6
Aquel intercambio de miradas le había traído, de vuelta, los colores a la cara. Había sido el Emperador el que lo había recibido con aquellos ojos profundamente rabiosos, pero sobre la piel de las mejillas, rápidamente, habían bailoteado los rojos de una vergüenza pre-recetada.
Caleb le sonreiría antes de ponerse pie y desaparecer por el otro lado del tejado mientras, en su interior, rebobinaba la cinta en busca de un recuerdo en específico, ese en el que es víctima de sí mismo en el cuadro-sobre-cuadro del sofá, ese que intenta suprimir por el simple hecho de desearlo con fuerza.
Dormiría a gusto porque, en sueños, la culpa parecía desaparecer a la vez que los cerrojos se abrían para darle paso a un Caleb de fantasía, uno que lo besaría lo más parecido posible al verdadero, uno que lo haría dormir hasta pasado el mediodía.
No quería despertar. No quería dejarlo ir como lo había hecho muy sonsamente en aquel crítico momento. Así habría evadido, sin darse cuenta de ello, entre sueño y sueño, el primer día de suspensión.
Al otro día no podía sentirse más extraño. ¿Las razones? Primero: estaba en casa, una vez más, un día de clases. Segundo: Caleb seguía siendo lo primero que se le cruzaba en la cabeza antes que cualquier otra cosa.
Diana parecía haber sido desplazada y no había caído en cuenta de su futura consternación. Hasta había olvidado el cómo iba a explicarle los sucesos más recientes sin hacer mención de Gabriel, de Caleb e, incluso, del mismo Emperador.
¿Cómo explicar el moretón que le decoraba el rostro?
¿Cómo explicar las marcas que llevaba en las manos?
¿Cómo inventarse algo que tenía, irreprochablemente, una sola dirección?
La mentira no podía ensancharse más. El secreto no podía mantenerse más.
–Lo peor no ha sucedido todavía –se dijo mirando la hora en su móvil constatando, también, que tenía mensajes de Diana sin leer.
Lejos de allí, siguiendo el paso, Caleb deambula por los pasillos de la escuela con un paquete que, inesperadamente, le calló por salpicadura.
Samuel no quería dejarle tal responsabilidad, pero él mismo carecía del tiempo para cumplir con su deber de mejor amigo.
Optó por dejarle transcritas todas las actividades del día, y haría lo mismo por el resto de la semana, para evitarle a Jeremy retraso alguno. Caleb sería el elegido ese día para cumplir con un favor simple: llevarle las notas a Jeremy luego de clases.
No pudo negarse.
No lo hizo tampoco por el simple hecho de evitar explicar nada de lo que sucedía entre el príncipe y él cuando no había nadie. Samuel, todavía con desconfianza, le instó a cumplir con el favor, entregar las notas y darse vuelta, que no hiciera absolutamente nada adicional.
–No te preocupes por eso, Samus –le dijo con el paquete entre manos; –Yo siempre cumplo.
–Y te lo confío solo porque no me queda opción –le dijo Samuel a modo de despedida.
La tensión entre ambos, de alguna manera, parecía haber mermado hasta un punto muerto. Eso algo que, para Caleb, no tenía sentido alguno, aunque no tenía tampoco el tiempo para explorarlo a fondo.
¿Quizá hasta el propio Samuel daba por sentado aquello que muchos otros esperan constatar como una verdad absoluta?
¿Acaso Samuel sabía de algo que él ignoraba o que, en todo caso, él no había alcanzado a ver?
Más preguntas para su abarrotada cabeza, más líos para su ya disparatada existencia, sin contar que Diana, todavía, no ha hecho acto de presencia ante sus ojos.
Las cosas, había pensado, se saldrán de control en el instante en que ella escuche, de su propia voz, que pretende guardarse el corazón de Jeremy para sí mismo, que pretende hacerla de lado porque busca ser él y solo él quien habite ese universo llamado Jeremy.
Entre ambos, el móvil había dejado de ser una herramienta comunicativa, un canal de conversación, una vía para las palabras. El móvil ya no importaba porque tenían asuntos pendientes con las manos, porque llevaban inventariados los besos que querían, que deseaban desempacar a toda costa.
Pero algo le decía que aquel muchacho sensible, aquel muchacho de piel clara y ojitos brillantes, intentaba resistirse con el mayor de todos sus esfuerzos, y se sintió culpable, una vez más, por querer arrebatarle una normalidad que él mismo perdió por mano propia.
Era un insensato.
Era un pillo, un ladrón con un corazón egoísta e infame que buscaba, a toda costa, amar al chiquillo de los cabellos raros y ser amado por su iracunda contraparte.
Sus deseos eran así, como él, de insensatos, de impulsivos cada tanto, de lógicos cuando les daba la gana e ilógicos cuando la realidad no tenía sentido.
Pero tenía todo el sentido del mundo tomar ese paquete y plantarse ante aquella casa, llamar a la puerta y pedirle permiso a Marlon para ver a Jeremy, subir las escaleras y entrar, sin anunciarse, a su habitación para, entonces, mandar al carajo las palabras dichas por Jeremy aquella temprana noche en que, de sus labios, un "no quiero que vuelvas" lo había convertido en un exiliado.
Pero el exilio no le quedaba nada bien, así como tampoco le quedaba bien el darle oportunidad a ese muchacho para alejarse de él. Entonces, una vez más, con el azul de sus ojos contemplando la figura del príncipe, reverberaría un silencio descomunal dentro de aquella habitación mientras, con total vergüenza, Jeremy se vería descubierto con el torso desnudo y todavía empapado.
Caleb no movió siquiera un dedo. Solo se quedó ahí, estático, degustando la delicada imagen del chico de sus sueños con los pies descalzos y pantaloncillos azules.
–Pudiste siquiera tocar –dijo entonces Jeremy con la voz entrecortada y tragando en seco.
–No quise perder tiempo –aclaró Caleb tendiéndole el paquete esperando acortar un poco la distancia.
–¿Y eso qué es?
–Samus no podía venir a traerlas –respondió Caleb sin apartar la mirada; –Así que me lo pidió como un favor.
–Debiste decir que no –refunfuñó Jeremy apartando la mirada y cruzándose de brazos. Aquellos ojos empezaban a intimidarlo.
–Imposible.
Entonces dibuja un paso hacia adelante, todavía con la mano extendida sosteniendo el paquete. Jeremy vaciló en ser él quien buscara el paquete, pero debía hacerlo si esperaba sacar a Caleb de la habitación lo antes posible, a fin de cuentas, la puerta estaba detrás de él.
Entonces Caleb avanzó un paso más al verlo, todavía, inmóvil. Jeremy avanzó hacia él, extendiendo la mano en busca del paquete, aun sabiendo que el asunto era un engaño, un cliché de esos que ves en las películas donde el objeto es solo una carnada para terminar con la cintura invadida y los labios cercados.
Y justo así había quedado: atrapado entre los brazos de aquel muchacho de cabellos nocturnos, tan cerca, nuevamente, de su rostro, de sus labios, y con el corazón a punto de estallar.
–Si el Emperador quiere venir, que venga –musitó Caleb deslizándole, muy tiernamente, sus dedos por la espalda; –Estoy listo para lo que sea.
–No seas imbécil –refunfuñó Jeremy bajando la mirada; –Creí haberte dicho que...
–Entonces sácame a la fuerza –contrapunteó Caleb sin dejarlo culminar; –Trae a ese demonio y que me saque a patadas de aquí. Que me desbarate como lo hizo con Gabriel, si le da jodida gana. Yo de aquí no me muevo.
Y ladeando la cabeza, todavía con la mirada gacha, Jeremy hizo el intento de empujarlo, de hacerlo retroceder hasta la puerta, pero no consiguió moverlo del sitio porque sus fuerzas decidieron deslizar las manos hasta su espalda y anclarse a él con un abrazo.
Su olor era demasiado para los sentidos.
Un perfume que recordaba dulcemente del encuentro en el sofá, un aroma que creyó había sido cosa de la imaginación, porque no lo conocía.
Pero estando de nuevo presionado contra él entendió que se trataba de su propia esencia la que lo había embriagado en aquel momento, así como empezaba a hacerlo, precisamente, tras los muros de su castillo.
Y sintió cómo su cuerpo era llevado hacia la cama, cómo aquellos dedos insistían en delinear figuras sobre su torso desnudo mientras el profundo azul de aquella mirada lo devoraba sin contemplaciones.
–¿Por qué los Murphy son tan insistentes? –preguntó Jeremy luchando contra un impulso que, tarde o temprano, haría de las suyas sin remedio.
–Somos malos perdedores –dijo Caleb acariciándole, muy tiernamente, los labios; –Y no nos gusta estar en desventaja.
–Pero tú sabes que yo...
–Lo sé –interrumpió Caleb inclinándose más y más hacia él; –Tienes a Diana, lo entiendo. Pero yo...
Entonces la puerta se abrió de golpe.
La figura de Diana cruzaría el umbral como alma que lleva el diablo y, sin mediar palabras, golpearía a Caleb con intensidad suficiente hasta apartarlo totalmente de Jeremy.
En su mirar el odio aguerrido de los Murphy se había acentuado como nunca lo había hecho antes en ninguna generación. Caleb, también con miradas altivas, por primera vez confrontaría las de su prima con una intensidad similar y sin vacilación alguna.
Así fue como, en el último segundo, se quedó con las ganas de llevarse a la boca un beso real, todo a causa de una prima maligna.
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