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Lo de esa mañana lo consideró, por varios días, un incidente excepcional, una casualidad iluminada. Le propinó, obviamente, ciertos aires de ligereza, cierta tranquilidad y un leve empuje de normalidad: no le había vuelto a poner los ojos encima en todo el día.

Había tardado en notarlo, pero Nathaniel estaba bastante más ocupado por su desempeño en los exámenes que en ninguna otra cosa. Aquello pasaría por debajo de la mesa y le daría ciertas ventajas al propio Caleb quien, un tanto despistado, volvía a enfocarse en sus propios asuntos.

Más exactamente, ese mismo día, superó sin dificultad alguna una prueba para la cual no había, siquiera, leído sus notas.

No levantó sospecha alguna porque los resultados los tendrían la semana siguiente. Pero en ningún momento tuvo dudas o sintió nerviosismo. Quizá había tomado en cuenta su propio consejo, ese que le había compartido a Jeremy a tempranas horas de la mañana.

Durante la prueba su mente se deslizó más allá de todo hecho pasado o presente. Se deslindó por completo de su propia noción de ser, de estar, se sentir y, en completa calma, descifró un conocimiento que ya poseía, uno que logró utilizar sin medida.

Nathaniel, al final del día, apenas y notaría las ligeras diferencias entre el Caleb del día anterior y el que veía caminar junto a Camille, de la mano, con una sonrisa tan tranquila, tan real y sincera, que se preguntó si se había perdido de algo importante.

Caería la noche. Caleb haría malabares entre sus cuadernos y el móvil, conversando con Camille vía chat. Estaba entusiasmado, enérgico, muy despierto. Pensaba en ella, siendo solo y únicamente ella quien le impregnaba el entusiasmo, uno que extrañaba sentir.

Luego se despediría y su mirada quedaría estática, fija sobre el cielo raso que adornaba el techo de su habitación. Lo notó un poco sucio, un descuido propio, y se prometió limpiarlo esta vez. Pero lo olvidaría, de nuevo.

Los cuadernos quedaron olvidados, así como la idea que en su pensamiento era, en un principio, Camille y, sin previo aviso, se convertiría en el Jeremy presenciado aquel mismo día, temprano en la mañana, muy por fuera de su habitual forma de hacer las cosas.

–Lo que faltaba –se dijo cubriéndose el rostro con la almohada.

No estaba molesto. De tratarse de cualquier otro día, lo habría estado, pero el último encuentro y las últimas palabras compartidas lo habían cambiado de asiento, lo habían ubicado, ahora, en un limbo de perplejas indecisiones y sentimentalismos sutiles.

–Tranquilo –murmuró poniéndose de pie ante el enorme espejo que yace frente a la cama; –No es el fin del mundo ¿verdad?

Y no se vio a sí mismo reflejado. La cara de Jeremy ocupó su lugar del otro lado del espejo, respondiendo con aquel gesto dulce las mismas palabras que le había citado aquella mañana. Entonces lo recordó ruborizado, indefenso, con la guardia baja.

–¿Debí haber dicho algo más? –se preguntó dándole la espalda al espejo.

Carecía de respuesta, aunque se le ocurrieron varias lo bastante posibles. Todas le avergonzaban. Optó entonces por guardar silencio y no plantearse ninguna otra cosa más allá de esa última. Dejarlo todo en completa pausa y, de ser posible, olvidarse de ello.

Entonces las horas se convirtieron en sueño, el sueño se volvió amanecer y el amanecer, nuevamente, antes de la hora acostumbrada, lo llevaría de la mano hasta el instituto con una intención vaga, poco confiable y sumamente vergonzosa para sí mismo.

–Otra vez a lo mismo –se dijo al ver la hora con un gesto, todavía, somnoliento pegado al rostro.

Al parecer, este par desconoce otro método de encuentro que no incluya un achoque accidental. Ésta vez, por cuestión de un descuido mutuo, los cuerpos caerían uno sobre otro. Entonces las miradas se cruzarían, por primera vez, desde un ángulo más bochornoso y menos apremiante.

Caleb, somnoliento, no había caído en cuenta del suceso, no todavía. Mientras, Jeremy, en un mutismo imprevisto, no lograba zafarse de sí mismo tampoco y, por algún motivo que le costó explicar, no logró moverse del sitio. Ahí, justo en ese instante, el encuentro se volvió una rareza.

–¡Oh, perdona! ¡No te vi, lo juro! –dice Caleb sin identificar, todavía al sujeto que yace bajo sí. Aquel no responde.

Abre bien los ojos y, en su pecho, siente el galopar de una embestida que lo empuja, que lo incita, que lo contradice. Está cerca, demasiado, y no se explica aquel gesto que lo mira con tal grado de fragilidad.

Sus manos yacen ancladas al suelo, a ambos lados de la cabeza a Jeremy. Su rostro, por vez primera, invade el espacio personal de alguien que no es una chica, de alguien que no es Camille.

Lo que siente no es más que otra de sus contradicciones, otra de esas situaciones en que no hay un sentido claro entre el placer y el desagrado.

–¡Príncipe! –suelta sin pensar y se levanta de sopetón, como si acabase de despertar de una pesadilla. Jeremy, de nuevo, no dice nada.

Caleb, derrapando entre locura y cordura, no lo piensa para tomarlo de ambas manos y ayudarlo a ponerse de pie. Le cuesta separarse de ellas y Jeremy, reaccionando ante otra de las extrañas actitudes del pelinegro, las aparta y lo golpea fuertemente en el brazo.

No dice nada. Todavía no ha abierto la boca. Solo recoge sus cosas y, a toda prisa, se aleja de Caleb con un gesto de furia contenida plasmado en el rostro.

No puede evitarse agradecer la tempranidad del momento pues, algo como aquello pariría rumores a la velocidad de la luz. Cosa que ocurrió de igual manera, muy a pesar de eso.

Esperó a verlo lo suficientemente lejos para reaccionar. No quería ser demasiado obvio al momento de seguirlo, pero no tenía otra opción que hacerlo, aunque fuese más tarde que temprano.

Era su voluntad doblegada ante la culpa y, a su vez, ante los deseos contradictorios que burbujeaban en su interior, fuera de control.

Entonces, con el agobiante impulso estallándole en la cara, tomó la senda directa a los dominios del ex príncipe. Se postraría ante aquella mirada iracunda y no podría evitar, en sus pensamientos, decir que la rabia, en aquella cara, luce tierna.

–Oye, príncipe. No fue mi...

–¡¿Qué diablos sucede contigo?! –interrumpió Jeremy de golpe. Estaba verdaderamente furioso; –Y no me llames príncipe. No me gusta.

–Fue un accidente, no miento.

–No me refiero solo al accidente –contrapuntea intentado mantener la compostura; –sino a tu extraña actitud. ¿Acaso intentas burlarte de mí o algo por el estilo? ¿Qué te pasa?

Caleb se quedó frío, tenso, sin palabras. Se sentó ahí sin decir nada, con la mirada esquiva buscando, de alguna manera, armarse una mentira lo bastante poderosa para evitar ser descubierto.

Pero no se le ocurría nada. En todo caso, decir nada lo hacía sentirse tan incómodo como intentar decir algo.

–Primero te apareces en mi casa –retoma Jeremy con fuerza; –y ya esta es la tercera vez que me tocas de esa forma tan extraña. ¿Acaso tú...?

–Solo quisiera poder ser tu amigo ¿está bien? –dispara Caleb huyéndole a una palabra que, sabe, estaba a punto de ser nombrada.

Jeremy, fuera de base, no sabe cómo reaccionar a aquella tan repentina confesión. No sabe si tomarla como una mentira, una burla, o si de verdad se trata de algo sincero.

No confía. No puede confiar en el que, sin motivo alguno, lo había catalogado como su enemigo.

–¿Esto tiene algo que ver con Diana? –pregunta Jeremy esperando una aclaratoria. Caleb solo se encoge de hombros.

Ahí entendió, de muy mala manera, que la mentira pesa tanto como pesa la propia estupidez. Porque todo podría venirse abajo si se equivoca y que, por mucho que pueda o no hacer, no habrá remedio que logre zafarlo del desastre que podría provocar.

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