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3

Si bien, prometió no toparse –por su propio bien– con el príncipe, no tardó más que un par de días en recuperarse de su estado. Salió de casa solo para hundirse entre las paredes de la habitación de Nathaniel y estarse atento de verlo, a la distancia, a través de la ventana.

Sabía que tenía que verlo, al menos, una vez. Que tendría que salir de aquel encierro en algún momento, fuese cuando fuese. Que sus visitas no durarían toda la vida ahí y, menos, permanecer días enteros, amanecer tras amanecer, porque ya sería demasiado, o al menos así le parecía.

Nathaniel, mirándolo de vez en cuando, con cierta burla, con cierta curiosidad, con cierta malicia, todo al unísono, no le dirigía la palabra en lo más mínimo pues, desde su llegada, Caleb le había dicho que no lo hiciera a menos que él hablase primero.

Nathaniel no le habría hecho caso, tal y como funcionan las cosas entre ambos, pero aprovechó la oportunidad de ver una estupidez nacer en vivo y directo. Solo así optó por seguirle el juego, de tal manera que, muy posiblemente, terminaría dándole un empujoncito a las cosas (las que quería).

De momento, Caleb, en su silencio perenne, en su promontorio de difusa soledad, con la mirada perdida tras la ventana, apenas y suspira cada tanto. La imagen del príncipe, en su pensamiento, desea ser desplazada por la imagen del príncipe de la vida real, ese que yace tan cercanamente lejano, tan lejanamente cerca.

Una punzada de culpa, a veces, lo hace apartar la mirada del cristal, lo hace reavivar el nombre de aquella jovencita que, con intenso amor, cuidó de él cuando no podía consigo mismo. Se sintió un fiasco, un fraude, un mentiroso, un infame. Camille no merecía de él aquello, pero no supo remediarse.

No supo tampoco contenerse al momento de ver, al otro lado de la calle, completamente a solas, luciendo aquella infantil apariencia tras vestir de overol azul y camiseta blanca, al muchacho que había estado trastornándole la existencia desde una no tan anónima distancia.

Su nombre se le escurrió de entre los labios ni bien el corazón, en un estrepitoso accionar de motores, buscaba desensamblarse ahí mismo y dejarlo, entonces, tendido sobre el suelo, sin vida, con la mirada perdida y la mente fija sobre aquella otra vida que sonríe, como aquella lejana vez, con un girasol entre las manos.

Porque la imagen lo vuelve loco como enloquecidos tiene ya los sentidos. Porque cuando lo piensa, a la vez que piensa en Camille, la carpa del circo enciende sus luces y sus emociones montan un espectáculo memorable para quien, con los ojos esclarecidos, sabe leer lo que hay más allá de la mirada.

Nathaniel, por ejemplo, sabe degustar un poco el arte del malabarismo y la extrema aventura del jugar en la cuerda floja. Conoce de trapecios y vueltas mortales, porque las ha hecho y deshecho en más de una ocasión.

Sabe domar leones famélicos cuando tiene con quién alimentarlos, y justo Caleb es uno de ellos. Y es Jeremy el plato principal que desea servirle, que desea ponerle sobre la mesa con servilleta, cuchillo y tenedor, y verlo degustar el platillo, minuto a minuto, con un gesto de placer dibujado en sus facciones.

Nathaniel, el enfermizo titiritero de lo imposible, el cupido de alas negras, el abogado del diablo, sabe cómo servirse de un mal que hace bien, porque solo quiere jugar con el amor de otros. Solo quiere jugar con emociones que le son, en su opinión silenciosa, un desperdicio cuando no las ve quien las siente.

Y Caleb sintió demasiado sin darse cuenta, pero lo notó a tiempo para hacer de las suyas. Lo notó en el momento y forma precisos para verse, con la intención oscura que lo condecora como otro jinete de la perdición, entrometido en los asuntos de corazones ajenos al suyo. Pura diversión.

Perdido en sus malversados pensamientos, Nathaniel no había notado la desaparición de Caleb. Éste, con la impulsividad presionándolo a empujones, yacía en el piso inferior, de pie ante la puerta, con el brazo extendido, la mano abierta y la intención de salir. Luchaba, todavía, contra un estatismo que lo dejó pensando.

–¿Qué le diré? –se preguntó entre susurros; –¿Qué excusa tengo para hablarle después de todo?

–Solo dile que te gusta y felices los cuatro –dice Nathaniel a sus espaldas, sentado en el sofá que decora el recibidor.

–¡Te dije que...! –refunfuña Caleb volviéndose violentamente hacia él, pero sin culminar la oración. Los pasos que escucha sobre su cabeza le dan otra perspectiva del suceso: ése no es Nathaniel, al menos no el real.

De igual manera, fuese o no real, le hacía señas para que saliera, para que abriera la puerta y se fuera, a toda velocidad, tras las huellas del tan adorado príncipe, ese que le sonríe a la pantalla de su móvil mientras teclea una respuesta fugaz antes de tomarse una fotografía junto al girasol.

Y lo hace en el instante mismo en que Caleb atraviesa el umbral de la puerta, en el momento exacto en que, al apartar la mirada del móvil, lo verá en la plenitud de su corta edad, con sus oscuros cabellos reluciendo bajo el sol y su presencia controversial inflamándolo todo.

Se ha puesto nervioso de repente tras cruzarse con su mirar imperioso. No comprende, ni quiere comprenderlo tampoco, solo no quiere estarse ahí ni sentirse de esa manera, sobre todo si es él quien se la genera. Pero no logra desprenderse de la superficie del auto de su hermano.

Avanza lentamente, como disimulando, como haciéndose el tonto, acortando la distancia lo mejor que puede sin acercársele demasiado. Entonces quedan ambos, en silencio, uno ante el otro, con las miradas esquivas, con las mejillas coloreándoseles, con un nerviosismo carente de reacciones, pero bastante evidente ante el mirar de un ciego cualquiera.

–¿Sabes? –dice Caleb pensando, todavía lo que dirá; –No había podido disculparme por aquel asuntito... y, pues...

–Sí, entiendo –responde Jeremy con el mismo tono indeciso.

–Entonces ¿todo bien? –pregunta encogiéndose de hombros, intentando no mantener el contacto visual. Jeremy se sonroja alarmantemente.

–Bien, sí –logra decir, apenas, intentando disimular su reacción; –Todo bien, todo bien.

Nathaniel, atento desde la ventana, sonreía con cierto gusto, concierto placer, el verlos enfrentados, el verlos cara a cara ante el atisbo perenne de la idea haciendo estragos con ambos, sin cuartel. Lo disfrutaba, sobre todo, porque estaba en primera fila, pero sabía que faltaba algo, que hacía falta algo más.

Caleb y Jeremy, en medio de un incómodo y prolongado silencio, permanecieron uno junto al otro, sin decirse nada, pero pensando demasiado. El tablero estaba para ellos y solo para ellos: era la idea de aquel sueño que había tenido. No se sintió preparado para tal cosa, así como Jeremy, en su propia y aparatosa confusión recién nacida, no sabía cómo lidiar con la presencia del muchacho del cabello negro.

–¿Si te pregunto una cosa, aparte de esta –suelta repentinamente dándose su tiempo para culminar; –serías del todo honesto conmigo? –Caleb se le quedó mirando un rato antes de responder.

–Depende de la pregunta, supongo –responde intentando lucir tranquilo.

–¿De verdad solo quieres ser mi amigo?

La pregunta lo dejaría, aparte de increíblemente indefenso, un tanto confundido y atemorizado. No sabía cómo interpretarla, mucho menos responderla. No sabía si había sido demasiado descuidado, si había sido descubierto, o no, por aquel delgado y primoroso muchacho que lo miraba con el rostro tintado.

–El novio de tu enemigo no es tu novio, todavía –le susurraría al oído el Nathaniel imaginario mientras lo golpeaba con el codo, una y otra vez, como presionándolo a responder, obligándolo a dejarse llevar por su voz, por su intención insensata y así caer, ciegamente, en el peligroso terreno de las verdades dichas con el corazón en la mano.

Jeremy, inmóvil, esperaría una respuesta que, sabía, no obtendría de buenas a primeras. Esperaría, también, un mínimo de probabilidades de estar equivocado y, así, no verse envuelto en otro incidente de corazones incomprendidos. Sobre todo, porque, como lo sentía en su interior, sería imposible zafarse de algo que, por descuido, ya lo había mordido.

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