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Llegado el lunes Jeremy amanecería de mal humor. Se habría pasado todo el día anterior con las constantes imágenes de aquel viernes censurado, cosa que lo hizo perder el control de sí mismo.
Al cruzar la puerta principal del instituto, al atravesar el lobby y adentrarse hacia el patio central, los pocos presentes de la temprana hora ya habían notado que el príncipe no era el príncipe.
La tétrica presencia del emperador había tomado su lugar aquella mañana y, con él, un aire de pesado y turbio enojo le condecoraba la existencia. Samuel lo había pensado dos veces antes de saludarlo y hacerle compañía.
El emperador era, sin duda, una debilidad para él puesto que no sabía cómo lidiar con tan silente y enojón sujeto. Era como estar en presencia de otro alguien, de una persona que no era Jeremy en lo absoluto, a pesar de tener su misma cara.
"Una especie de gemelo malvado" recordó que había dicho Tamara una vez. Y sonrió al recordarla a ella con una vergüenza disimulada.
Había presenciado tantas historias a su alrededor que la suya, menos complicada, pudiera haber pasado desapercibida, pero esta vez se notaría la diferencia y no había siquiera pensado en ellos, hasta ahora.
El emperador, todavía en completo silencio no apartaba la mirada de la puerta al otro lado del patio, como esperando que alguien en específico la cruzase y mostrase su cara bajo la todavía tenue luz del sol.
El cielo, encapotado a más no poder, no daba buena señal: parecía que fuese a llover de un momento a otro. Al parecer el pésimo humor del emperador era bastante contagioso y el clima lo reflejaba con bastante congruencia, o al menos eso se murmuraba por los pasillos mientras, de cuando en cuando, las miradas lo buscaban con suma curiosidad.
Sonaría la campana antes de que el rostro que tanto buscaba apareciera. El resto de la corte tampoco había dicho demasiado durante el tiempo previo a la campana pues, ninguno, ni siquiera Lucien, sabían cómo comunicarse con el emperador.
Durante la clase nadie, relativamente nadie, hizo movimiento brusco o ruido alguno. La presencia del emperador en aquella sala cerrada era, para muchos, como estar encerrado con un león hambriento que espera un paso en falso para saltarte encima.
Ni Samuel se atrevió a dirigirle la mirada demasiado. El siempre serio y rígido gesto tallado en las facciones del dulce príncipe, en verdad, le daba esos aires de emperador, de gobernante de mano de hierro.
Y su mirada iracunda era como un arma de destrucción masiva, un arma que te borra hasta la última partícula que te compone y te erradica, incluso, de la memoria colectiva.
Ese era, en cuestión, el tipo de temor que le infundía la presencia del príncipe cuando no era príncipe, el mismo que yace sentado a su lado y es capaz de escribir sus notas sin siquiera mirar el cuaderno en el que escribe.
¿Quién le habrá causado tal enojo?
¿Qué habrá hecho aquel pobre idiota para despertar al emperador cuando la semana recién inicia?
–No tienes que mirarme así –diría el emperador volviéndole la mirada sin dejar de escribir; –No estoy enojado contigo, no tienes que preocuparte, al menos no todavía.
–Espera ¿Cómo que todavía? –pregunta Samuel con inquietud. El emperador solo vuelve la mirada hacia el pizarrón.
En el descanso el patio central yace un poco deshabitado. Las miradas y las presencias prefieren mantenerse al margen del emperador antes de verse involucrados ante cualquier impulso que este, en su enojo, pueda tener.
Pero nada de eso podría suceder: su impulso, su único impulso, yace a la espera de un rostro, de un nombre, de un alguien muy específico, alguien que, muy casualmente, parece cruzar la puerta al otro lado del patio, alguien que le ha reconocido no como el príncipe sino como el otro.
Entonces Jeremy se pone de pie y dirige sus pasos hacia el muchacho que viene en su dirección. Arma sus puños desde mucho antes y, ni bien está lo bastante cerca, advierte un primer golpe que, por cosa de un descuido, falla.
Caleb lo suponía: el emperador lo esperaba y, en su espera, en su arrebato, en su impulso sostenido, pudo traducir lo verdaderamente deseoso que éste estaba de verlo a él
–¡Cinco minutos! –gritó Jeremy al lanzar un segundo golpe y asestarle, sin fuerza real, el puñetazo en el rostro; –¡Eso dijiste!¡Cinco minutos!
–Entonces me equivoqué –dijo Caleb ignorando el golpe y tomándolo de la mano en vez de eso.
Todavía estaba tenso. Los puños, todavía, ejercían fuerza suficiente como para caer ante otro impulso de ira. Caleb lo sabía, pero era culpable de aquello, de alguna manera lo era porque le reprochaban una falta, una ausencia.
Entonces supo que, en su equivocación, Jeremy había cometido también un error, uno que quedaría en evidencia no solo para él, sino para el resto del público que, como la vez de su propia declaración de amor, apreciarían otra vuelta de ruleta.
–¿Hay algo que quieras decirme, Jeremy? –preguntó con suave voz mirando fijamente aquellos rabiosos ojitos brillantes.
–Cinco minutos, Caleb –repitió Jeremy con un tono distinto; –Eso dijiste. ¡¿Por qué no apareciste?!
–Surgió algo inexplicable –respondió Caleb deslizando sus dedos sobre la suave piel de aquel rostro, ahora, sonrojado; –Sé que no es una excusa, pero, tampoco iba a llegar en cinco minutos.
Jeremy dio un paso atrás.
De a poco volvía a ser el príncipe. De a poco la sombra del emperador se fue aplacando, así como también se fue aplacando la valentía que lo inunda cuando se enoja.
Y sobre su cintura se posarían aquellas manos, todo frente a una audiencia intranquila, simplemente porque así era como Caleb deseaba que fuesen las cosas.
Nathaniel sonreía con una malicia temible disfrutando del que, sabía, era el desenlace que había estado buscando, el inicio que quería que se diera entre aquel par de tarados.
Los tarados se miraban fijamente mientras musitaban palabras ininteligibles para el resto, pero los gestos de uno y otro eran más que suficientes para saberse por enterados: el príncipe estaba siendo asediado
Y Caleb no dejaba de disparar, una y otra vez, para contenerlo, para arrinconarlo, para hacerlo caer rendido ante la intención que en su corazón lleva solo y únicamente su nombre.
En el amor, ser correspondido no es un privilegio en lo absoluto, o al menos eso ha empezado a creer.
El privilegio, el verdadero privilegio, no había sido otro más que su derrota ante la idea, su derrota ante un amor que lleva el nombre de un muchacho, el mismo muchacho que, sin remedio, se deja besar ante las tantas miradas que, ahora, aplauden, silban, gritan, vitorean el tan esperado 'sí' de aquel aguerrido príncipe con alma de emperador.
Aquel tan dulce gobernante había sido, finalmente, derrocado por los labios de un sujeto tan insistente, tan terco, tan sensible e insensato. Y la corte haría una reverencia ante la pareja real para, luego, ser imitados por el resto de los súbditos.
Nathaniel, entre risa y risa, aplaudiría y gritaría junto al resto porque así sería como, finalmente, el cupido de alas negras gozaría el tan magnífico privilegio de cantar victoria.
Maracaibo, octubre de 2019
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