7
Era fuego y nada más. Tras las miradas de Diana solo eso había: un fuego ardiente, imparable, infernal.
Ante sus ojos, con una valentía irreverente, su detestable primo ególatra le devolvía la ferocidad con el azul intenso de sus ojos, azul que usa solo para conquistar y manipular, para mentir y engatusar. Caleb, el ególatra empedernido la miraba sin mostrarse sorprendido por ello.
Entonces entendería lo que no había tenido respuesta desde la voz de la propia Camille, porque su primo no está con otra, como lo había imaginado: está ahí, en la misma habitación que ella suele habitar cada tanto, en la habitación del chico que, se supone, le pertenecen a ella y a su corazón.
Y los ha encontrado demasiado cerca, demasiado juntos, a solas y, para herirle su orgullo, recostados en la cama a punto de besarse.
–¡Aléjate de él, zángano despreciable! –le grita ya luego de golpearlo, una y otra vez, para dibujar una distancia prudente entre ellos; –¡¿Qué carajos sucede contigo?! ¡¿Y qué haces aquí?!
–¿Qué clase de pregunta es esa, bruja? –repregunta Caleb con tono un tanto burlón; –Visito a un amigo ¿no es obvio?
–No perdono que por tu culpa Camille haya decidido largarse con su padre al extranjero –replica Diana bajando un poco la voz; –¡Pero no intentes burlarte de mí en mi cara, maldito pedante! ¿Acaso crees que estoy ciega o qué? ¿Qué te traes, hijo del diablo, con tus mariconadas, ah?
–Ese no es asunto tuyo, maldita bruja entrometida –respondió Caleb con desprecio; –¿Y quién te invitó a esta fiesta? Porque no recuerdo haber pedido a una piojosa insoportable para que me joda el día.
Jeremy, hecho a un lado, no encontraba la manera de, siquiera, moverse. No quería hacerse notar en medio de lo que, en su mente, catalogó como "la tercera guerra mundial".
Diana le arrancaría la cabeza a él primero si daba un paso en falso, de eso estaba bastante seguro, sobre todo por el nivel de contrapunteo que había entre un Murphy y otro.
Y Diana nunca, al menos no ante sus ojos, había demostrado un impulso de furia como el que, en ese instante, le arrebataba de la lengua cuanto podía o no decir.
Caleb, entre tanto, no dudaba en responder y provocarle así otra respuesta, tan gruesa como la anterior, entrando en un ciclo de provocaciones e insultos que no paraba, que no dejaba de incomodarle más cada vez. Entonces la ruleta se paró en seco.
–¿De verdad quieres saberlo? –le preguntó Caleb a manera de provocación; –¿De verdad tanto te interesa saber que vine hasta acá solo por él? ¿Ah? Que vine, precisamente, para estar con él. Para decirle que lo quiero y que se olvide de una puta vez de esta maldita bruja piojosa que no sabe hacer otra cosa que pisotear cuanto se le atraviesa. Porque lo quiero, Diana, y me vale un demonio lo que pienses al respecto.
–¡Pues esta maldita bruja piojosa te molerá la cara a golpes si no sacas tu trasero maricón de esta casa! –advirtió Diana avanzando hacia él con los puños en alto.
Jeremy saltó hacia ella y la tomó de la cintura para retenerla mientras movía los labios diciéndole a Caleb que se marchara.
Éste desaparecería tras la ventana mientras Diana, al zafarse de Jeremy, bajó las escaleras a toda máquina para seguirle el rastro y darle su merecido. Marlon, al verla tan desaforada, se atravesó en su camino y no la dejó ir a ningún lado.
Jeremy la vería entonces discutir con su hermano mayor mientras la sostenía, con poca dificultad, contra su voluntad. De pronto se pondría a llorar por la rabia contenida y la impotencia.
A Jeremy le punzó la culpa en su interior sabiendo que todo el secreto se le vendría abajo, que todas sus mentiras quedarían inválidas en el momento en que ella recuperase la calma.
El nombre de Caleb no sería otra cosa que una bala disparada en contra de su novia.
El nombre de Gabriel sería como gasolina para animar un fuego imperecedero, una llama siempre viva.
Explicarle, luego, sus propias flaquezas, quizá, lo condenen a una eternidad en el inframundo, en el hades griego o, para mayor de todos los suplicios, en el propio y ardiente infierno cristiano que tanto decora las miradas de Diana cuando pierde los estribos.
¿Lo merece?
"Definitivamente" piensa él sentado al pie de la escalera con la mirada baja a la espera de una noticia alentadora por parte de su hermano, pero nada ocurre todavía.
Diana permanece en la sala, en silencio, en compañía de Marlon que intenta hablar con ella, de tranquilizarla, pero se resiste a tal cosa.
Se pone de pie y se aleja de él, dirige sus pasos hacia la escalera donde Jeremy la espera, lo toma del brazo y lo lleva consigo al piso superior, directamente hasta la habitación.
En Marlon la preocupación es evidente: se ha enterado de todo y ella no acepta nada más allá de lo que pretende. ¿O quizá solo sabe una parte y no sabe el resto? ¿Qué será de su hermano después de esto?
"La adolescencia es un infierno" piensa antes de perderse, nuevamente, en sus propios asuntos.
De vuelta en la habitación, Diana enfrenta a su príncipe con una voz no tan distinta a la que usa contra su primo.
Jeremy no responde ante ese tono. Solo intenta hacerla bajar la guardia, tranquilizarla un poco, aunque sea un poco, y así hablar con ella de cuanto le sea posible, de cuanto sea capaz de controlar. Pero no hay forma de controlarla a ella.
No hay forma de bajarle la temperatura emocional sin verla hacer erupción primero. Es una bomba de tiempo, una central nuclear sin botón de emergencia, un Chernóbil 2.0 a punto de repetir una tragedia antes sufrida.
–Al menos explícame el por qué me has estado ocultado cosas, Jeremy –disparó Diana apartando la mirada; –Tú nunca me has mentido antes. ¿Por qué de repente lo haces? ¿Por qué todo tiene que ver con ese patán insufrible?
–Yo no... –dice Jeremy corto de palabras; –No sé por dónde empezar.
–Aparte de eso: ¿una semana de suspensión, Jeremy? –su mirada lo buscó una vez más, esta vez la decepción le decoraba el iris; –¿Cuándo ibas a decirme que aquel... lo-que-sea... se había aparecido otra vez en tu vida? ¿Acaso pretendías volver a dejarlo inconsciente por una semana como aquella vez en que también perdiste el control?
–¿Y cómo es que tú...?
–Llevamos casi tres años, girasol. Sabes que estoy en todas partes –replicó Diana sin dejarlo de siquiera terminar de hablar; –No me digas que le diste una oportunidad a ese...
–¡¿Qué?! ¡¿A Gabriel?! –preguntó Jeremy un tanto sorprendido; No, no lo hice. ¡Eso Jamás!
–No me refería a él
La voz cortante de Diana lo dejó sin aliento. Su rostro, lo sabía, se había tintado de golpe, así como su corazón había perdido el control al hallarse tan irremediablemente acorralado.
La verdad yacía implícita en sus facciones y no hizo falta que dijera nada con su voz, no hizo falta que recurriera al uso de las palabras y fabricar una mentira increíble y todo a causa de su rostro.
Diana se sentaría a su lado con la mirada baja, así como él, y guardaría silencio, un silencio que sentiría casi tan doloroso como un azote a látigo sobre la espalda desnuda.
La culpa le insinuaba, desde el mismo silencio, que posiblemente todo había acabado, que posiblemente aquella relación habría de acabar como acabó la de Caleb con Camille, pero con menos palabras y más silencios.
Porque Camille no había guardado silencio al desaparecer y compartiría todo su saber con Diana antes de partir, todas sus sospechas y alguna que otra prueba.
Diana, confiada, supuso que nada de aquello podría siquiera ser o convertirse o surgir o nada de nada, pero ya se toparía con una verdad muy distinta transcrita al silencio que guardaba el chico de los girasoles.
–¿Qué hizo? –preguntó ella conteniendo sus ganas de llorar; –¿Qué pudo haber hecho un hombre para que lo mires como, se supone, debes mirarme solo y únicamente a mí?
Él no respondió.
No se atrevió a responder algo que lo implicaba con, al menos, la mitad del peso de la culpa. Porque Caleb no había metido la pata él solo y era imposible culparlo por la totalidad de aquel embrollo.
Él también había pecado.
Él también había tentado a la suerte al dejarse llevar por ese algo que, por pura curiosidad, se tornó en un asunto demasiado serio como para ignorarlo.
Y es que el asunto tenía más que solo intenciones: tenía también rostro y nombre, tenía una personalidad y una manera de hacer y decir las cosas, una manera de hacerse notar siempre y de callarse nunca.
El asunto tenía cabellera oscura, así como ella, pero la suya era distinta: era como si la mismísima noche se hubiese posado sobre él para teñirle los cabellos con su presencia.
Y suspiraba, más que nada, por el azul de su mirada. Esa mirada que ella no podía imitar, porque él lo había convertido en el centro de su propio universo. El ególatra había desaparecido y eso era algo que Diana no podía entender, porque ella era, también, irreparablemente ególatra.
Así permanecieron, en silencio, por un rato indefinido. Entonces ella se iría sin siquiera despedirse, sin siquiera devolverle la mirada.
Caleb la vería subirse al auto de Marlon a la vez que vislumbraba la figura del príncipe junto a la puerta de la casa viéndola partir.
Supuso que las cosas habían salido mal, que quizá era probable una represalia temprana por parte de su prima al mínimo descuido suyo.
Nathaniel se lo advirtió, ni bien vio el auto alejarse calle arriba: que las cosas, ahora, se pondrían verdaderamente intensas.
–¡Que comiencen los juegos del amor! –gritó Nathaniel haciendo con la mano la señal que mostraban los participantes de "Los Juegos del Hambre". Caleb lo miró con preocupación.
–¿Juegos? –preguntó con tono incrédulo; –Esto no será un juego, amigo mío. Acá se librará una guerra ¡Una maldita guerra!
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