solas, en una misma habitación, sería lo suficientemente duro para Caleb, así que aprovecharía tomarse su tiempo en la cocina.

Caleb, un poco a destiempo (como ya es en él costumbre), se daría cuenta de ello ya después de un rato. Cuando ya tenían largos minutos de charla, de risas y chistes incongruentes, caería en cuenta de que la habitación era toda suya y, con ella, la atención del llamado príncipe. La normalidad se había acabado en ese instante.

–¿Te gustan los juegos de consola? –pregunta al cabo de cierto tiempo, luego de volver a la realidad.

–Si tienes de pelea, prepárate, porque no me gusta perder –responde Jeremy con ese tono que, muchos, consideran de príncipe. Caleb sonríe.

–¡Entonces prepárate tú! –dijo, dejándole entre manos un control de mando; –¡Porque nadie es mejor que yo en esto!

Cinco minutos, solo eso fue suficiente para desatar un caos en aquella habitación. Nathaniel, creyendo que algo malo ocurría, subió las escaleras a toda prisa y entró en la habitación con todas las alarmas encendidas timbrándole en la cabeza. No ocurría nada.

Entre un mal perdedor y otro, gritos, coscorrones, cánticos de victoria y pucheros de derrota, los encontraría disputándose, una y otra vez, por quién había cometido o no un acto de picardía durante un combate. Nathaniel, frotándose la frente con las manos, saldría de nuevo de la habitación intentando darle sentido al sinsentido que se había generado por su culpa.

–Un jodido niñero –se dijo mientras bajaba las escaleras; –Definitivamente eso seré esta noche: un jodido niñero.

La noche pasaría volando. Entre risas y juegos, el trío terminaría ocupando la desordenada habitación hasta la mañana siguiente. Y los problemas llegarían directamente hasta ellos, a la salida del sol, orquestado, evidentemente, por el propio Nathaniel.

Sobre la cama, uno frente a otro, perdidos en el mundo de los sueños, yacían Caleb y Jeremy compartiendo el camastrón de Nathaniel. Las figuras, plácidamente dormidas, yacían la una entre los brazos de la otra, posición que tomarían ya mucho después de perder el conocimiento.

Jeremy, con el rostro contra el pecho de Caleb, tenía ambos brazos plegados contra sí, mientras su cabeza yacía recostada sobre el brazo derecho de éste. Caleb, a su vez, hundía los dedos de su mano derecha en la cabellera de Jeremy mientras, con su brazo izquierdo, rodeaba la figura del muchacho.

Nathaniel, en vista de la temprana hora, de la escena y de sus malas intenciones, tomó su móvil entre manos, les sacó un par de fotografías y, luego, inició una conversación con alguien a quien, sin duda alguna, le había enviado la recién tomada foto.

Camille surgiría de un auto negro, a escasos veinte minutos después. Subiría las escaleras a toda velocidad y con el rostro, entre incrédulo y enojado, se postraría ante la cama con los brazos cruzados admirando la escena con contrariedad.

No quería admitirlo, pero la imagen era, en su totalidad, tierna ante sus ojos. A su vez, sentía un enojo que solo podía traducirse como una cosa: estaba celosa. Celosa de que, por un lado, Jeremy acompañase a su novio en aquella escena tan romántica y, por el otro, que se vieran demasiado bien juntos.

–¡Arriba, dormilones, arriba! –gritó Nathaniel dando aplausos y moviendo bruscamente el colchón; –¡Ya es hora de despertar, vamos!

El rostro de Nathaniel, quien se hizo a un lado, vislumbraba cierto placer. Camille se freiría entre celos y Caleb, quien apenas empezaba a abrir los ojos, se toparía con la chica de anteojos, de pie, justo frente a la cama, con los brazos cruzados. Jeremy empezaba a despertar también.

–Buenos días –diría, todavía con los ojos cerrados, todavía entre los brazos de Caleb.

–Buenos días –respondería Camille con un toque de mal humor impregnando sus palabras.

Ahí reaccionaría Jeremy y abriría los ojos. Su rostro se bañaría de tantos colores como tiene el mundo al verse tal y como estaba, envuelto en los brazos de otro muchacho. Caleb entraría en razón y palidecería al momento de notarse con las manos ocupadas.

En ese momento Jeremy recordaría que tener cara de príncipe no siempre te saca de apuros. En su caso, tener cara de príncipe solo sabía meterlo en problemas, y esta no sería la primera vez que un problema llevaría consigo la máscara de un triángulo amoroso.

No sabía tampoco los problemas que le traería tener a Nathaniel cerca, sobre todo, mientras éste buscaba forma y manera de recrear, una vez más, la imagen que yacía ahora guardada en su teléfono móvil.

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