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3

Se abriría una apuesta firme y desmesurada donde Nathaniel ya era el indiscutible ganador. Caleb, en su tozuda mente, confiaba en que la brecha que separaba al príncipe y a su mejor amigo era, aun, más grande que aquella que lo separaba de él. Esa era su premisa, su llave para la derrota.

Nathaniel, con la mente menos atascada, analizaría superficialmente la situación y diría que sí sin siquiera mostrarse preocupado por una posible derrota. Aprovecharía la situación para llevar a cabo lo que había estado planeando, muy secretamente, en su cabeza, maquinando cada palabra, cada frase.

Eso lo llevaría, al igual que a Caleb tiempo atrás, a pararse ante la puerta de la casa de enfrente, golpetearla tres veces con los nudillos y dar un paso hacia atrás. Caleb lo miraba atentamente desde la ventana. La puerta ante él se abrió al poco tiempo.

–¡Saludos vacacionales, mi queridísimo amigo vip! –saluda Nathaniel levantando los brazos por encima de su cabeza. La confusión en el rostro de Jeremy fue todo un poema.

–Uhm... ¿Ho-la? –responde un tanto perplejo.

–¿Qué tal van tus vacaciones? Yo me aburría, por eso pasaba por aquí y, pues, se me ocurrió saludarte. Así que: ¡HOLA PRÍNCIPE!

–Ehm... ¿Estás medicado o algo por el estilo? –preguntó entrecerrando la puerta; –Me asustas. Y mucho.

Nathaniel, ante la reacción, no puede evitar soltar una de sus escandalosas risotadas. Jeremy queda contagiado por aquella risa y, de golpe, se ve haciéndole compañía. Caleb no escucha nada, no sabe qué ocurre, no sabe qué dicen o qué no dicen, pero los ve reírse y no puede evitar sentir celos del momento.

–Solo quería evitar hacer el ridículo como lo hizo Caleb la vez pasada –dijo Nathaniel al calmar un poco su risa; –Me conocen por hacer el ridículo, así que me esfuerzo por hacerlo bien.

–Y yo creyendo que aquel era el loco –dice Jeremy riéndose un tanto más; –Y tú estás más que listo para el encierro.

–No, no, no. Loco no estoy –aclara con una voz más seria y un gesto pétreo en el rostro; –Yo los lidero, pero no estoy loco.

Y así estuvieron un largo rato, charlando y riendo cada tanto, mientras Caleb los miraba, verde de los celos y la envidia. En su mente se repetía, una y otra vez, que debía ser él quien lo estuviese haciendo reír en vez de Nat. Que era él quien tenía una charla pendiente con el flacucho de los girasoles y no Nat.

Entonces, luego de minutos de agónica celosía, optó por mandar al diablo la apuesta y bajó las escaleras a toda máquina, cruzaría la sala de estar, abriría la puerta principal y saldría a la calle como alma que lleva el diablo.

Atravesaría, luego, el jardín hasta llegar a la acera, pondría un pie sobre el suelo asfaltado y ahí, justo ahí, la duda lo golpearía e sopetón. Las voces eran apenas un murmullo en la distancia, pero podía diferenciar la de uno y otro. Quedaría petrificado, de momento, mientras asimilaba la posible repetición de un acto vergonzoso.

Recordó entonces la última charla y supo que no había problema alguno. Que solo debía mantenerse a una distancia prudente, mantener una normalidad plausible para los dos y no develarse interesado de ninguna manera que pudiera considerarse rara o extraña. Sobre todo, mantener sus manos lejos de las de él. La parte más difícil era esa.

Vislumbrarse de nuevo, tan cerca, tan próximo de aquel par de suaves y delicadas manos, y no poder siquiera rozarlas por accidente lo hacía sentirse ligeramente decepcionado. Pero era el precio de la normalidad, una que, se supone, es la que desea clarificar, oficializar, no lo contrario.

La idea lo estaba descarrilando. Lo manipulaba de maneras silenciosas vertiéndole las opciones contrarias antes de las que, espera, le devuelvan la normalidad a la que tanto quiere retornar. Pero sabe que las cosas han tomado un curso incierto. Sabe que sus mentiras, las que dijo y las que piensa decir también, no serán suficiente para salvarlo.

Retoma entonces el paso y llega a la acera contraria, atraviesa el jardín tras un par de zancadas y, sin anunciarse, salta sobre la espalda de Nathaniel con una sonrisa tranquila dibujada en su rostro.

–Ya iba a celebrar creyendo que el loquero te había encontrado –dijo mientras lucía como un saco de papas colgado de Nathaniel.

–¡Y tú pronto rodarás con todo lo que pesas, gordito!

–¡Deja de decir que estoy gordo! –refunfuñó Caleb, cual niño de primaria, mientras se hacía a un lado con su ego herido. La expresión de malcriadez en su rostro le robó una sonrisa a Jeremy.

Para él, aquel par solo habían sido dos figuras a la distancia, indistintamente. Pero ahora que, por primera vez, los tenía juntos, cara a cara, comprendió el porqué de la notoria popularidad, esa que tanto recelaba Caleb cuando él apareció. En su mente solo pudo compararlos con niños, porque eso parecían, porque así se trataban y porque, al parecer, ellos no podían siquiera notarlo.

También notaría que, a pesar de todo, entre los dos, Nathaniel era la voz de la razón y Caleb, simplemente, era un tozudo consentido y sin remedio. Se reía de ellos silenciosamente mientras admiraba una, de las tantas, disputas que, normalmente, mantenían en sintonía aquella tan extraña relación.

–Mejor amigos ¿o me equivoco? –pregunta muy tímidamente interrumpiendo un extraño contrapunteo sin sentido.

–Por desgracia para él –dice Nathaniel.

–Por desgracia para mí –secunda Caleb cruzándose de brazos viéndose vencido, de nuevo.

Así, de a poco, entre una locura y otra, Caleb consiguió lo que quería y Nathaniel, prestando toda a atención posible, comenzaba a atarles hilos a uno y otro, como si de marionetas se tratasen. Su plan acababa de empezar a emerger de una idea: ahora era un acto factible, un hecho prodigioso que, sin duda alguna, llevará su malicia a otro nivel. O eso piensa.

Porque, entre palabra y palabra, de vez en cuando, hay algo oculto. Ya sea una intención a medio iniciar o medio acabar, una verdad resbaladiza que intenta escabullirse o una mentira que trata de no ser revelada, algo siempre queda oculto entre cada palabra dicha, pensada, escrita o callada

Y era, precisamente, eso lo que constituía a Nathaniel como una amenaza total, tanto para Caleb como para Jeremy, porque el chico nuevo también era víctima de la idea sin siquiera saberlo. Era un eslabón prensado a la fuerza a una cadena a la que no pertenece.

–El juego, el verdadero juego, acaba de empezar –pensó vislumbrando, ante él, la sonrisa sincera de Jeremy y el (para él) evidente caos de Caleb.

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