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3

Tanto debatirse consigo mismo respecto al príncipe empezaba a tener consecuencias tangibles en su día a día.

Los exámenes finales hacían acto de presencia y su cabeza solo sabía, podía y quería procesar dos únicas cosas: Camille, por un lado, y Jeremy por el otro.

Nada de matemáticas o historia, nada de física o química. Solo era la sonrisa de una y otro, luchando por adueñarse de aquella mente atolondrada.

–Necesito ayuda profesional –se dijo entre suspiros, mientras daba vueltas sobre la cama.

Hacía rato que su botón de egolatría se había averiado, así que no podía volver a esa "normalidad" tan mal acostumbrada. No lo había notado todavía, pero el asunto empezaba a comportarse como él, pero a la inversa.

Caleb ya no era el centro, sino que intentaba balancear su propia ecuación jugando con dos variantes igualmente compatibles: Camille, la niña de sus ojos, y Jeremy, el intruso que le robó algo que, insiste, sigue en su lugar.

Pensarlo era sentirlo. Sentirlo era pensarlo. Ignorarlo era sufrirlo. Sufrirlo era darle importancia. Ya no sabía qué hacer con aquel disparatado malabarear de los significados.

Quería algo con sentido único, sin variantes, sin posible alguno ante el cual él sienta que pueda caer víctima, sea por descuido, sea por 'accidente'. Y otra vez piensa en los 'accidentes'.

–¿Cómo confiar en Nat si parece burlarse de todo esto? –se preguntó dejando su móvil junto a la almohada; –No hay modo de que sea capaz de entenderme.

Entonces pensó en ser lo que no es. Pensó en Camille como su salida definitiva, aunque lo pensó demasiado por cosa de miedo, de vergüenza.

Más fácil, pensó, sería sacar un excelente en matemáticas luego de llevar el peor récord de calificaciones de toda la escuela.

Fue un poco fatalista, pero no estaba del todo lejos de la verdad: él era el peor de los peores en matemáticas. Luego le vino a la mente un nombre que le supo a tortura.

–¡No! ¡Diana no! –gritó pataleando como niño; –¡Alguien más! ¡Debe haber alguien más aparte de Diana!

Se supuso con las manos atadas. Prefería la tortura de su mejor amigo que la calamidad humana que representaba Diana para él.

Era con quien no podía, ni se atrevía a debatirse en un duelo cara a cara. Ella ganaría con aventajada crueldad, una de la que nunca aprendió a defenderse.

Luego recordó a Jeremy y unió las piezas de forma que sintió una avalancha de celos.

–¡No te pases, Caleb Murphy! –se dijo palmeándose la cara un par de veces; –¡Tú no debes...! No... No debes sentir... ¿celos? ¿Por qué?

Aquella tarde se le escaparía de las manos.

El tiempo, sin decir nada, lo llevaría a rastras al siguiente día, solo para empujarlo, por cosa de suerte –o mala suerte, a un encuentro inesperado con Jeremy.

Algo lo hizo levantarse de la cama más temprano de lo usual. Algo le obligó a prepararse de todas formas y partir a la escuela con una convicción ciega y la mente, del todo, en blanco.

Sería la tercera vez que, al caer sentado y alzar la mirada, se toparía con la pálida figura y los brillantes ojitos del huidizo príncipe: Jeremy Norton.

Tardarían un poco en abrir la boca, a diferencia de las veces anteriores. Él, sonrojado según la costumbre, yacía con la guardia baja. Caleb, evitando mostrarse igual, apartaba la mirada lo más posible.

–Admito que fue mi culpa esta vez –dijo tendiéndole un cuaderno olvidado.

–Sí, supongo –respondió Jeremy a media voz, requisando sus notas, buscando las que leía antes del choque.

Y ahí lo tenía, de frente, en sus narices, al alcance de sus manos, de sus palabras. Pero no sabía por dónde empezar, ni qué debía empezar. Su cerebro moría ante aquel encuentro, así como murió también el día en que hizo el ridículo.

No había nada en el mundo, solo él, solo Jeremy, uno ante el otro, y no podía darse el lujo de meter la pata, no otra vez.

–¿Recuerdas lo del otro día? –preguntó entonces sin pensarlo demasiado. Jeremy lo miró como haciendo memoria.

–¿El otro día? –pregunta de vuelta; –¿En mi casa?

–Quería saber si...

–No. No dije nada –aseguró sin dejarlo culminar. Caleb se sonrojó un poco.

Y, de nuevo, silencio. Jeremy, sin decir más, se encarrilaría en dirección al patio. Él, pensándolo con cuidado, le siguió el rastro y lo vio distanciarse luego de habitar la banca de siempre.

Lo pensó de nuevo. Entonces, tomó sus cosas y le hizo caso al ciego impulso que lo había abandonado a tan tempranas horas de la mañana, con el estómago vacío, ante las puertas de la escuela, y fue tras Jeremy aprovechando que estaban casi solos.

–En verdad quiero hablar contigo –dijo de golpe, confrontándolo como había querido hacer la vez anterior. Jeremy notó un ligero desespero en él.

–¿Esta vez me explicarás lo que pasó? –preguntó sin anestesia, dándole pausa a su lectura.

–¿No podemos empezar por lo sencillo? –En su rostro la vergüenza era evidente.

–Por lo que sé de ti –dijo con una voz que Caleb no logró distinguir entre serena, seria, sensible o delicada; –contigo NADA es sencillo.

Guardó silencio. Un avance y un retroceso. No es lo que acostumbra pues todos le dan lo que quiere, pero esta vez no sabe lo que quiere.

Tampoco es como si Jeremy fuese a dárselo de buenas a primeras: los rumores referentes a su humor tienen tantos colores como los hay en la naturaleza. Y Caleb, evidentemente, solo conoce los suyos propios.

Entonces intenta otra cosa. Se sienta a su lado y echa un vistazo al cuaderno que lee con tanto afán: son sus notas de inglés. Tiene prueba, al parecer, y sospecha que no es muy bueno en la materia.

Hace de las suyas y, sin permiso alguno, le arrebata el cuaderno de las manos. Jeremy está a punto de mostrarse tal cual es, pero Caleb, sin darse cuenta de ello, lo frena.

–Todo está perfecto por aquí –dice cerrando el cuaderno; –¿Qué te preocupa?

–No es de tu incumbencia –responde tomando, de nuevo, posesión del cuaderno; –Solo estoy nervioso –Su voz se ablanda.

Aquella expresión, entre ruda y frágil, aquella voz musical, sus manos tan cercanas. Si no ha perdido la razón, ésta lo abandonará pronto, a menos que reaccione y sepa mantenerse despierto. Pero es difícil.

Lo que sucede en su pecho es difícil de refrenar, sobre todo cuando no quiere sentirlo, pero le agrada hacerlo. Otra vez la contradicción le juega guiños. Luego cae víctima de sí mismo.

–Tú tranquilo. No es el fin del mundo –le dice tomándole de la mano, como lo hace con Camille cuando está inquieta.

No fue adrede. No se trató de un acto consciente. Fue solo otra de esas inesperadas estupideces suyas relamiéndose con los impulsos que desea no sentir.

Jeremy se encoge de hombros. Caleb, muy disimuladamente, aparta la mano para no levantar sospecha.

Ha sido suficiente adrenalina y lo sabe. Sabe también que ya no están tan a solas, que es preferible no darle partido a ningún rumor a futuro.

Se despide y se aleja con la mayor naturalidad que le es posible, pero por dentro se está desmoronando.

Está consciente de que meter la pata, a veces, es un acto de absurda brillantez, tal y como acaba de demostrarlo.

Pero casi, por muy poco, su brillante acto se convierte en desastre y todo por culpa de su propia estupidez. Todo porque, como es costumbre en él, no sabe estarse del todo quieto.

–¡Me quiero morir!

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