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10

Entrada la tarde, entonaría la misma acción del día anterior, pero esta vez en busca de Jeremy. Su atención, ofuscada y borrosa, no tildaba otro nombre más que el suyo. Camille, en su enojo, en su decepción, en su aflicción, se había esfumado de la realidad tras verse del todo traicionada. Jeremy, en todo caso, tras verse atacado, solo se lanzó una sábana sobre la cabeza y esperó que Caleb no intentase asomarse dentro. Fracasó.

Caleb le escribió dos veces, nada más, y no logró mantener el silencio como regla. Le escribiría una tercera con una amenaza dulce, con un posible altercado imaginario, con deseo por culminar lo que había quedado pendiente. Jeremy quedó en completo silencio. Tras el teléfono, Caleb sopesó sus palabras con acciones previas, porque no se encontraba en casa. Jeremy, por su parte, como temeroso, se mantuvo a cierta distancia del móvil, como si este fuese a morderlo o algo parecido.

En su mirar era posible leer una contradicción que, en perfecta sincronía con el rostro, demostraba lo emocionado que estaba de volver a repetir la experiencia, de vivirla una vez más, a la vez que deseaba que solo fuesen palabras vacías, palabras sin presunciones reales ni repercusión alguna. Pero fallaba, entre uno y otro pensamiento, solo porque Diana insistía en ser una ficha desestabilizadora.

Caleb insistía, entre palabra y palabra, en atraer su atención hacia la puerta, en hacerlo salir de su escondite, en librarse de la protección de su sábana sagrada y abrir las puertas de la perdición, dejarlo entrar y que ocurra lo que sea que tenga que ocurrir para que ambas locuras se apaguen por un instante, para que ambos corazones se pongan de acuerdo y que la vida siga hacia delante de la forma en que le dé la gana, pero que los deje a la deriva. Pero no.

Jeremy se rehúsa, se resiste, se mantiene al margen del móvil que suena y resuena. Entonces opta por huir de la habitación, desviarse hacia el jardín trasero y dejarse caer sobre las ruinas de un sofá a cuadros que decora, muy extrañamente, el espacio bajo un árbol. Y ahí se perderá en un leve atisbo de sueño, una leve brisa de cansancio, un breve instante de eternidad.

Caleb, no soportando el silencio del WhatsApp, se levanta y confronta la puerta que lo separa del príncipe. Al igual que la primera vez, se queda quieto, estático, con el puño levantado y las intenciones de llamar a la puerta en pausa. Lo piensa. Lo piensa dos veces. Lo piensa una tercera y opta por hacerlo de la manera de los tontos, opta por teñirse la mirada y los cabellos de verde, dejarse llevar por uno de sus legendarios impulsos de idiotez y ser más Cosmo que nunca.

Así es como escala la fachada y se asoma por la que, en otros tiempos, fue su habitación. Se sonroja de golpe y pierde el equilibrio al descubrir que su habitación es, en efecto, la que ahora cobija al príncipe. Pero está vacía y decide seguir adelante. El callejón que decora el perfil izquierdo de la casa sigue siendo, como en su infancia, un muy robusto y delicado jardín de lirios. El último lugar que visitó su abuela antes de morir hace años.

A paso lento se infiltra en los parajes del jardín trasero y nota que, tampoco, ha cambiado demasiado. Hasta el sofá a cuadros sigue en el mismo lugar, muy incoherentemente, dándole un aire surreal al asunto. Y ahí lo ve, recostado, de ojos cerrados, al muchacho de las delicadas manos, el de la blanca piel, perdido en el mundo de los sueños. Lo piensa una vez. Lo piensa una segunda, luego una tercera: no sabe qué hacer.

–Ay, mi pequeño Superman –dice una voz a sus espaldas; –¿Otra vez el corazón te da vuelcos? No deberías pensarlo demasiado esta vez.

La figura de una anciana le sonríe. Termina de regar los hermosos lirios y le pasa la mano por la cabeza, como si se tratase de un niño pequeño. La sorpresa y las lágrimas intentan hacer explosión, pero ella no se los permite. Caleb intenta decir algo y entonces la anciana mujer, del bolsillo, saca un pequeño y raro girasol.

–A las cosas del corazón no hay que contradecirlas –le dijo sembrando la pequeña flor entre sus manos; –A pesar de la forma que tenga, el amor seguirá siendo tal cosa, y ese es un juego que se juega de a dos.

–Ya te he dicho que Superman se llama Kal-El –logró musitar Caleb con la voz entrecortada.

–No es mucha la diferencia, niño mío. Así que ve a salvar el día.

Y volvió la mirada hacia el príncipe, luego volteó para descubrir que la mujer, la imagen, el recuerdo, no estaba ahí, pero el girasol permanecía entre sus manos. Avanzó lentamente hasta el sofá a cuadros mientras deleitaba su vista con la imagen dormida del paliducho del extraño cabello. Su nombre lo escucharía, escaparía de entre los labios de aquel que yace dormido y eso, junto a su idiotez electrificada, lo hacen olvidarse de cuanto le queda entre sus dudas, de cuanto le queda entre sus temores y se arrodilla ante aquel otro.

Lo toma de las manos entregándole el pequeño girasol y le habla despacio para traerlo de vuelta a la realidad de los despiertos. Entonces se topan las miradas, se encuentran las intenciones, ofuscadas por una leve cuestión que no termina de aclararle si está del todo dormido o del todo despierto pues, la mirada que lo espera no debería estar ahí donde se encuentra.

–¿Sabías que dices mi nombre cuando duermes? –pregunta Caleb bajando un poco la mirada.

–No deberías estar aquí –aclara Jeremy sin siquiera notar que lo toman de las manos.

–¿Qué puedo decir? Quería verte.

No es suficiente. No le parece suficiente. La vergüenza es demasiada y, cuando nota que sus manos no están solas, las aparta y se levanta y marcha, a toda máquina, intentando ocultarse dentro de la casa. Huye de quien le trastabilla el corazón y la consciencia. Huye de quien lo toma del brazo, de quien lo hala con fuerza y, así, arrinconarlo en un abrazo cálido y nada forzado. Se quedan sin palabras entonces.

Las miradas, una vez más, se quedan ahí, fijas, a la espera de un algo que conocen, de un algo que ya ha ocurrido antes y que no ha culminado todavía. Caleb, entonces, le acaricia el rostro como aquella vez, le sostiene la mano que lleva el girasol miniatura. La altura, para él, es perfecta. Que lo mire de aquella forma y le apriete la mano con temor, le es perfecto. Que sus labios, finalmente, sean la meta, le es perfecto, y su sabor también.

Sería demasiado tarde ya para detenerlo. Huir ya no lo vale: es demasiado tarde. Empujarlo y evitar el contacto ya no lo vale: es demasiado tarde. Porque, para corazones en sintonía no existe remedio alguno. Esa es una táctica que el amor, tan sensible e insensato como es, aplica siempre, sobre todo, cuando ha hecho de las suyas a escondidas. Y Jeremy ha sido víctima de un amor escurridizo, uno que lo ha venido cazando luciendo cabellos negros.

Todo cuanto ha creído confuso al momento de comparar, al momento de buscar una manera de ignorar y desaparecer la curiosidad, de quedarse solo con el nombre de Diana, con las sensaciones que conoce, con las cosas que, sabe, son las que deben ser, pero ya no, ha desaparecido. El rostro de Diana y Caleb ya no son máscaras comparables ni son, a lo sumo, una excusa para contener la idea: ha terminado.

–Definitivamente tú no eres Diana –dice una voz burlona desde la puerta. Caleb, al verse descubierto, no tiene de otra más que salir corriendo como ladrón sin botín. Jeremy, embelesado por el momento, busca el sofá a cuadros y se deja caer sobre él mientras se tienta los labios con la punta de los dedos, todavía incrédulo.

–¿Será que me explicas qué acaba de ocurrir?

–No. Cállate y vete.


Maracaibo, agosto de 2019

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