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10

No recuerda haber despertado en la mañana. No recuerda tampoco el transcurso del día y, mucho menos, el cómo fue que llegó a donde llegó, pero todo luce normal, como si nada, como siempre.

Camille le habla con ternura, le sonríe cada tanto, le susurra cosas al oído mientras, tomados de la mano, transitan la vereda de un parque que conoce, uno que, recuerda, tiene tiempo sin visitar. Pero poco importa eso: Camille está con él, tan tranquila y feliz, tan alegre y enérgica, como si nunca hubiesen tenido discusión alguna.

La brisa le acaricia el cabello bajo la luz de un sol que la baña con su cándido resplandor. Un cielo despejado corona un horizonte que, admite, nunca admira por clasificarse como un romántico decadente. Pero ahí está ella, sonriéndole a toda máquina, tan altiva, tan viva como había olvidado que era, porque se habían visto mutuamente distanciados.

–Estas diferente –le dice al halarla y rodearla con sus brazos.

–¿Diferente cómo? –pregunta Camille con las mejillas coloradas; –¿Diferente bien o diferente mal?

–Diferente perfecta –responde él rozándole los labios con los suyos, pero no la besa.

Un leve desvío de su mirar lo lleva a darse cuenta de un algo que, descuidadamente, había ignorado en aquel instante: no estaban solos. A espaldas de Camille, al momento de casi besarla, pudo divisar la imagen borrosa de una persona que, al final, terminaron siendo dos.

Su semblante se agriaría de golpe, así como, también, soltaría a Camille sin decir nada. Ante él, la figura de Diana en brazos de su príncipe, besándose como él estaba a punto de besar a Camille, lo colmaría de un enojo completamente irracional: aquel chico no le pertenece.

A sus espaldas, al buscar no mirar más aquel beso aborrecible, Nathaniel coqueteaba entre susurros con Rosalinda mientras le acariciaba la piel del brazo con una rosa roja. La conjunción de las tres parejas, en su entendimiento, no tenía sentido alguno.

Camille lo envolvería en un abrazo y le preguntaría por su repentino cambio. Él no diría nada respecto a eso, tan solo se haría el demente e intentaría disimular el malestar que le causaba la imagen perpetua de Jeremy y Diana románticamente juntos. Continuaron entonces su paseo.

Caleb buscaba apartarse de aquel cuarteto a toda costa, pero lo menos que lograba era, siquiera, mantenerse a raya de sus palabras y sus actos. La risa de Diana y Jeremy, juntas, había comenzado a irritarle los nervios para, luego, de tanto en tanto, escuchar de Nathaniel un "¿estás celoso acaso?" demasiado claro, pero que solo él podía escuchar.

Tenía la noción de que estaba, todavía, ignorando algo, pero no sabía qué era. Su percepción, tal vez, lo estaba engañando, pero todavía podía distinguirse un tanto fuera de lugar y sospechaba, precisamente, de la realidad del asunto. Pero volver la mirada hacia Jeremy lo hacía pensar en solo una cosa.

Prolongó el paseo por un rato más mientras, según experimentó, todo era demasiado normal, demasiado real, así que descartó por completo la ilusión del sueño. Porque así, entonces, la cuestión de que ignoraba algo le punzaba menos, pero le hacía cuestionarse más. Entonces fue cuando notó a Jeremy a solas.

Las chicas pedían un helado en un puesto cercano y Nathaniel les hacía compañía arremangado de Rosalinda. Jeremy y él habían quedado solos, uno cerca del otro, y no se había dirigido la palabra más que un par de veces, muy brevemente, muy normal.

Caleb, sin pensarlo demasiado, ejecutó una fuga carente de planificación. Lo tomó de la mano y, corriendo a todo lo que le daba el cuerpo, se alejó del resto llevando al príncipe consigo, casi a rastras. Éste intentaba detenerlo.

–¡¿Te volviste loco o qué te pasa?! –le preguntó con un tono bastante disgustado mientras intentaba recobrar el aliento.

–Sí, bastante loco, totalmente respondió Caleb buscando, con la mirada, una dirección que tomar, un sitio dónde ocultarse por el momento.

Recordando, poco a poco, lo que conocía de aquel lugar, se daría cuenta que, del amplio cuerpo que constituía el parque, ellos yacían casi en el centro, muy lejos de la salida, muy lejos de la calle. Optó por buscarse una opción más próxima y menos visible, una opción que le permita quedarse a solas con Jeremy para sí mismo.

Lo piensa un poco y, tomándolo de la mano nuevamente, se encarrila a toda velocidad en dirección oeste, perdiéndose entre un tumulto de gente. A Jeremy le cuesta, de a poco, seguirle el paso. Va demasiado deprisa y él no logra tomar aire suficiente. Pronto se ve cayendo de rodillas.

–¡¿Acaso no ves que no puedo más?! –dice Jeremy, furioso.

Caleb, alzando la mirada, logra reconocer a Nathaniel del otro lado de la multitud. No se logra explicar el cómo ni el cuándo, pero sabe que si permanecen ahí los encontrarán en menos de lo que canta un gallo. Opta entonces por hacer algo que, en su imaginación y en su sentir, es vergonzoso hasta para sí mismo.

Toma a Jeremy entre brazos, como si fuese un niño, y éste se resiste. De igual modo consigue llevarlo consigo, seguir el camino derecho y desviarse en dirección norte para hallarse, tal como recuerda, un par de edificaciones a medio hacer. El sitio yace ligeramente a solas.

Se infiltra, entonces, en uno de los locales inconclusos y, en completo silencio, se aísla entre las sombras en la forzada compañía de Jeremy quien, quejumbroso y sin fuerzas, todavía intenta zafarse de aquel secuestro.

–Ahora sí que te volviste totalmente loco, por lo que veo –le recrimina al dejarlo en suelo, exhausto. Caleb no respondió esta vez.

Se dejó caer a su lado, bastante cansado también, intentando recobrar un poco la compostura, la calma, y el aliento. Sin siquiera volver la mirada, tomó a Jeremy de la mano y se la apretó con cierta ternura, como diciéndole que era suyo, mensaje que Jeremy, obviamente, no captaría.

–Estás haciendo cosas extrañas de nuevo –le dice con cierta neutralidad. Caleb lo miró entonces.

–Solo intento confirmar algo –musita Caleb mientras respira pesadamente. Jeremy parece no comprender.

Entonces intenta ponerse de pie y alejarse de él, salir de aquel nefasto lugar y correr en dirección contraria, buscar a Diana y perderse con ella entre brazos. Para Caleb la idea, la simple mención de la idea, le generó un impulsivo ataque de celos.

Arremetió contra Jeremy con una fuerza que, para él, también era desconocida. Le presionó contra la pared y lo miro fijamente a los ojos con una rabia contenida, una rabia que no era para él, que no llevaba su nombre. Jeremy se asustó un poco ante el precipitado acto y no supo cómo responder al momento.

Ambos quedarían en silencio. Ambos quedarían ahí de pie, mirándose fijamente a los ojos, el uno al otro, antes de verse riesgosamente cercanos. Jeremy comenzaba a impacientarse.

–¿Qué se supone estás haciendo? –le preguntó con cierto nerviosismo.

–¿Yo? Nada –responde Caleb mientras, segundo a segundo, acorta la distancia que separa su cuerpo del príncipe.

–No te atrevas a... –reaccionó Jeremy al tenerlo tan próximo, pero no logró culminar la oración al sentir aquel par de labios rozar los suyos.

–No es un sueño ¿verdad? –alcanzó a preguntar Caleb con cierta incredulidad.

Resbalaría, muy tiernamente, los dedos por aquel rostro quieto, para luego recuperar el control de una mano replicante, una mano en negación que lo empuja con debilidad mientras intenta rehuirle a aquella mirada que lo caza.

–No hagas algo estúpido –dice el príncipe con la voz entrecortada, con las manos contra el pecho de Caleb, resguardando la distancia, y su cintura en posesión de las manos del mismo. Yace apresado, acorralado, arrinconado como un ratón indefenso ante el inminente asalto de su némesis, el gato.

Pero no es suficiente su fuerza para mantenerlo a raya y sus labios vuelven a rozar los del pelinegro. Caleb entiende que se niegue, pero sabe que lo tiene donde quiere, solo necesita acercarse más y más y más, mientras su cuerpo parece reaccionar a la cercanía de sus cuerpos. Entonces cierra los ojos.

Luego un fortísimo dolor de cabeza lo haría, bruscamente, abrirlos de nuevo y, así, enfrentarse a la realidad de las cosas: ante él, su habitación, tal y como la recuerda de la noche anterior, y él, en el suelo, con saliva corriéndole por la mejilla. Medio adormilado todavía, se da cuenta que lo vivido era, tal y como había estado sospechando, un sueño.

Pero la verdad, esa verdad, no era lo peor, sino lo que traía consigo. Todo accidente deja rastros y cada rastro tiene su culpable. En esta ocasión, y para su desgracia, la húmeda mancha que decoraba su ropa interior, en ese momento, llevaba consigo, tácito, el nombre de un muchacho.

Se daría una ducha rápida y lavaría la evidencia para borrarla de sí mismo, para eliminar todo rastro de su propia debilidad, esa que, nacida de una fantasía, había alcanzado límites extremos al escapar de su mente y manifestarse, de tal manera, con el cuerpo.

–¿Por qué las cosas tienen que ir tan mal?

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