6
Pasaría la noche calculando las posibilidades de su evidente fracaso, con la esperanza de evitarse mayor desgracia. Nathaniel, dentro de sus números, representaba una constante que no dejaba de acumular ceros a sus espaldas.
Jeremy, por otro lado, era una variable de triple vertiente, de triple máscara. Camille, a pesar de todo, también era una variable, una que se compaginaba levemente con las máscaras de Jeremy.
Y le pareció peligrosa su presencia dentro de cualquier algoritmo, dentro de cualquier fórmula o resultado.
–Ella es mi respuesta segura –pensó con temor, abrumado por la inseguridad de su voz.
Intentaba forzarse una salida segura, un resultado fijo, par y sin decimales. Entonces reaparecía Nathaniel con su saco repleto de ceros, con sus malas intenciones floreciéndole a punta de palabreo, con su sonrisa desquiciada reconfigurándole las facciones.
Una punzada de temor venía de ahí. Un temor que no sabía cómo ignorar, cómo descomponerlo y arrojarlo lejos de sí. Justo ahí, de la mano de ese miedo, surgía la X del primer Jeremy, ese que lo dejaba en ridículo tras intentar esclarecerse la idea, mientras buscaba derrocarla.
Aquello lo haría caerse de la cama y vislumbrarse retrasado. Haría todo a la carrera para no perder segundo alguno en el proceso, pero ya era demasiado tarde para lo que, en su intencionalidad, significaba el pasar, al menos, un minuto a solas con Jeremy.
Las agujas del reloj las veía dar saltos entre los minutos mientras maldecía el haberse quedado dormido. Maldecía, también, a Nathaniel por no dejarlo en paz, siquiera, en sus propios sueños.
–Y pensar que esto es culpa suya –se dijo desalentado por la hora; –Solo eran cinco minutos.
Camille esperaba por él. Nathaniel, a su lado, lucía algo preocupado. No era de extrañarse que, entre ese par, las justificaciones fuesen un tanto contrarias. A veces Camille podía ser demasiado Nathaniel y viceversa. Éste era, exactamente, uno de esos momentos.
–No hubieses llegado nunca –dijo Camille ligeramente molesta.
–Buenos días para ti también, preciosa –saludó Caleb tomándola muy dulcemente entre sus brazos.
–Ni un mensaje, ni una llamada, ni nada. ¡Te desapareciste desde ayer!
–Lo sé, lo sé –respondió Caleb con cierto desaire; –Tenía la cabeza repleta y no supe organizarme. Perdón.
Nathaniel, todavía en silencio, se le quedó mirando con la mente a media máquina. "Tenía la cabeza repleta" fue para él la pieza inicial del trabajo, la primera piedra para edificar su hoy por hoy. Su preocupación no era del todo falsa, pero tampoco era del todo pura preocupación.
Camille era la pieza clave para darle equilibrio a su balanza emocional. Era la única que podía y lograba darle una dirección a aquel barco sin brújula. Nathaniel lo sabía y era por ello que le costaba tanto arrancarla del tablero como quería.
Sin Camille no hay control. Sin control no hay manera de que Caleb alcance aquello que él quiere que alcance, aquello que él desea vislumbrar con sus propios y malévolos ojos, por simple y pura diversión, por simple y terrible maldad.
–Me toca mover algunos hilos, al parecer –se dijo mientras admiraba, del otro lado del patio, al nuevamente titulado príncipe.
La actuación de Caleb del día anterior, aparte de haberle parecido un acto absurdamente estúpido, lo consideró, muy contradictoriamente, brillante. Sabía que su mejor amigo intentaba, por sus propios medios, acercarse al príncipe impulsado, muy asertivamente, por la idea.
Tanto poder tenía la idea dentro de su cabeza que, en clases, a veces, Nathaniel lo notaba demasiado distraído, como absorto y contrariado. Demasiado callado, inclusive. Los demás habían notado los repentinos cambios en él, todos y cada uno de ellos, pero no ésta vez.
Jeremy y la idea, Nathaniel y Camille. Eran demasiadas las cosas: una sobre la otra, una contra la otra, una con la otra. Ninguna deambulaba sola, ninguna se quedaba a solas.
Nathaniel no podría saberlo, pero aquello comenzaba a hacer estragos dentro de su mejor amigo. Lo había logrado, desde la perspectiva táctica: la idea había sido efectiva, pero a qué precio. Jamás lo sabría a ciencia cierta.
Entre tanto, Jeremy, en su palacio, se ponía de acuerdo con el trío de lunáticos, pues, sus vacaciones carecían de cronograma alguno.
Diana, desde la distancia, hacía acto de presencia a través del WhatsApp, enviando notas de audio, una tras otra, reclamando su poder como princesa de los girasoles. Jeremy no podía guardarse los audios para sí mismo, todo gracias a Samuel y sus bien capacitadas manos de carterista.
–Samuel, ya fue suficiente –reprochaba Jeremy, una y otra vez, con sus mejillas coloradas.
–Sería de mala educación dejar en visto a la señorita –respondía Samuel cada vez, siempre con una sonrisa; –Ella tiene derecho a saber que no te dejaremos ir a ninguna parte.
Y Diana respondía, entre risas, también estando en clases, a las variopintas ocurrencias y locuras que se le venían a Samuel a la cabeza. Jeremy no podía negar ninguna de ellas. Era prisionero de su propio bufón y la vergüenza no dejaba de pincharle las mejillas, una y otra vez, sin pausa.
Encontraría el poder y la calma ya en el descanso. Volvería a él aquella presencia real, aquel gesto principesco que le haría pasearse entre las miradas de todo el instituto con un orgullo que, como si lo llevase vestido, engalanaría toda su belleza en una sola y descomunal presentación.
Caleb lo vería, en todo su esplendor, pasar justo frente a él tal y como lo hace a diario. Tragaría en seco. Sus ojos se iluminarían y su corazón zumbaría, descontrolado, todo por aquella presencia, por aquella falsa realeza.
El uniforme del instituto, todo gracias a su imaginación, abandonaría el cuerpo de aquel delgado muchacho. Un traje de gala de un azul oscuro y una capa larga, roja, lo harían lucir tal y como los príncipes que, desde siempre, han habitado los cuentos de hadas.
–¡Deberías estar avergonzado, Caleb Murphy! –se dijo a sí mismo al apartar la mirada; –¡Es lo más ridículamente estúpido que hayas imaginado jamás, por Dios!
Entonces notó a Camille, frente a él, embelesada por aquel que tanto le atormenta las pulsaciones. Sintió celos. Sintió los más ambiguos celos que, nunca antes, había sentido.
Se supo, entonces, más contrariado que nunca. Se supo, también, indefenso por ambas partes porque no sabía a quién mirar, no sabía a quién recriminarle qué cosa ni con qué palabras. Solo podía estarse ahí en medio, estático, expectante.
No quería que Camille lo mirara. No quería que lo hiciera como lo hacía justamente en ese instante. Ella solo podía mirarlo a él de esa manera. Solo él podía mirar a Jeremy de esa manera.
El golpe, la punzada, el impulso, la emoción, la rabia, el enojo. Un tifón de sensaciones, dulces y agresivas entremezcladas, galopaban hacia arriba, hacia abajo, sobrevolando lo corriente, pisoteando lo usual, dejándole totalmente desnudas el alma y la mente, dejándole frío el corazón.
Supuso, entonces, que sus cálculos no servirían para nada. Que aquello que tenía que ver con el corazón parece hacer lo que le viene en gana, lo quiera o no, sin control alguno, sin premisa previa.
Entendió lo rudo que puede ser el juego del amor. Entendió que es como la ruleta rusa: cualquiera puede perder, incluso él mismo. Sobre todo, él mismo.
–Maldito sea el amor, sinceramente.
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