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La noticia de lo ocurrido aquella tarde llegaría a sus oídos como una bala reventándole la tapa de los sesos. Claro está, Nathaniel mostraría cierta preocupación. Su hipócrita interior tenía que hacer de las suyas y hacerse el tonto, desentenderse del asunto y decir que, en realidad, había bromeado desde el principio.

Camille se tragaría el teatrito del falso que, en sus narices, empezaba a calcular su siguiente movida, procesando la nueva constante que, ante él, había iniciado un turno múltiple con escalas, al parecer, demasiado peligrosas para sus propósitos. Caleb todavía estaba demasiado lejos de la meta que él le había propuesto alcanzar.

La misión peligraba. La idea había hecho desastre tras desastre, todo sin siquiera haberse dado cuenta de ello, confiándose de unos cálculos imaginarios, imposibles de registrar, de requisar o corregir. Cada movimiento, cada jugada, cada palabra adherida a cualquier pretexto causaba un girar en las tornas de tan retorcido juego y Nathaniel, en realidad, no tenía el control de nada.

Diana fue lo primero que se le cruzó por la mente mientras Camille, en una manera muy intranquila, llegaba a aclararle ciertos aspectos que él, en un principio, creía conocer. Nada, en verdad, estaba funcionando y Diana, para empeorarlo todo, no debía enterarse nunca de lo que él, ahora, sabía.

–Me hundo hasta el cuello con él guardándome esta verdad –dijo Camille quitándose el cabello de la cara; –Y ella no debe saberlo, nunca.

–Si se entera, no será por boca nuestra –dijo Nathaniel resoplando; –Además –añade casi de inmediato– el problema principal yace frente a mi casa, no del otro lado de la ciudad.

Y tenía razón. Diana era un problema mayúsculo, no podía decirse lo contrario, pero el verdadero problema de Caleb era delgado, paliducho y ojitos brillantes. El epicentro de sus temblores emocionales y sus inestables actos era, precisamente, el muchacho por quien profesó tanto desprecio y que, finalmente, nunca logró arrancarse del pensamiento.

Para Camille, el chiquillo del tercer año era, ahora, el enemigo. Un enemigo inocente, porque Jeremy no había hecho nada en lo absoluto como para llamar la atención del pelinegro que ella tanto adora. El verdadero enemigo yacía a su lado, vistiendo su lado más hipócrita, esperando obtener algo de mayor provecho para intentar una peligrosa incursión.

Y así lo hizo. Poco después de despedirse, Camille volvió a casa de Caleb para pasar el resto del día con él antes de regresar a su casa. Fue entonces cuando Nathaniel, imaginándose tan astuto como un zorro, se inventaría una que otra excusa en el breve tiempo que le tomó escalar hasta la ventana de la habitación de Jeremy, solo para llamar su atención.

Cálculo errado: el príncipe no estaba a solas. La casa estaba llena: entre el trío de lunáticos, Diana y un par de chicas más, además del príncipe, consideró que siete personas era un número demasiado alto como para infiltrarse y manipular, silenciosamente, al príncipe una vez más. Consideró también, por la salud de su propia existencia, mantener la distancia con Diana cuando el príncipe está presente.

Ella sabe que nada, absolutamente nada, que provenga él y Caleb, al unísono, carece de un propósito. Así que, para evitarse la trágica y total vergüenza de ser, por millonésima vez, descubierto por ella, prefirió volver a su habitación, armarse de galletas saladas, gaseosa y otras golosinas, sentarse frente a su computador, conectarse a Netflix y quemar las horas viendo cualquier cosa.

Del otro lado de la calle, en medio de un bullicio estruendoso y risas a más no poder, Jeremy disfrutaba de la compañía de su círculo de lunáticos. Estaba en su reino y se sentía a sus anchas, por lo que no le costaría demasiado evitarse uno que otro sonrojo, a menos que fuese Diana quien se lo provocase.

Llevaban todo el día haciéndole compañía, todo a causa de Diana. Se había dispuesto a invadirlo el mayor tiempo posible con tal de acortar las que oportunidades de Caleb y Nathaniel pudiesen aprovechar para acercársele. Seguía insistiendo en que algo no andaba nada bien con ese par.

Jeremy no le prestaba mucha atención. Sabía que su novia era tan territorial como un felino salvaje y que, sin importar lo que dijera o hiciera, ella no dejaría de actuar de tal o cual maneras. Él siempre había sido objeto del deseo de cuantas miradas llegaban a topárselo. Chicas o chicos, poco importaba, Diana los espantaba a todos. Excepto a uno.

Aquel que fue lo bastante temerario y testarudo como para meterse en un lío tremendo con ella, y todo por haberse enamorado de Jeremy, fue el mismo que lo obligaría a dejar la escuela, cambiar de domicilio, vivir con su hermano y, finalmente, mudarse al otro lado de la ciudad y terminar el año escolar en otra escuela. Esa fue la más grande de sus torturas.

Dejaría a sus amigos (los pocos que tenía) y a su híper celosa novia atrás para reinventarse en un nuevo ambiente, todo en contra de su voluntad, pero por su bien. Aunque Diana detestó la idea (y lo sigue haciendo) sabía que era la única manera de cortar para siempre esas flores del mal que, por nada del mundo, dejaban de atosigar a su sensible niño girasol.

Es por ello que se lleva demasiado bien con Samuel. Ha comprendido, sin que le explicase nada de antemano, que él hace exactamente lo mismo que ella mientras no está. Lo ha declarado, oficialmente, su niñero, su cuidador, su perro guardián, su anti-Caleb. Samuel reiría sin cesar tras adjudicarle semejante misión.

–Murphy no es, ni será, un problema –le dice confiado; –así que, no te preocupes por nada.

–Te lo confío muchísimo.

Sería entonces, por boca de ella, que se sabría todo sobre el todo que tanto deseaban conocer, Samuel y los demás, sobre Jeremy. Y les parecería increíble, casi fantástico, el relato y las peripecias que el chico acosador habría hecho y las cosas de las que Diana y Jeremy lograron zafarse por un pelo.

–¡Estaba completamente loco! ¡Demente! –dijo Jeremy cubriéndose los ojos con las manos; –¡Un dolor de cabeza tras otro! Ya no lo soportaba.

–Por eso y un montón de cosas más –añadió Diana; –mi príncipe terminó tan lejos de mí.

–Y todo por culpa de Gabriel "el demente" Stevenson –dijo Samuel. Diana se le quedó mirando con cierto enojo.

–Hasta su nombre es peligroso –le dijo con fastidio y rabia mal contenidos; –sobre todo, si lo dices en voz alta –y señaló disimuladamente a Jeremy al decir esto último.

Pero él no opinaba lo mismo. Aquel nombre, aquel individuo, aquellos percances se habían quedado, igual que Gabriel, demasiado lejos ya. El nombre que le propiciaba verdadero peligro era otro, uno que, creyó, haber olvidado con el marchar del día, pero no fue así.

Diana, su Diana, era, en cierto modo, una manera indirecta de tener a Caleb en su habitación, con él. Por ello le rozaba la mano con tanto énfasis, con tanta reiteración, con tanto aplique. Por ello buscaba, cuando nadie miraba, un beso fugaz con aquellos labios que, más de una vez, le provocaban preguntas dirigidas hacia ese nombre, hacia ese chico.

–Entonces ¿todo bien? –diría Nathaniel, en su cabeza, recuerdo de la última charla.

–Sí, todo bien. Supongo –respondería, de nuevo.

–¿Y qué hay de... tú sabes... Caleb?

–No quiero pensar en eso –respondería con el corazón acelerado, intentando no prestarle demasiada atención al asunto, intentado ignorar la imagen del pelinegro que aparecía ante sus ojos, de la nada.

Diana lo tomaría entre brazos y volvería de nuevo a la realidad a la vez que, Caleb, en su mente, le sonreía cuando ella también lo hacía. Entonces vacilaría ante la realidad a manos del pensamiento y su rostro de tintaría de los dulces tonos rojizos que lo volvían, drásticamente, un encanto.

–¡Si pones esa carita te como vivo, mi girasol!

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