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5

Nathaniel se quedaría sin respuesta alguna ese día, y los que vinieron después. Caleb volvería a desaparecer y Jeremy se quedaría con la intriga timbrándole, una y otra vez, las alertas que le suponía un movimiento inequívoco, una razón peligrosa y un resultado tan problemático como pudiera esperarse.

Le tocaría mentirle a Diana y mantener la cabeza de Caleb en su lugar por un tiempo más. Sabía que la suya peligraba también, pero era mejor eso que apretarle los botones a Diana y hacerla estallar tal cual Hiroshima y Nagasaki. Y la mentira sería piadosa también, sobre todo para su propia cordura.

A pesar de haber pasado la noche escribiéndole a Diana, en su mente era Caleb el que le hacía compañía. Era la voluntad de su curiosidad la que le propició a lo largo del día siguiente, y del siguiente a ese, la imagen constante del Caleb nervioso y retraído que le había hecho compañía aquella tarde frente a su casa. Le agradaba demasiado.

En su pensar aquel agrado se debía al terriblemente dulce parecido que tenían él y Diana, cosa que lo ponía ante un predicamento un tanto confuso: eran casi las mismas expresiones, las mismas formas de decir y no decir, la misma torpeza traviesa, la misma manera de ser evidentes.

Entonces no supo definir lo que sentía por Diana si aquel tarado de cabellos negros le hacía sentirse de la misma manera. Y le era casi exacta, casi tan detallada, como si fuese la presencia de la propia Diana la que le hiciese compañía. Pero era el otro: el tonto mal disimulado.

–Supuse lo que no quería –se dijo con cierto desaire; –Y ahora llegamos a esto.

"Sí pretendo algo" releería en la pantalla del móvil. Notaría entonces que sus mensajes habían sido ya leídos, aunque Caleb optó por mantenerse en silencio. La pregunta sería, entonces, no una pregunta sino una opción casi única, porque prefería esa que cualquier otra: escribirle de nuevo.

Era menos complicado escribirle. Era menos vergonzoso confrontarlo a la distancia y era, sobre todo, menos peligroso no mirarlo a la cara si ya se sabía víctima del mismo asunto, del mismo tema y de la misma confusión que, a maneras silenciosas, le susurraba cosas al oído sin siquiera notarlo.

Habían transcurrido ya dos noches, desde entonces, y no había recibido señales de vida de su parte. Él, por supuesto, siguió disfrutando sus vacaciones como si nada, aunque Caleb se había convertido en una bomba de tiempo instalada, muy peligrosamente, en su sistema de pensamiento.

En más de una ocasión, por simple y tonto descuido, se atrevió a mencionarlo frente a Diana. También quiso saber cosas de él, cosas que ella y solo ella podría decirle y que, de muy mala gana, le compartió, a pesar de todo.

–¿Por qué tanta curiosidad por ese zángano desvergonzado? –preguntó Diana con agrio gesto.

–Solo intento comprender el panorama –responde Jeremy, resolviéndose una respuesta neutral y nada sospechosa. Diana torció la boca.

–¿Todavía insiste con eso de ser amigo tuyo?

–Más o menos –dice él mirando a otro lado.

Mentira. La insistencia, en el caso de ambos, era la misma: aproximarse, pero no demasiado, decir algo sin sentido y tratar, luego, de sonar un poco natural. Al parecer el mal de los primos no era solamente su carácter controlador o su egolatría desproporcionada.

Diana sabía cómo hacer las cosas para que los demás hicieran lo que ella quería y como ella lo quería. Todo sin demasiado esfuerzo. Caleb, por su parte, sabía cómo tenerlos a todos bajo su servicio sin abusar, nunca, de ninguno, pero aprovechándose de todos a la vez. Primos tal para cual, hasta cuando están enamorados.

Jeremy, abusando un poco de su suerte (teniendo demasiada), le escribiría a Caleb tal y como lo había pensado, pero lo haría estando con Diana. Lo haría, con cierto temor, cuando ella no miraba o cuando no estaba. Lo haría, sobre todo, porque él había estado respondiéndole.

Y su suerte fue un tanto malvada. Era como si se tratase de Nathaniel en persona y lo llevase de la mano por un engañoso camino de oportunidades que, él mismo, había sembrado a lo largo un sendero aparentemente recto. Era la idea, ni más ni menos, la que había empezado a maquinar su siguiente y atroz movimiento.

El titiritero parecía no estar activo, pero la idea hacía su trabajo desde dentro, tras bambalinas, hablándoles con su voz, vistiéndose con su apariencia, recordándoles, a uno y otro, un momento específico, una oración en específico con una tonada muy específica.

–Tuve razón ¿ya viste? –le susurraría a Caleb mientras le sonreía con cierta malicia.

–No, no es así –replicaría Caleb a la imaginaria voz que le habla luciendo como su mejor amigo; –Diana está con él, otra vez.

–El novio de tu enemigo –añadió el otro; –no es tu novio, todavía. Pero falta poco.

Y la frase, al igual que aquel día, le pesó en el cuerpo como le pesaban los celos. Porque empezaba a sentir, una vez más, aquello celos inmensos, esos que le dejaban un mal sabor de boca al solo nombrar, en voz alta, a la bruja de su prima.

Jeremy le respondería con cierto retraso, con cierta lentitud. Él sabía que se debía a ella. Que su presencia no le permitía al príncipe prestarle la atención que, sorpresivamente, lo había puesto a él en primer lugar.

Se sintió dichoso. Se sintió también molesto y no dejó de llenarse con las verdes burbujas de los celos y la envidia. Nathaniel, el imaginario, no dejaba de burlarse de él, una y otra vez, ante el ataque de celositis que le causaba el nombre de Diana. Luego ocurrió lo que tenía que ocurrir y se preguntó lo que se tenía que preguntar.

–¿Puedo saber de qué se trata? –preguntó Jeremy. Caleb no respondió; –Hablo lo que pretendes conmigo. ¿Puedo saberlo? –añadió luego de no recibir respuesta alguna.

Le costó nada tomarse su tiempo para responder. Lo pensó tan poco como las palabras que había escrito en el móvil, palabras que no envió y que, tan sencillamente, optó por borrar. Jeremy, mientras tanto, esperaba una respuesta, así como esperaba, también, que esta vez no huyera del asunto.

Luego de un rato, luego de un silencio confuso que lo mantuvo nerviosamente expectante, su móvil tildó un mensaje, una respuesta. No podía leerla todavía, no ante los ojos curiosos de Diana. No debía leerla ante aquella miradita controladora si esperaba salir ileso de otro de sus ataques.

Optaría por escurrirse hasta el baño y asegurar la puerta, solo para matar aquella angustiosa duda que no dejaba de punzarle la corteza cerebral. ¿Sus pretensiones han de ser las que tanto teme o solo lo ha estado imaginando? ¿Su propia confusión es, acaso, algo también nacido de su imaginación? Quería saberlo. Tenía que saberlo.

Entonces la vio y su corazón, como aquella vez, se paralizó por completo arrastrándolo a una orilla que, en verdad, no quería, ni pretendía visitar. Esa otra orilla, tan distinta, pero tan parecida a la vez. Tan incomprendida también.

Él quería evitarse, por completo, esa experiencia y seguir adelante con lo que, se sabe, es normal para los chicos de su edad. Pero ahí estaba, ante sus ojos, la imagen de sí mismo, un príncipe adormilado, envuelta entre los brazos de aquel muchacho pelinegro.

No había palabras, ni una. Junto a aquella fotografía, apenas, un guiño, un emoji sonrojado, decoraba el blanco que da fondo a la ventana. La sensación de acoso le vino a la cabeza, una vez más, pero no era la misma que conocía, era distinta, demasiado distinta, demasiado tierna. No era lo que creía, al menos no por el momento, o eso creyó.

–Te lo suplico –diría Jeremy al cabo de un rato, luego de superar la impresión; –¡Bórrala!

–Ya lo intenté –respondería Caleb antes de guardar silencio nuevamente.

Jeremy comprendió entonces que se trataba de algo grande, de algo demasiado complicado como para deshacerlo por medio de una ventana de chat. Comprendió, también, que sus problemas ya eran, totalmente, inevitables y que, de un momento a otro, Diana se enteraría de cuanto fuese suficiente o necesario.

No es cosa de amores necios, sino de necios enamorados. Y los que están enamorados de él son, en aspectos físico-matemáticos, las variables de una ecuación perfecta para el desastre. Él era, de una u otra manera, una constante y el resultado final, todo al unísono.

Entonces se perdería ante aquella imagen yterminaría, luego, refugiándose en los brazos de la bruja solo para fantasear, de rato en rato, con aquel abrazo que todavía recordaba del pelinegro. La idea, en el oscuro rincón de su mente, hacía fiesta mientras tanto.

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