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6

Jeremy los vería perderse en dirección al jardín trasero, pero estaba demasiado ocupado como para preguntarles nada.

Intentaba refugiarse tras el teléfono y decir, en brevedad, lo que quería decir, lo que lo había impulsado a realizar aquella llamada, lo que la imagen de Lucien besando a Gabriel le había provocado a él sobre la piel, sobre los labios.

–¿Quieres que vaya? ¿De eso se trata? –preguntaría Caleb al cabo de un rato; –Porque no tengo problema en decir que sí.

–Idiota –musitaría Jeremy antes de dejarse caer sobre el sofá y pasarse la mano por el rostro. Lo habían descubierto.

–Dame cinco y te besaré diez –dijo antes de colgar, previniendo un cambio de idea en Jeremy. Éste solo pudo quedarse con la mente en blanco.

Le pidió cinco minutos, lo que significaba que, ciertamente, estaba del otro lado de la calle, en la casa de enfrente.

Cinco minutos, solo eso le quedaba para poner sus ideas en absoluto orden, para establecer un margen de límites reglamentarios, cosa que, sabía, no serviría de nada pues Caleb era un transgresor insistente. Y él era, inevitablemente, permisivo y dominable.

Estaba consciente de su propia y cruel debilidad, que era, precisamente, el muchacho que llama a la puerta, el muchacho que, al recibirlo, lo toma de la cintura sin previo aviso y lo besa sin ser rechazado, el que luego le dice 'hola' con una tonta sonrisa en el rostro y las manos, todavía, puestas en él.

Sí, precisamente él es su debilidad, la mayor de todas, la peor también, sobre todo porque aquello no ha sucedido, ni sucederá: otra vez su imaginación se dejó llevar.

Seguido de esto, Gabriel le pasa por un lado a toda velocidad y Lucien le sigue el paso de cerca.

Es un momento tenso, muy tenso. Uno más de los muchos que se han desarrollado en privado porque, al parecer, Gabriel en realidad se resiste más de lo que parece y Lucien insiste, a veces, con algo muy distinto a su metódica manera de ser.

Los asuntos del corazón le han desatado cosas en su interior, así como a Gabriel otras cosas se le han enfrascado. Las miradas, las palabras, el tono insensible y siempre insolente con el que solía hablar: todo ha sido enterrado ocupando su lugar, ahora, un alterno más huidizo, más sumiso y callado.

De Lucien, por otro lado, ha ocurrido lo contrario y se ha revelado tan inquietantemente controlador que solo ha logrado asustar a Gabriel aun cuando desea acercarlo más. Es cosa de celos.

–¡Déjame en paz de una maldita vez! –gritó Gabriel logrando empujar a Lucien y salir corriendo a toda velocidad.

Él lo seguiría, pero a su ritmo. Prefirió dejarle a solas el tiempo que tardarían en llegar a su casa, tiempo que consideraría, también, para pensarse una disculpa nueva, para armase también un intento nuevo, algo con qué lidiar ante aquel constante rechazo.

Empezaba a hartarse de aquello, de su incontrolable impulso y de sus tan irracionales celos. Empezaba a sentirse un monstruo.

Y justo era así como Gabriel lo sentía: como un monstruo. Uno en el que se había visto reflejado tras identificarse, ahora, con el Jeremy de hace un año atrás, tras reconocer sus propias actitudes en las que, ahora, protagonizaba Lucien en su contra.

Pero los besos, las hermosas palabras, las sensaciones que Lucien generaba en él y en su corazón lo hacían pensar, una y otra vez, si darle una oportunidad sería o no lo correcto.

Sabía que lo seguía. Sabía que no había manera de sacarle de la cabeza las intenciones que lo llevaban, desde que se le declaró, a perseguirlo sin cansancio.

Era insistente, constante y metódicamente insistente, porque todo lo hacía de acuerdo a una planificación calculada, precisa y sin errores, todos los errores eran, al final, un asunto netamente humano: fueran suyos o de Gabriel, pero no del plan, nunca del plan.

Recordaría como lo había engañado la última vez, como había logrado conseguir un beso tras otro de su parte sin réplica alguna, porque lo llevó hasta el límite de su propio límite, arrinconándolo sin escapatoria hacia la única solución posible para dejarse ir, para cederle entonces una victoria falsa.

El recuerdo lo hizo sonreír.

Lucien no podía ser tan malo, así como él mismo tampoco lo era. Pero la intensidad del asunto lo mantenía, siempre, tras los márgenes del peligro, tras la línea de fuego, y él pretendía avanzar, a pesar de todo, hacia la dirección más compleja, siguiendo los consejos de un temible aliado, de tan sensible e insensato corazón enamorado, porque se había enamorado sin notarlo.

Y Lucien se le quedó mirando cuando, de la nada, se detuvo a medio camino. No se movió un centímetro siquiera, aunque se preguntó mil cosas en aquel instante.

Y mil cosas tenían su nombre inscrito porque era él y solo él quien merecía, por completo, sus atenciones, sobre todo en medio de una discusión interrumpida, en medio de otro fracaso idealizado.

–No debería –murmuró Gabriel al darse la vuelta buscando a Lucien con la mirada; –Sé que no debería.

Pero carecía de ninguna otra respuesta entre manos y solo era aquel el nombre que podía mencionar, fuese en su cabeza, fuese entre los labios.

Y lo miraba, todavía, con miedo. Y su cuerpo se estremeció por completo al sentir aquellos dedos rozarle la piel del cuello, del brazo, de la mano. Tragó en seco intentando contener sus lágrimas una vez más, porque la inseguridad solo sabía brotarle lágrimas de los ojos.

Y Lucien se quedaría ahí, en silencio, con la mirada fija sobre él, buscando tranquilizarlo con sus manos, con sus caricias.

–Metí la pata otra vez ¿verdad? –preguntó Lucien a media voz; –Soy un cretino, perdona.

–No funcionará –musitó Gabriel alzando la mirada; –Esto no funcionara.

–Tiene que funcionar–soltó Lucien con cierto desespero; –No pretendo perderte ¿entiendes?

–¡Pero no te pertenezco! –replicó Gabriel dando un paso hacia atrás; –No soy una propiedad con título y dueño. Soy, al igual que tú, una persona. ¡Eso es lo que quiero que entiendas!

Y le dio la espalda antes de retomar de nuevo su camino.

Lucien vaciló entre seguirle los pasos o darse la vuelta, entre llevar a cabo un último intento o rendirse de una vez por todas. Entonces Gabriel se detendría nuevamente y se daría media vuelta, retomaría sus pasos hacia Lucien y, con terrible fuerza, le asestaría un puñetazo en el pecho.

–¡Y ni se te ocurra rendirte conmigo! –le diría con el rostro enrojecido.

Lucien se le quedó mirando completamente pasmado, sorprendido.

Aquella reacción, aquella respuesta, aquella réplica contradictoria. ¿Acaso no acaba de rechazarlo ya? Entonces recordó, también, las actitudes del príncipe respecto a Caleb: no todo rechazo es verídico.

No todo lo que respecta a los asuntos del corazón puede ser leído como un dos-más-dos y mucho menos considerarlo como una respuesta sin salida de emergencia.

Y Gabriel era eso, precisamente, una de muchas respuestas con salida de emergencia.

Entonces el impulso volvió a él y lo tomaría entre sus brazos para, así, besarlo una vez más, besarlo como lo había intentado desde la primera vez, besarlo tal y como Gabriel esperaba que lo hiciera: con su lado más sensible, con su corazón insensato.

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